martes, 27 de diciembre de 2016

El abuelo valiente

Figueres, Cataluña

 

—“Això es impressionant”—, siempre repito su frase favorita cuando estoy situado frente a una obra que me llama especialmente la atención. Me enseñó a amar el arte con pasión.

Mi abuelo era una persona tan afable como cabal. Caballero sobrio, de corbata negra y sombrero, guardo un recuerdo entrañable de él, aunque dejó este mundo hace ya casi 8 lustros. Y, sin embargo, no supe hasta pasados todos estos años desde su muerte, el ser valeroso que había sido. Quién me iba a decir que, tras esa apariencia de hombre tranquilo, se escondía un valiente que arriesgó la vida por defender sus ideales.

Erudito de la historia del arte, Joan Subias Galter (Figueres, 1897-1984) se inició en la gestión del patrimonio cultural catalán en 1926, asumiendo sucesivamente diversos cargos de la Generalitat durante los años de la República. Hay que reconocerle, entre otros, la iniciativa de declaración de monumentos nacionales del monasterio de Sant Pere de Roda o de la iglesia de Santa María de Vilabertran, joyas románicas del siglo XI. Desde sus competencias, promovió la restauración y rehabilitación de muchos monumentos.

Pero llegó la guerra (1936-1939). Salvajismo y destrucción en todos los frentes. En esos difíciles momentos, el abuelo Joan tuvo un destacado papel en la salvaguardia del patrimonio artístico. Fue tarea valerosa poner freno a las hordas de salvajes que siempre se enseñorean aprovechando las situaciones de conflicto. Puedo imaginármelo pugnando por convencer de su error a aquellas batidas destructivas de grupos descontrolados que recorrían los pueblos. En más de una ocasión tuvo que enfrentar con grave riesgo a las turbas armadas. Se jugó el tipo, pero valió la pena. Era jefe de la Sección de Museos y como tal, asumió la responsabilidad del traslado y protección de las principales obras pictóricas y escultóricas del arte catalán. Los cuadros y tallas más significativas se salvaron de la quema, y quedaron guarecidas en una masía en Can Descals (Darnius, en el Pirineo, junto a la frontera francesa). Joan se trasladó allí con su familia, mientras las tropas de Franco se aproximaban día a día.

La guerra se perdió y fue el último en cruzar al exilio. Él, su esposa Concha, y sus hijos Antoni, Xavier y Pilar. Esta última era mi madre, que contaba con muy pocos años. Me vienen a la mente los relatos que ella, pasados más de 80 años, nos contaba sobre el trasiego y almacenamiento de esas obras fantásticas. Le gustaba narrarnos anécdotas de esos días de la infancia, cuando veía a su madre rezar, por ejemplo, unos días ante la talla románica de la Virgen de Ger, otros ante el cuadro de la Virgen de Montserrat. Estas y otras joyas se salvaron y hoy se encuentran en diferentes lugares de Cataluña, para disfrute de todos.

Con el fin de la guerra, después de un breve exilio, Joan Subias sería represaliado y depurado, con pérdida de trabajo y sueldo. Nunca se le reconocieron los esfuerzos de numerosos estudios ni catalogaciones, ni la recuperación de tantas obras prácticamente dadas por desaparecidas. Ni mucho menos su arriesgada labor de protegerlas de la ruina, el expolio o la destrucción.

Enviudó siendo yo un adolescente. Recuerdo la ternura que me inspiraba en las tardes de verano aquel hombre bueno, meditando tristezas frente a las costas rocosas del Port de Llançá. Miraba al horizonte infinito del Mediterráneo durante horas, quién sabe si rememorando aquellos complicados tiempos en Darnius. Allí, atravesando los kilómetros de litoral por los que se extiende el Cap de Creus, tenía su residencia Salvador Dalí, amigo de su juventud. He oído contar a mi madre que, con motivo de la boda de Joan con mi abuela Concha, el genio ampurdanés les regaló dos cuadros que tuvieron que acabar vendiendo años después, en tiempos de penuria, para poder costear los estudios de mis tíos. Dos cuadros extraordinarios: “L'Estació” (pintado desde la terraza de casa del abuelo, en 1923), y que se encuentra en la fundación Gala-Salvador, en Figueres. Y “Cadaqués” (1924), hoy en el Museo Dalí de St. Petersburg, Florida, USA.

Todo esto lo he descubierto recientemente, para mi orgullo, y gracias al trabajo de recuperación de su memoria histórica que realizó el historiador Joaquim Nadal. A través de sus investigaciones, salió a la luz una desconocida pero maravillosa versión del abuelo luchador. “Dos vidas y una guerra”, el libro de Nadal[1], sintetiza bien en el título la existencia de aquel figuerense caído en desgracia. A raíz de su publicación, el diario La Vanguardia escribió un largo artículo que comenzaba diciendo:

“Muchas veces nos dejamos impresionar por los relatos de quienes ayudaron a salvar las obras de arte requisadas por los nazis y olvidamos que España sufrió también una trágica guerra que acarreó graves pérdidas patrimoniales y que hubo personas anónimas que se jugaron la piel para salvar obras de arte. Una de ellas fue Joan Subias, una figura demasiado olvidada que ahora acaba de rescatar el historiador Joaquín Nadal” (27 dic 2016).

