La pequeña
república centroamericana ha puesto fin a doce años de guerra civil. Se
abre ahora para el pueblo salvadoreño un periodo de paz donde todos deberán
aunar esfuerzos para reconstruir el país y combatir las difíciles condiciones
actuales.
Llegué a El Salvador por primera vez durante
1987, en plena guerra civil. Al recorrer la carretera costera que une la vecina
Guatemala con la capital, San Salvador, encontrabas soldados con cara de niño que se aferraban
a sus fusiles. Estaban apostados cada 200
metros, soportando una lluvia fina e incesante. Eran tiempos muy duros en los que la guerrilla del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional
–FMLN– no cesaba de asestar golpes contra las unidades de un ejército
magníficamente armado pero incapaz de contener las continuas incursiones de los
insurgentes. La torpeza y el
salvajismo de los mandos y de los grupos paramilitares habían llevado a algunos
batallones a perpetrar asesinatos y matanzas de civiles, terminando por teñir
el conflicto salvadoreño de una crueldad extrema. Nadie hubiera podido predecir
que a la desgracia del pueblo salvadoreño se iba a sumar, ahora, un castigo igualmente doloroso y destructivo: el violento terremoto que sacudió el país una madrugada de octubre de 1986.
San Salvador ofrecía entonces un triste
panorama de edificios derruidos, de calles levantadas y escombros amontonados. El
temblor de tierra registrado hacía unas semanas había sepultado 10.000 vidas, y la ciudad estaba sumida en una neblina gris que acentuaba la desolación. Recuerdo que, de camino hacia el centro, superados los
últimos suburbios, un escalofrío me recorrió al encontrarme de frente
con una construcción de cuatro plantas, desplomada una sobre otra. En lo que
quedaba de fachada colgaba un letrero oxidado en el que todavía podía leerse: “Hospital de niños”. El amasijo de vigas quebradas y escombros permitía imaginar el horror que debió sufrirse allí dentro segundos
después de producirse el seísmo.
Resultaba penoso asimilar que este pequeño
país pudiera soportar tantas desgracias juntas. Era fácil caer en el abatimiento. Horas después de la llegada a la
capital, me alojé en una modesta pensión cercana a la plaza de la catedral,
mis pensamientos me fueron sumiendo en el desánimo, obligándome a salir a las
calles a pasear entre las ruinas y los centenares de vendedores ambulantes que,
a gritos, pugnaban por combatir su miseria vendiendo los más diversos
artículos. Fue entonces cuando, algunas cuadras
más allá, al doblar una esquina y como si de una aparición se tratase, me
sobrevino una visión que desde siempre llevo ya asociada a mi concepción del
mundo latinoamericano: en una gran explanada, decenas de parejas bailaban
avivadamente al son de unas guitarras. Grupos de jóvenes compartían tacos de
chicharrón entre trago y trago de aguardiente, sin parar de reír. Al pie de una
noria ardía una hoguera, alrededor de la cual se mezclaban las conversaciones
animadas, los chistes, las carcajadas. Niños descalzos corrían por todas partes
jugando con guirnaldas y papeles de colores, y no faltaba el estallido de
inocentes petardos, cuyo olor a pólvora era lo único que, en este espectáculo
de diversión, hacía recordar que era aquél un pueblo asolado por la guerra y el
desastre.

Aquel día descubrí la verdadera alma de los salvadoreños, uno de los pueblos más alegres y laboriosos a los que el destino y los intereses estratégicos y económicos de las grandes potencias, ha obligado a pasar la más amarga página de su historia.