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sábado, 3 de enero de 1987

Luces y sombras en África Ecuatorial

Bata, Guinea Ecuatorial. 3 de enero de 1987

¡La aeronave se estrelló nada más despegar del aeropuerto de Bata! Era un aviocar CASA-212 del ejército español, en el que había volado tres veces en las últimas semanas. Se precipitó al realizar la maniobra de ascenso, sin conseguir remontar vuelo. Estalló contra las rocas de la playa de Asonga, y sus veintidós ocupantes murieron de inmediato, no hubo supervivientes. Acababa de volar en el mismo avión cinco días antes, me había salvado por los pelos.

El piloto había tratado de hacer una maniobra desesperada que eludiera el impacto contra tierra, pero fue en vano. Apenas aguantó unos segundos en el aire, antes de venirse violentamente abajo. Quedó destrozado en mil pedazos sobre las rocas de la orilla, no hubo ni vidas ni bienes que recuperar. Fue una desgracia terrible de la que nunca se supo bien qué había ocurrido.

Alfonso Fernández de Córdoba, Teniente Coronel del Ejército del Aire, que ejerció de piloto en Guinea Ecuatorial, declaraba en ABC el 11 de enero de 1987:

“El despegue de Bata siempre fue nuestra mayor preocupación. El avión cargado a tope, la pista justa, el calor agobiante (38º y 100 por 100 de humedad), la selva tropical delante, con sus ceibas gigantes… y el mar. Cada despegue, cuando el avión se iba al aire y nos encontrábamos a 1.000 pies de seguridad (unos 300 metros de altura), podíamos relajamos y respirar hondo.”

España tenía destinadas en Guinea Ecuatorial dos de estas aeronaves tan versátiles. Venían cumpliendo una función de apoyo fundamental para unir las dos regiones del país: la insular y la continental. Comunicaban cotidianamente la capital, Malabo, en la isla de Bioko, con la ciudad de Bata, en el continente. En Malabo enlazaba con el vuelo de Iberia a Madrid. Ocasionalmente también hacía de puente con la remota Annobón, pequeña isla ecuatoguineana de unos 2.000 habitantes aislados en el Atlántico. Transportaba mayormente población civil: autoridades locales, religiosos, cooperantes. En ese trágico vuelo perdió la vida toda la familia del ministro de Economía. Y también murió el misionero de Ebebiyín que nos había acogido un mes antes, en nuestra primera noche en el país. Proveníamos de Camerún y tuvo tal gesto de hospitalidad al poco de conocernos. Fue un duro impacto enterarnos del suceso, recién regresados a Madrid.

Un mes antes, nos encontrábamos cumpliendo la etapa final del largo viaje que nos había llevado a atravesar el Sáhara, recorrer las estepas y sabanas del Sahel, hasta alcanzar la selva ecuatorial. 10.000 km en motocicletas de 200 CC. Cuatro meses por Marruecos, Argelia, Níger, Nigeria, Camerún y, finalmente, Guinea Ecuatorial. Entramos en la antigua colonia hispana (independizada en 1968) cruzando en la barcaza del río Kié. Cumplíamos el objetivo de llegar a Guinea tras surcar toda África Occidental. En el puesto fronterizo, bajo el fuerte calor del trópico, resultaba muy llamativo ver a los policías guineanos vestidos con una familiar indumentaria marrón. Había sido cedida por el ministerio de Interior, al cambiar los uniformes de la policía española al color azul. La chapa con el escudo nacional todavía prendía en la boina. Y todavía era más sorprendente oírlos, con naturalidad, expresarse en castellano. Eran agentes muy bromistas, pero no dejaron de hacer un intensivo registro en los equipajes. Ya en Ebebiyín, en el extremo nororiental de la región continental, subsistían precariamente algunas construcciones coloniales, cerradas y con signos avanzados de ruina. Saludamos a algunas monjas y los misioneros nos invitaron a cenar rabo de cebú.