En las ocasiones que nos visitaba en Madrid, acudíamos a recorrer las salas de los Primitivos italianos, en el Museo del Prado. Era un ritual ineludible. Me tomaba de la mano e iba explicando, con parsimonia, durante minutos, todos y cada uno de los cuadros de la galería. Conocía todas las historias, todos los detalles. Era una experiencia que yo disfrutaba sobremanera. Se plantaba frente a La Anunciación de Fran Angélico, o al Transito de la Virgen, de Mantegna y, entre disertación y disertación, no paraba de repetir “soberbio, soberbio”. Para el final dejaba siempre los tres cuadros de “La historia de Nastaglio degli Onesti”, de Botticelli, su adorado “Sandro”. Resultaba apasionante escucharle.

El libro de Quim Nadal se presentó el 11 de febrero de 2017, convirtiendo el acto en un emotivo homenaje celebrado en el Museu Dalí de Figueres. No podía haber mejor recinto. Allí, muy cerca del lugar donde hoy yacen estos dos personajes ampurdaneses —Salvador Dalí y Joan Subias—, nos reunimos con toda mi familia catalana y escuchamos los elogios de altas personalidades del lugar. Mi gran avi, un personaje cuya entrega a la salvaguardia del arte en peligro, por fin fue reconocida. 

 


[1] Nadal i Farreras, Joaquim. Joan Subias Galter (1897-1984), Dues vides i una guerra. Institut dʹEstudis Catalans. Publicacions de la Presidència, 2016

 Can Descals, Darnius, Girona
    


jueves, 22 de diciembre de 2016

Vivir sin techo

¿Dejará de haber algún día gente que no tenga más remedio que buscarse un hueco entre cartones para pasar la noche?

Acabamos de censar, una por una, a las personas sin hogar que habitan bajo el cielo gris de Madrid. El VIII censo del colectivo de los sin techo ha arrojado, por primera vez, un descenso de las personas que duermen en la calle. Se ha pasado de 764 en 2014 a 524, según el avance del último recuento que hicimos el pasado 15 de diciembre.

Este registro contempla únicamente a aquellas personas que pernoctaban en la calle en ese momento. Muchas otras quedan fuera de esta "fotografía puntual", por encontrase en otro lugar o, principalmente, por ocupar espacios cerrados o edificios. Las normas del Samur son tajantes: los voluntarios solo pueden ejercitar el recuento en la mera calle. Aunque ya nos encarguemos de dejar siempre un plano con la ubicación de asentamientos, almacenes, bodegas abandonadas… donde tenemos observado trasiego de gente que vive en la marginalidad.

Cada dos años voy a Madrid para unirme a un nutrido grupo de colaboradores, coordinados por el Samur Social. Nos lanzamos a la noche en un empeño por establecer contacto con el último habitante de la calle que exista en la  capital. Es importante mirar con otros ojos la ciudad y a sus moradores más postergados; y conocer un problema real que está a las puertas de nuestra propia casa.

Vivo lejos de este laberinto urbano ocupado hasta en los rincones y los soportales. Hace años me fui a un pueblo donde la pobreza se manifiesta de otra manera. Así que procuro acercarme a Madrid para asomarme a su rostro y evitar pasar indiferente ante lo que, frecuentemente, oculta el ajetreo urbano.

Ya son tres ediciones peinando las calles. A través de estos recuentos, he acabado por tener un mapa mental de esta geografía inhumana por la que se distribuye la legión de personas que, al llegar la noche, busca algún recodo para arroparse entre cartones. E, instintivamente, en cada movimiento, voy recordando encuentros o acercándome a los núcleos o lugares donde sé que se concentran estos conciudadanos tan necesitados de calor.

Este año me han asignado un sector en pleno centro de la ciudad, a diferencia de las ediciones anteriores, en las que me tocaba siempre cubrir el barrio de Villaverde y sus oscuras calles industriales. Así que, con mis tres colegas de grupo, hemos hecho un completo rastreo por avenidas y callejas que me resultan un escenario casi familiar. Mi infancia la pasé muy cerca de estos barrios que ahora hemos pateado, buscando al "habitante de la calle". Los oídos y el corazón bien abiertos a las historias más duras.


viernes, 11 de noviembre de 2016

Las estepas del Himalaya más budista

Nuestro amigo veterinario Carlos Murube ha vuelto de otro recorrido de meditaciones por el mundo. Le picoteamos estas fotos de la amplias regiones del Himalaya de Cachemira (India) y del Tibet.

 (Publicación pendiente de visto bueno y corrección por parte de Carlos)

"Me encuentro muy afortunado de que hayan llegado a mi vida, que podría ser cualquier otra incluso sin meditación budista, pero en mi caso eso ha sido y es lo que me produce paz y por lo tanto todo lo que sea divulgar un método más y que a alguien le sirva, supera mi aspiración". 

