En aquellos tiempos ocurría con frecuencia. La magia de la hospitalidad se manifestaba espontáneamente, cuanto más remoto fuera el lugar al que se llegaba. No importaba el aspecto desaliñado y polvoriento. Uno se acercaba al grupo de jaimas, en medio del desierto, saludaba cortésmente a quienes salían a recibirlo y, enseguida, surgía una comunicación de sonrisas que hacía posible el entendimiento, a pesar de las diferencias lingüísticas. La tetera volvía a bullir. Lo que estaban comiendo, comíamos. Donde dormían, dormíamos. Éramos gentes venidas de otro mundo, pero en son de paz.
Y nuestros anfitriones de las dunas, sin conocer nada de nosotros, sabían interpretar el curioso espíritu de los viajeros, y desplegar esa solidaridad que surge entre quienes van por el mundo con lo justo. No tengo nada, pero todo te lo doy a ti, que has venido hasta nosotros desde quién sabe qué lejanos lugares.