Estábamos a tan solo algunas jornadas de nuestro destino final, Bata. Pero acudimos a conocer a los cooperantes y religiosos que trabajaban en el Hospital General. Álvaro y yo arrastrábamos unas fiebres palúdicas desde el norte de Camerún, unas dos semanas atrás. Miguel Ángel y Marta, los médicos españoles de MSF[1], nos hicieron un completo chequeo. Ninguno de los dos nos encontrábamos en nuestra mejor forma, pero había que hacer un esfuerzo y llegar a Bata. A media tarde, antes de reemprender la ruta, Miguel Ángel se nos acercó a despedir e hizo entrega de unas llaves:

Cuando lleguéis a la ciudad, dirigiros a la playa de Asonga, en las afueras— nos dijo sonriente— Quedaros a descansar en mi casa unas semanas. Es lo que necesitáis ahora para recuperaros bien.  

El cariñoso ofrecimiento que nos hacía resultaría providencial para recobrar la salud. Así que manejamos nuestras motos hacia Bata por caminos embarrados, haciendo únicamente tres escalas: Esong, donde el presidente del Consejo local nos homenajeó con vino peleón, tope y malanga, y Micomeseng, donde unos curas habían levantado una importante leprosería. Al día siguiente, ya enfilados al océano, hicimos la última escala en un lugar cuyo nombre no dejaba indiferente: “Sevilla de Niefang”, aunque era solo un poblado de chozas. Otros topónimos peculiares en el país eran “Valladolid de los Bimbiles, o “Mongomo de Guadalupe. El pasado colonial no estaba tan lejos.

En el poblado de Sevilla de Niefang nos alojó una familia en su humilde morada. A la vista estaba que carecían prácticamente de todo, sin embargo, esa noche se las arreglaron para ofrecernos una cena de lujo. Mataron un gallo viejo e hirvieron plátanos machos con yuca. Fue el mejor agasajo del que fueron capaces, y eso resultó conmovedor. La familia reunida entorno nuestro, observándonos con detalle bajo la tenue luz de un candil. Escuchando decenas de historias y testimonios de unos y de otros ¿La hospitalidad de los ecuatoguineanos hacia sus antiguos colonos? Mejor diría que la sencilla nobleza de unas gentes cautivadas por la repentina irrupción, en sus vidas tranquilas, de un grupo de jóvenes trotamundos con muestra de hambre y cansancio. Fue una noche emotiva, de esas que te muestran rasgos de la idiosincrasia de un país.

A la mañana siguiente, nos preguntamos cómo agradecer aquel gesto de la entrañable familia afrosevillana. Sabíamos que lo hacían por puro placer de conversar y conocernos mutuamente, pero decidimos contribuirles con algún dinero. Al menos lo que podía costar el gallo. Rodeados de precariedad como estaban, estimamos que les vendría bien algún tipo de aporte. Pero al momento de ponerle unos eukeles en su mano, de un plumazo desapareció la magia del encuentro. Con cara triste, el anciano intentó rechazar el dinero, pero insistimos. Finalmente, alargó la mano sin mirar a los ojos, tomó los billetes, y se escabulló en la penumbra de la choza sin decir nada más. Toda nuestra buena intención en un pozo, acabábamos de fastidiar una bonita historia. La amistad no se compra con dinero.

 

Llegamos a Bata justo cuando se venía encima un fuerte aguacero. Nos fuimos directos a casa de Miguel Ángel, frente al mar y entre palmeras. Estaba un tanto apartada, pero fue fácil de encontrar. Todo el mundo sabía darnos razón de la “casa del doctor”. Vacía, rodeada de cocoteros, y con varias hamacas tendidas en el porche. Un lugar idílico donde dormir tranquilos y recuperar nuestra condición. Podíamos despojarnos definitivamente del sudor y las lágrimas, y dedicarnos a comer y a pasear por el entorno. El merecido descanso de los raidistas. Conocimos bien Bata, pero incluso también nos aventuramos hasta Kogo, en el estuario del Río Muni, y los islotes de Elobey Chico, Elobey Grande y Corisco. Eran los escenarios por donde el explorador Manuel Iradier había comenzado su labor de colonización del golfo de Guinea. Hacía de ello más de un centenar años.