11 de nov. de 2023.

Carlos junto a su maestra



viernes, 23 de septiembre de 2016

Desde el Himalaya

El verraco de José Felix nos manda esta foto desde la cima del IMJA TSE (6.189 m)

viernes, 16 de septiembre de 2016

La Medina de Tetuán

Por Consuelo López-Zuriaga. Publicado en el libro Magia Sanadora

El aroma a cúrcuma, comino y canela se mezclaba con ráfagas de olor a pescado podrido. Cuanto más avanzaban por las callejuelas de la medina, César y Laura se encontraban más perdidos. Hacía un calor sofocante y una intensa actividad se desplegaba por el laberinto de calles y pasadizos.  La  gente iba y venía. Los vendedores insistían incansablemente ofreciéndoles alfombras bereberes. Las mujeres, con chilabas de colores, se paraban a curiosear en los puestos de ropa y los viejos, sentados a la puerta de sus casas fumando kif, miraban impasibles a la pareja de turistas sudorosos y desorientados, que deambulaban en medio del bullicio. A lo lejos se oía el canto del muecín.
—Ves, si ya nos lo habían advertido en el riad, pero te has empeñado en que el GPS era infalible, y ahora mira, llevamos tres horas dando vueltas.
—No empecemos, Laura. Qué ya tengo bastante con salir de este maldito hormiguero.
—¡Mira, esa es la esquina del Café Palmera, vamos por ahí! Me suena que cruzamos esa plaza.
Ya en el riad, se ducharon y bajaron a cenar al patio rodeado de mirto y jazmines al que daba su habitación. El delicioso tayín de pollo con ciruelas, pasas y dátiles les devolvió el buen humor. Naima la encargada del establecimiento, se acercó amablemente a la mesa y en perfecto español les preguntó,
—¿Qué tal su visita a Tetuán?
—La verdad es que ha sido un desastre —contestó Laura sin pensárselo— buscábamos un sitio en la medina y nos hemos perdido durante horas. Estábamos desesperados.
—Cuánto lo siento ¿Qué buscaban? Igual puedo ayudarles…
—Buscamos este lugar —contestó César rápidamente, sacando un papel arrugado que desdobló sobre el mantel blanco.
Naima lo observó con curiosidad. Era una fotografía de un cuadro. Una acuarela de una calle de la medina de Tetuán en la que, sobre un cielo azul cobalto, se recortaban unas fachadas blancas con balcones de madera y puertas pintadas de verde.
—Lo pintó Mariano Bertuchi aquí, en Tetuán, en 1940 —dijo César.— Mi padre compró el cuadro en una subasta, en Granada, en los años sesenta y me lo regaló poco antes de morir. Siempre quiso conocer el lugar donde había sido pintado y donde mi abuelo estuvo destinado unos años.
            César omitió que en la parte inferior del cuadro, junto a la firma, había unas misteriosas palabras, escritas con trazo negro y letra pequeña, que siempre le habían intrigado: “En el amor y la muerte”, decía la críptica dedicatoria.
—Nos han comentado que la calle del cuadro está en el Meshná ¿Naima, tú conoces esa zona de la medina? —preguntó Laura.
—Es el barrio de los vendedores de pescado. Paso por allí todas las tardes cuando regreso a mi casa. Si quieren, pueden venir conmigo mañana y les ayudo a buscar la calle.
Cuando llegaron al Meshná, los vendedores estaban desmontando los puestos y recogiendo la mercancía. El suelo de piedra resbalaba y los regueros de agua negruzca arrastraban agallas ensangrentadas y trozos de cola de pez. Tras unos cuantos requiebros por callejuelas que apestaban a orín de gato, apareció ante sus ojos la ansiada escena del cuadro. César miró la calle blanca y sintió un golpe de tristeza. Recordó a su padre aquella tarde de otoño, cuando descolgó el cuadro y se lo entregó, haciéndole prometer que vendría a Tetuán.
—¡Vamos a hacernos una foto! —gritó Laura entusiasmada.
Mientras César fotografiaba detalles de los balcones, un mendigo se acercó a Laura. Se detuvo ante ella, la miró desde el fondo de la capucha de la chilaba y con una voz de otro mundo pronunció unas palabras en dariya.
—¡Vete de aquí, viejo loco! ¡Qué Alá te proteja! —le increpó Naima,
—¿Qué ha dicho? —preguntó aún asustada por el impacto de aquella voz.
—En el amor y en la muerte —respondió Naima confusa.
Al día siguiente, tomaron el vuelo desde Tánger. Cuando Laura llegó a Madrid y estuvo sola en el salón de su casa, frente al cuadro, miró fijamente la calle blanca y el cielo azul cobalto, y leyó en voz alta las palabras de aquella intrigante dedicatoria. Le pareció estar invocando al mendigo y, de nuevo, escuchó esa voz de otro mundo. En aquel instante, sintió la presencia del anciano de la medina, y supo que sus palabras venían de aquel verso olvidado: “El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos”.