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sábado, 4 de marzo de 2023

¿Debe el Tesoro de los Quimbayas regresar a Colombia?

Vista parcial de la sala del tesoro. En primer plano, tejido que cubría una momia de Paracas (Perú)

Ayer me fui a dar un paseíto por uno de mis museos favoritos de Madrid: el Museo de América, en la zona de Moncloa, que alberga una extraordinaria colección de fondos de todas las épocas y culturas precolombinas. Entre ellas, por citar las más relevantes, el Códice Tudela (1553), el Códice maya Trocartesiano (siglo XV), fardos y tejidos de momias de Paracas (Perú), cientos de piezas de cerámica, huacas, cuadros, esculturas, documentos, libros y cartografías americanas. Y, por supuesto, el controvertido «Tesoro de los Quimbayas», una colección que representa el mayor conjunto de orfebrería quimbaya realizada a la cera perdida, hallada en 1890 conformando el ajuar funerario de dos tumbas provenientes de Filandia, en el departamento del Quindío, Colombia.

Su importancia radica no solamente en el número de piezas que integran el conjunto, sino en su excepcional calidad artística y técnica, que las convierte en auténticas obras maestras del arte precolombino, pudiéndose considerar como el principal tesoro americano hasta el descubrimiento de la tumba del señor de Sipán en Perú.

En el año 1892 tuvo lugar la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América en Madrid. El Tesoro había sido adquirido por el gobierno colombiano a los intermediarios que a su vez lo habían comprado a los huaqueros que lo encontraron. La adquisición se realizó en 1891 por la suma de 70.000 pesos: 433 objetos con un peso de 21.224 gr. La intención del entonces presidente de Colombia, Carlos Holguín, donar este fabuloso tesoro a la reina de España, María Cristina de Habsburgo, en agradecimiento a la presidencia que aquel año ésta había ejercido en el Laudo Arbitral de un conflicto de fronteras entre Colombia y Venezuela, que se resolvió a favor del primero.

El Tesoro en el Museo de América de Madrid

En todo caso, la parte actual del Tesoro de los Quimbayas conservada en el Museo de América corresponde sólo a una quinta parte de la ofrenda original localizada. Esto significa que otras cuatro quintas partes de oro y objetos de estas tumbas se dispersaron en manos particulares, quizá terminaron fundidas en lingotes.

El Tesoro lo forman diferentes objetos relacionados con el consumo de alucinógenos y el adorno del cuerpo de los caciques. Además de narigueras, orejeras, agujas, collares, colgantes, cascabeles, varios cascos, una diadema, instrumentos musicales, etc.

La Corte Constitucional de Colombia ha determinado que se deben revertir todas las piezas que se encuentran en España, ordenando al ejecutivo colombiano que, a través de su Cancillería, haga las gestiones pertinentes para que regresen al país. Esto plantea un problema porque el ejecutivo colombiano, hasta ahora, había considerado que el regalo a España fue un acto legal y legítimo. La polémica está servida.

Trasladándonos al otro lado del Atlántico, uno de los lugares más especiales a visitar en Bogotá es el Museo del Oro del Banco de la República, que preserva unas extraordinarias colecciones arqueológicas patrimonio y un orgullo de todos los colombianos. Recuerdo que durante una visita a este recinto tan destacado cometí la imprudencia de preguntar a un funcionario, con mi acento de español, por el destino del Tesoro de los Quimabayas. La indignación del empleado fue tal que ni alancé a entender el aluvión de exabruptos que vertió. Para la mayoría de los colombianos este asunto provoca rabia e irritación, y reclaman que el tesoro vuelva ya a su país de origen.

lunes, 18 de febrero de 2008

¿Para dónde se fueron mis amigos de Villa Luz?

Tierralta, departamento de Córdoba






Conocí a un puñado de familias campesinas en los terribles años del azote paramilitar que asolaba el norte de Colombia. Habían huido de una masacre atroz en la que rodaron cabezas de hijos, hermanos y primos. Los que pudieron lograron salir corriendo, abandonar animales y hogares para salvar la vida. Y quedaron condenados a vivir bajo un chamizo.

Años después he vuelto a visitar esos mismos campos donde se refugiaron aquellas familias, al amparo de algunas organizaciones de ayuda, pero no he encontrado ninguna señal de los cultivos que con esfuerzo emprendieron. Ni siquiera quedan escombros de lo que en su día fueron las carpas bajo las que se guarecían de los aguaceros. Ni un rastro de sus habitantes.

