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Sus ojos grandes me seguían con la mirada, todavía los llevo clavados. También recuerdo su voz, era como un susurro, pero transmitía un tono leve de esperanza. Había momentos en los que era capaz de sonreír, entonces, su rostro cobraba una expresión más vital dando un nuevo brillo a sus ojos. Beni estaba condenado a una vida de miseria por la brutalidad de unos pocos y la indiferencia de la mayoría. Pienso a menudo en él, como un símbolo de tantos niños que están en la encrucijada entre la vida y la muerte.
Estuve dos meses visitando casi a diario aquel centro nutricional, situado en una aldea del interior del país que había sufrido el paso de la guerra. Después me marché de Liberia y ya no volví a saber de Beni. Pasado un largo tiempo, las enfermeras que solían atenderle no supieron darme más información. No sé si salió del centro sano y recuperado o fue incapaz de superar la tuberculosis y la desnutrición. Confío en que lograra sobrevivir, escapándose a la cruel estadística de la mortalidad infantil en los países en conflicto. Quién sabe si a lo mejor, sano y sonriente, se acuerda alguna vez de mí. Ojalá el destino haya querido darle una tregua.
Muchas veces me vuelven al corazón los ojos de Beni. Y su mirada me hace preguntas a las que, conociendo la respuesta, no encuentro manera de contestar.

Acabo de recorrer la geografía del hambre. Durante tres semanas he seguido al doctor Mike Golden, de la Universidad de Aberdeen, grabando imágenes para su proyecto de formación médica. Nuestra misión nos ha llevado a entrar en barriadas al sur y al norte de Mogadiscio. También hemos visitado la población de Gbarnga en Liberia y los campamentos de Gulú y Kitgum en Uganda; para acabar en los asentamientos de la periferia de Bujumbura en Burundi. En definitiva, hemos viajado siguiendo el mapa de las hambrunas en el mundo de hoy.
«Hambruna» es una palabra cruel. Define esas manifestaciones extremas que condenan al sufrimiento por inanición a pueblos que, en ocasiones, gozaban de prosperidad años o meses atrás. Son situaciones puntuales que provoca la guerra o una catástrofe natural. Las hambrunas golpean de manera atroz y diezman poblaciones y regiones enteras, en determinadas regiones del planeta.
Nunca he podido acostumbrarme y cuando piso uno de estos territorios infernales azotados por el hambre, siempre me acaba sucediendo lo mismo. Entre la multitud de niños famélicos, sumido en la marea sofocante de calor, descubro siempre a ese niño cuyos ojos asustados se clavan en mí. No sé por qué, pero su mirada se singulariza de manera especial entre decenas de expresiones de dolor. Entonces, un escalofrío me recorre el cuerpo: «esa mirada ya la he visto antes en otro sitio» me digo.
Al instante, recuerdo a Beni, el niño liberiano al que acompañé durante dos meses en la desolada aldea de Gbarnga. También a Liza, la pequeña que tuve en los brazos en la visita a los campos del sur de Burundi, meses atrás. O a Benzú, el niño del campamento de Mogasdicio…
Siempre son los mismos ojos, la misma mirada que penetra el alma como un cuchillo afilado y nunca me abandona. Ojos de tristeza infinita que miran agotados sin suplicar nada, pero interrogándome sobre el porqué de tanta injusticia truncando sus cortas vidas.