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miércoles, 22 de febrero de 1989

El sueño de Canaima

Camino de Santa Elena de Uairén  
 
Siempre he soñado con volver a recorrer los Llanos del Apure durante jornadas. Y al final de cada día, escuchar el lamento de los joropos adormecido al vaivén de la hamaca. Continúo soñando y me dirijo al sur, más allá del Orinoco, para perderme por las selvas de Canaima. En mi sueño viajo de Kavanayén a Monte Roraima, de las brumas del Salto Ángel hasta llegar a los tepui más negros y gigantescos de esas tierras profundas de Venezuela.
 

jueves, 2 de febrero de 1989

Caracas fue una fiesta

Caracas, Venezuela

 

La ruta debe seguir su rumbo y los momentos entrañables de contacto con la gente de los lugares que vamos visitando, dan paso a jornadas de conducción sobre pistas y caminos. Viene ahora un tramo de carreteras del litoral oeste venezolano: Maracaibo, Coro, Maracay. En tres jornadas más nos plantaremos en las avenidas de Caracas, siempre atestadas de tráfico. Nada más entrar en este nuevo país, recibimos una grata sorpresa: el litro de gasolina tiene aquí el increíble precio de 1,3 bolívares (¡menos de 5 pesetas al cambio!). Una buena noticia para nuestra ajustada economía. Parecería que esta circunstancia diera nuevos bríos a los motores, que cruzan veloces el gigantesco puente General Urdaneta, atravesando el lago de Maracaibo, una de las grandes regiones petrolíferas del país. La red vial principal venezolana es comparativamente buena, aunque en aquellos días los coletazos del huracán Gilberto, y el trasiego de grandes camiones, nos obligarán a manejar con la máxima precaución.

En Maracaibo no podemos dejar de recalar en el Centro Galego de la ciudad. Bien es conocida la existencia de una numerosa colonia de gallegos, y también de canarios, así como de muchos otros paisanos de diversas regiones españolas. Emigraron hace décadas y viven ahora en este país, sobrellevando la nostalgia. Estos centros y casas regionales, aquí y en tantos otros lugares a lo largo de Venezuela, y en muchos otros países latinoamericanos, constituyen un buen lugar donde acercarse y tomar unos vinos, mientras se escuchan las historias de los compatriotas y las difíciles trayectorias que han tenido que vivir. De manera que la llegada de las dos motocicletas con matrícula madrileña iba a llamar la atención de la gente congregada allí aquel domingo. No tardaremos en rodearnos amigablemente de varias decenas de parroquianos, que nos abordan con preguntas sobre el largo viaje que estamos haciendo. Al rato, damos ya rienda suelta a nuestro relato en uno de los bares del Centro y pronto nos sentiremos bien a gusto, probando la paella, los calamares y las diferentes tapas que no paran de preparar los cocineros. Por eso, al final de la tarde, el calor de nuestros amigos gallegos nos hace sentirnos casi como héroes mimados, y acaban por proponernos quedarnos a dormir allí mismo, en algunas habitaciones habilitadas de que disponen.

“¡Qué vida Galicia y que viva Venezuela, coño! —va diciendo a voz en grito el presidente del Centro Galego, cuando ya la mezcla de orujo y de ron empieza a animar la euforia. —Y vosotros os quedáis aquí hasta que os salga de los mismos cojones, carallo, porque ni Ribeiro ni pulpo os habrá de faltar”—. 

Pese al orujo y al Ribeiro, pudimos continuar en dirección a Caracas, a donde llegamos por una rápida autopista muy transitada. De inmediato, la capital de Venezuela sorprende por su contraste entre los modernos edificios del centro y las densas barriadas marginales que circundan la ciudad. Forman un anillo de tugurios alrededor de los rascacielos. Como un gigantesco coso de chabolas, que aquí llaman “ranchitos”. Las agudas diferencias sociales, también muy acusadas en los demás países que iremos recorriendo, nos resultan más sangrantes, si cabe, en este nuevo escenario al que llegamos. Pudiera pensarse que la riqueza petrolera hace del país un lugar de clases medias y que gozan de un buen nivel de vida, pero esa suposición se derrumba rápidamente, tan solo con alejarse unos metros de los barrios más céntricos. La bonanza beneficia sólo en algunos sectores, detrás de los cuales arranca el paisaje descorazonador de los suburbios sumidos en la miseria.