¿Para dónde escapar de la larga sombra del miedo? Mis amigos de Villa Luz acabarían dispersos por los barrios marginales de las pequeñas ciudades más cercanas, como tantos desplazados: Otros llegarían hasta Montería, incluso a Cartagena o Barranquilla, en un busca de un futuro. Seguramente lo harían con grandes dificultades, pero con el firme propósito de asentarse lo más lejos posible del terror.

jueves, 12 de mayo de 2005

Aquel mendigo soy yo


Bogotá, 11 de la noche.

Ayer caminaba de regreso a casa por las oscuras calles del barrio de Teusaquillo. Había caído la noche en la ciudad tras uno de esos maravillosos crepúsculos andinos, en los que el horizonte se cubre de un manto morado de un extremo al otro del cielo. Enfundado en mi chaqueta de pana, arropándome del frío que queda siempre después de la lluvia, iba a ritmo tranquilo sumido en mil pensamientos banales cuando se me acercó un pedigüeño. Un hombre harapiento y desaliñado, que me llamó la atención por su caminar altanero. Un tipo de mirada sorprendentemente gélida. Desafiante. Es esta una ciudad de mendigos, sobre todo al anochecer, cuando aparecen como sombras por las esquinas, despertando de su letargo de aguardiente barato y desesperanzas. Todos alargan la mano temblorosa, cada uno con su particular letanía. Como una súplica de quien está acostumbrado a no esperar nada, sino las migajas de algún despistado, apenas alguno entre tantos que van pasando sin alzar la vista.

Y sin embargo este joven indigente se acercó con actitud más decidida, mirándome a la cara en busca de mis ojos. Arrogante. No suplicaba, no se arrodillaba. Se diría que me reprochaba a mí, groseramente, su desgracia en la vida, provocándome incomodidad y ganas de acelerar el paso.

Con ello, este tipo greñudo logró que no me surgieran dudas. Uno siempre, ante estas situaciones, siente azoramiento en la perezosa conciencia, pero no cuando la osadía acaba molestando: “desdichado mendigo” —rumié molesto para mis adentros—, “no le voy a dar ni un peso por desvergonzado”.

Se acercó más. Olía mal y lanzaba frases impertinentes recargadas de alcohol e insolencia, y parecía decidido a no abandonar su insistencia a medida que yo apretaba el paso tratando de dejarlo atrás. Le miré por encima del hombro sin conseguir mantener aquella mirada de ira. “No tengo monedas” —le espeté con el mayor de mis cinismos—, y me cambié de acera.

El indigente no cejó en su empeño sino hasta que las luces de la avenida y su trasiego, empezaron a disipar la oscuridad. Por fin fue aminorando el paso, ya claudicante. Se quedó atrás. Yo volví la vista un segundo, aliviado de escapar por fin al acoso, aunque afectado por las contradicciones que me provocan siempre estas situaciones. Desdichada vida la de algunos... Miré atrás un instante para confirmar que ya podía sacudirme la incomodidad.

Pero todavía le vi. Ahí se quedó, detenido en medio de la calle, derrotado pero aún desafiante y manteniendo la misma mirada. Los carros pitaban y le bandeaban peligrosamente por uno y otro lado, pero él se mantenía indiferente a ellos y fijo en mí como una estatua. Y desde allí levantó el brazo derecho y me señaló directamente al alma como quién apunta a un condenado:

“Ojalá un día se cambien las tornas” —le oí sentenciar claramente, como un alarido de rabia— Ojalá un día tu seas yo y te veas prisionero de mi maldita desgracia, y que la vida te condene de repente a soportar malamente mi desdicha. Y cuando llegue ese día, hermano, yo te miraré al pasar sin siquiera sentir lástima”.

En el murmullo de la noche su grito me alcanzó como un dardo que penetró mis entrañas. Y desde entonces, a menudo, cuando recorro estas calles al anochecer, siempre me sobresalta el mismo escalofrío: entre las sombras veo asomarse a alguien parecido a mí. Resulta inquietante, pero realmente me parece descubrirme a mí mismo —o cuando menos a alguien muy parecido—, escabulléndome como una rata entre las basuras al verme pasar.