Me he topado de bruces con la crisis. Después de un mes viajando con buen viento por los archipiélagos del Pacífico Sur, he vuelto a Madrid por el otro hemisferio, y todo mi sosiego ha estallado en pedazos. Nada más aterrizar en Barajas. Y tengo que decir que ha sido igual que si se me cayera encima una losa pesadísima, justo al volver a casa. Aterrizado en el aeropuerto, ya el taxista se ha deleitado todo el trayecto narrándome el agrio panorama del sector: —“más jodido que nunca” —iba diciendo. Y en la COPE, aunque pedí cortésmente que bajara el volumen, se oía vociferar a un periodista proclamas contra el Gobierno, “porque —alcancé a escuchar— nunca España estuvo peor”.
“La crisis, la puta crisis” —me ha espetado al oído un viejo amigo, mientras pedía un préstamo. Y en el bar de la esquina no se hablaba de otra cosa. Hasta Luis, el camarero, ha justificado con ese mismo argumento, la tapa tan rácana de maní que se ha largado hoy con las cañitas del mediodía. Luego, en un restaurante de postín, y atiborrado de clientela, he arrimado la oreja a las mesas de alrededor y también he constatado que el tema recurrente, en boca de todos, no dejaba de ser este maldito trasunto de la incertidumbre, el pesimismo, las alarmas, el hundimiento del Ibex, la prima de riesgo…
“Estas Navidades, en la casa de la Sierra” —ha dicho mi vecina en el ascensor. Su hijo, el pobre, en un arrebato que pretendía resultar conmovedor, ha dicho que este fin de año va a pedir la mitad de los juguetes a los Reyes Magos. “Porque seguro que ellos también lo están pasando mal”. Ni con el periódico he logrado relajarme, al final de la jornada: si sigo leyendo la prensa acumulada de estos días, me arriesgo a caer en el desánimo generalizado de este invierno nefasto. La ciudad, más fría, sucia y gris que nunca… tanto rollo con la crisis. Qué pesadez. Con lo a gusto que estaba yo en la Melanesia, tumbado en las playas frente al océano y bajo los cocoteros. He dado de bruces con la sicosis agónica de la crisis, como si no fuera poco el castigo que tengo, tras tan largo viaje, con el desajuste de los horarios, la rudeza de este clima invernal y el trastoque de escenarios cotidianos.
Ay, qué lejos estaba el archipiélago de Vanuatu. No solo en las distancias, sino de todos estos sinsabores que uno ya no sabe qué tanto tienen de realidad o de apariencia. Y no voy a caer en el tópico de pintar esas islas del Pacífico como si de un paraíso se tratara. No, no estoy hablando de Bora-Bora, en la Polinesia, o de los atolones de cocoteros de la Micronesia. Me refiero a unas islas que han permanecido mudas ante el devenir de los tiempos desbocados de Occidente. Sumidas en el aislamiento y su inaccesibilidad. Con el lento transcurrir de sus alegrías y miserias… Las antiguas Nuevas Hébridas francobritánicas. Entre el archipiélago de las Salomón, Nueva Caledonia y las islas Fiyi. He tenido oportunidad de ir saltando de atolón en atolón por este puñado de 83 islas volcánicas, que asoman con su vegetación selvática en las profundidades del Pacífico. Doscientos mil pacíficos habitantes, que hace menos de 30 años se constituyeron como estado independiente. En realidad, hasta estas islas benditas, hasta sus apacibles costas coralinas, a los poblados de chozas escondidos en la espesura, la crisis también les está llegando ya. Pero es otra crisis todavía mucho más descarnada, porque de la noche a la mañana, del fuego y el hacha de piedra, han irrumpido desde hace apenas años, casi meses, todo un aluvión de multinacionales y de sagaces especuladores australianos y chinos con hambre de nuevos mercados. Entre otras modernizaciones se han empeñado, a golpe de billetera, en imponer el uso de los teléfonos móviles. Todos enganchados al aparato, aunque no haya para pagar las tarifas, una vez han volado las ofertas. Me suena demasiado familiar. Tristemente, pero me suena. Sin embargo, ahora es difícil encontrar las lentas embarcaciones tradicionales que lleven de isla en isla, pero las avionetas cubren casi todos los rincones del archipiélago. De isla en isla en apenas minutos. Incluso las islas de la Santa Cruz, aunque sea solo cada quince días. Los habitantes de lo que era un país tranquilo y olvidado, son presas, cada vez más, de las prisas, los agobios, el imperio del dinero: el turismo, las hordas del bronceador, los resorts, la prensa con sus malas noticias. La subida de los precios y el encarecimiento de todo. Eso que llamamos progreso, y por lo que nosotros ya hemos ido pasando, mucho más lentamente, a lo largo de las últimas décadas o siglos. Dicen los pocos europeos que viven por allí, que de un tiempo a esta parte la sonrisa de los vanuatuenses ya no es la misma. Aunque al llegar al aeropuerto de Port Vila, te suma el arrullo de la música de banda de cuerdas, que combina guitarras, ukelele y canciones populares. Y un enorme cartel de Vodafone muestre dos “salvajes” en taparrabos hablando entusiasmados por uno de esos teléfonos de último modelo.
No nos engañemos. A las pacificas gentes de Vanuatu se les viene la crisis encima. La crisis verdadera, la que te cambia la sonrisa, la calma, la vida entera. La crisis económica que nos dibujan los Medios es tan solo una situación, pasajera o no, que tal vez nos haga más pobres, más pesimistas, taquicárdicos. Ya no hay refugio para la crisis, ni tan siquiera en los remotos archipiélagos del Pacífico que eran, hasta hace poco, nuestras antípodas existenciales. En la Melanesia, justo al otro lado del planeta. Sin epidemias ni hambrunas. La vida básica y natural de los mercados en cada aldea. A la sombra de los cocoteros, junto a los que emergen restos de buques hundidos en la II Guerra mundial. Aquella guerra pasó muy cerca de estas islas hasta entonces ocultas. Pero ahora ya no es la Guerra mundial. Ahora es el arrollador avance del “desarrollo”. El violento aterrizaje del “progreso”, con la alteración virulenta del modelo de vida sosegado. El lugar que decían que era “el más feliz del mundo”. Donde todavía no hay mejor regalo para homenajear a un amigo que un buen puerco de pura raza.
He recorrido varias islas del archipiélago: Pentecostés, Malekula, Espíritu Santo… qué hermosos topónimos. De origen volcánico, sus montañas están pobladas de junglas y rodeas de playas de fina arena. Una de las que más me ha impresionado ha sido la isla de Tanna, que casi he recorrido entera a pie. El volcán Mount Yasur se abre sobre la tierra expulsando lava continuamente. Algunas de sus aldeas están siendo celosas con la conservación de su tipo de vida tradicional. Se conocen como kastom (del inglés custom, costumbre) y en ellas están prohibidos los inventos modernos. Los hombres usan kotekas, un fetiche de larga y ahuecada calabaza que se insertan en el pene, y que van meneado por toda la aldea, altivamente y con pausado vaivén. Así, bien envainados, los “estuches peneanos” sirven de protección contra los espíritus malignos. Tal vez esa es una de sus claves para protegerse contra las crisis, contra los bruscos cambios del devenir. Mantener algunas tradiciones como esta. Cosa de sabios. Y no hay más que comparar la sonrisa de orgullo, esgrimiendo su alargada calabaza, al codearse con los jóvenes que llegan a la aldea vestidos con los jeans, luciendo gorras de beisbol, y con el último modelo de celular vendido por Vodafone.
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Mis amigos de la isla de Efate |