Circulando por las calles y avenidas caóticas de Caracas, también nos pilla de sorpresa la prohibición que existe para conducir en moto con “parrillero” (acompañante), medida que no nos afecta, porque ya los equipajes ocupan la parte trasera de nuestras máquinas. Pero que sirve de toque de atención a propósito de la situación de inseguridad que se respira en el lugar. Según nos cuentan, buena parte de los atracos se cometen empleando el vehículo de dos ruedas como medio, lo que lleva a la policía a extremar este tipo de soluciones que tan extrañas nos resultan. Incluso hemos visto que en Colombia la prohibición se extendía también al porte de casco integral, lo que absurdamente nos obliga a despojarnos de esta protección, al menos en algunas ciudades, con el enorme riesgo que eso conlleva. Aunque bien es verdad que, en ningún caso, los agentes ponen objeción alguna a que no hagamos ni caso a la norma. Por cierto, que pese a los augurios que nos prevenían sobre policías corruptos, “mordidas” en la vía, y toda suerte de chantajes y abusos a los que nos habrían de someter los guardias en cada lugar, lo cierto es que se contarán con los dedos de una mano, las situaciones de este tipo que tendremos que aguantar. “Colabórenme para la gaseosita” —O divertidas expresiones como esta. Sólo en escasas ocasiones, algún que otro policía en carretera hace su discreta insinuación. Y nunca pasa nada si se acaba rechazando cordialmente. Por lo general, podremos gozar de una actitud correcta, o incluso amigable, en la mayoría de los continuos controles y encuentros con los policías o militares de cada país visitado. En este sentido, ¡qué diferente es América comparado con África! 

Llegó la Navidad y con ella, la amable invitación, esta vez del presidente del Centro Asturiano. Nos animaba a pasar esa noche especial al calor de los paisanos. Ni que decir que ninguno tenía ropa para la ocasión, por lo que cada cuál hizo lo que pudo por verse decente, incluso con ropas coloridas y botas. En realidad, en el equipaje no había mucho que elegir, dado el poco espacio. Y el material disponible no era en absoluto elegante como para una celebración que quería ser solemne. Pero igualmente, esa noche bebimos y bailamos desmadradamente. Sobre todo, consumíamos el potente ron Santa Teresa. Estábamos agradecidos de veras, pero también ansiábamos desconectar del eterno ajetreo del viaje. Tuvieron la deferencia de asignarnos una mesita redonda, justo sobre la pista de baile. Cenamos y seguimos bebiendo, hasta que la orquesta comenzó a poner énfasis en la salsa. Ahí ya sí nos arrancamos, al más puro estilo de macarra de discoteca. Nos integramos en el corro de las chicas, danzamos con todas. Apareció un camarero con una espléndida caja de puros abierta, y caímos sobre él, agarrando los tabacos a dos manos, con ansias desmesuradas de fumarnos un buen Coiba. O dos o tres. Y siguió el baile, y la comida, sin control. El flirteo con las lindas muchachas, para alarma de sus padres allí presentes. En realidad, bailamos animadamente con todas las señoras que se cruzaron por delante. Hasta bien entrada la noche, en que decidimos aprovechar una pausa de la orquesta para salir por la puerta de atrás. Estábamos bastante borrachines para despedirnos correctamente ante toda aquella gente. Ellos tan formales en una noche así y nosotros un poco superados. Ya volveríamos. La rumba continuaba hasta el amanecer por calles y antros de Caracas. Desbocados, exudando la tensión y el cansancio acumulados en tantos días de viaje, Caracas era una fiesta y nos sentíamos eufóricos.

La noche fue intensa. Al día siguiente dormíamos un profundo guayabo, cuando sonó el teléfono del cuarto de la pensión que ocupábamos. Timbró en varias ocasiones, hasta que alcé el auricular. Al otro lado de la línea se escuchaba la voz, fuera de sí, del honorable presidente del Centro regional: “Que si éramos unos desvergonzados, que si habíamos escandalizado a todo el mundo con aquellos “bailes lascivos”; que si no habíamos dejado de acosar hasta las señoras de más edad; que si habíamos arrasado con los puros… En pocas palabras, nos puso a caldo. Hasta de antipatriotas nos trató. —¡Son ustedes unos impresentables! —gritó. Y añadió, por último, que de inmediato nos hacía llegar la cuenta de todo aquel desaguisado. Nos acabó saliendo cara la noche de parranda, que ingenuamente habíamos pensado que era una hermosa deferencia de nuestros paisanos hacia los jóvenes viajeros. Debo decir que este episodio —un malentendido, una descarga de cansancio—, no nos disuadirá un ápice de repetir la visita a otros centros de emigrantes que encontraremos posteriormente en Bahía, en La Paz y en diversas otras ciudades del continente. Ya un poco más calmados y formales. Al fin y al cabo, estos momentos de vuelta al ambiente familiar, resultan siempre reparadores a mitad del largo camino.