Estábamos felices. La enfermedad había quedado prácticamente atrás y el país nos abría los brazos a su hermosura selvática. Disfrutamos de la hospitalidad de Miguel Ángel, frente al mar, aunque él finalmente no tuvo ocasión de dejar su ajetreo en Ebebiyín. Tras tres semanas de estancia, volamos de Bata a Malabo en el aviocar, sin poder despedirnos. Regresamos a Madrid el 26 de diciembre de 1986. Días después se estrelló el pequeño avión.

PD.: Querido Miguel Ángel, somos unos impresentables, tengo que admitirlo. Perdimos contacto contigo, pero si lees estas páginas algún día, por favor, te agradecería que dieras señales. Es un ruego, aunque quizás no tengas ni ganas. Te debemos una pata del mejor jamón de Jabugo. Un día encontré la que tenías tú, en un armario de la casa de Asonga que generosamente nos prestaste. No pude evitar cortar una lonchita, muy fina, confiando que no lo notara nadie. Fui muy ruin, sí. Pero lo peor es que me volvió la tentación a los pocos días. ¡Llevaba cuatro meses sin probar una delicia como aquella…! Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, días después, fui a pegar un nuevo tajo y, —oh, sorpresa—, pillé a mi compañero Víctor sigilosamente dedicado a la misma acción. Me miró con cara de inocente y aseguró que solo había sido un pedacito. Pero el jamón fue mermando. Menguaba por momentos. Otro día descubrimos a Álvaro, calladamente dedicado a la pata. “Que era solo un trocito”, aseguraba. El caso es que el jamón se fue reduciendo cada vez más, y allí no había ningún culpable. Nos reprochábamos uno al otro, pero la rapiña a escondidas no tenía freno. Finalmente, el jamón ya era un hueso con escasos adornos. No había sido ninguno… Y era un jamón recibido por valija diplomática. Una pieza única, una joya. Imposible de encontrar en toda Guinea. Y nos marchamos sin decir nada… Menudo mosqueo se agarraría Miguel Ángel cuando lo descubriera. He estado arrepentido toda mi vida, pero son cosas de este vagabundear juvenil, sin un duro y con un morro de zarigüeya. Un poco como nos pasó cuando nos colamos en aquella boda en Jaén. Con hambre y por la cara.

En fin, lo dicho: fuimos unos cabronazos. Te debemos un jamón. Un jamón de los muy buenos, enterito, que estaré encantado de reponerte, así hallan pasado todos estos años. Aquel fue un gesto indigno, tras tanta hospitalidad. Te pedimos disculpas y, además, enmendaremos esta bajeza haciendo una generosa donación a Médicos sin Fronteras. Prometido.


[1] Médicos sin Fronteras.

lunes, 22 de septiembre de 1986

Corisco, el paraíso estaba allí

 

Isla de Corisco, Guinea Ecuatorial.

Es mediodía y la luz que inunda la atmósfera ciega la vista al reflejarse en la arena más blanca que jamás pisé. Voy tras los pasos del explorador Iradier. Han pasado más de un siglo desde sus incursiones por el estuario del Río Muni y, sin embargo, el tiempo parece detenerse en las bocas frondosas de estas selvas del corazón del África ecuatorial.

Corisco es un penacho de esa selva concentrada en un islote rodeado de playas desiertas de fina arena. El mejor lugar, sin duda, para reposar y dejar el cuerpo al pairo, respirando hondo, entregado al sueño profundo de la hamaca, a los mangos jugosos, al agua de coco que aplaca la sed y al caminar descalzo por sus playas infinitas. Han sido diez mil kilómetros a lo largo de África, cuatro meses surcando los desiertos, las sabanas, hasta alcanzar la jungla.

En este recodo oculto del golfo de Guinea, me tumbo a recuperarme del cansancio y a digerir tantas vivencias, a lo largo de este fabuloso continente.