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viernes, 11 de octubre de 2002

Horror

 

Freetown, Sierra Leona. 2002

Horror

 Freetown, Sierra Leona. 2002

 ¿Cabe concebir tanta maldad en una mente humana? Varias mujeres tenían un miembro amputado, algunas los dos. En las más ancianas el corte era a la altura de las muñecas, y de vez en cuando se cruzaba algún niño con un bracito brutalmente cercenado. Chavales sin manos, otros sin pierna, apoyados en muletas de palo.

¿Por qué tanta depravación?, ¿de dónde le sale al malvado esa mala saña?, ¿Qué tiene en la cabeza el sanguinario bárbaro que es capaz de algo así? No he estado presente en ningún conflicto donde esta horrible práctica fuera tan recurrida. La mutilación se convirtió en seña bestial de la guerra, en uno de los países más pobres del mundo y con las tasas de mortalidad infantil más altas. Aquí, en Freetown, estuve varios días visitando el campamento de Médicos sin Fronteras. Quería conocer cómo afrontaban mis compañeros un reto más, entre tantos conflictos con los que lidiábamos por todo el mundo, pero aquello superaba cualquiera de mis experiencias anteriores. Era la máxima expresión de brutalidad de la que yo había sido testigo nunca. Lo cierto es que las razias de esos desalmados —las más de las veces menores forzados por sus jefes a realizar estas atrocidades—, se impusieron cruelmente en los asaltos a las aldeas que caían en manos de la guerrilla. Cientos de niños fueron secuestrados y convertidos en salvajes combatientes en un ambiente de drogas, violencia y castigos.

El Frente Revolucionario Unido (RUF), la tropa liderada por Foday Sankoh, generalizó está práctica abominable, sobre todo a partir de 1995. Una “herramienta de control” que provocaba gran terror entre la población. Hubo más de 3.000 víctimas, muchas de las cuales se hacinaban ahora allí, en ese campamento de la capital donde la gente mostraba su miedo y su desesperación a lo largo de callejas de chozas. Decenas de heridos de bala o machete llegaban al hospital en carretillas, a hombros o en brazos, con las heridas infectadas. Estudiantes de medicina operaban sin anestesia en un pequeño cuartucho cubierto de charcos de sangre. Los gritos de los heridos se escuchaban a centenares de metros, con el espanto clavado en sus ojos. Y en los míos. Mostraban manos a punto de desprenderse de las muñecas o muñones de los que habían desaparecido los dedos arrancados con tajos de hacha o machete.

La guerrilla sierraleonesa inició el asalto de Freetown el 6 de enero de 1999, ocupando casi todo su casco urbano y destruyendo centenares de casas. En las semanas anteriores había avanzado por todo el país, aterrorizando a la población civil y provocando su desplazamiento masivo. La batalla de Freetown duró dos semanas y la lucha encarnizada calle por calle sembró la ciudad con más 7.000 cadáveres. Son incontables los civiles que sufrieron terribles amputaciones o fueron ejecutados sumariamente.

Con el tiempo, el RUF fue perdiendo espacio. Poco a poco, esos niños combatientes que actuaban con órdenes tajantes y bajo los efectos de las drogas, lograron dejar las armas y comenzaron su desintoxicación de la violencia en algunos programas de rehabilitación. En diciembre de 2000, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptaba una resolución que limitaba la responsabilidad penal de los niños soldados. Finalmente, la guerra terminaría a principios de 2002 y gran cantidad de armas fueron destruidas en una gran hoguera. La paz llegaba después de once años de barbarie y destrucción.

Los fuertes intereses económicos surgidos del negocio de los diamantes constituían la principal causa del conflicto: la pugna fue por el control de las riquísimas minas de materiales preciosos. Qué dramática ironía, uno de los países más pobres del mundo albergaba algunos de los minerales más valiosos, víctimas y verdugos de una de las luchas armadas más despiadadas. Ciertas organizaciones humanitarias (Handicap International, por ejemplo) desarrollaron talleres de prótesis y otras herramientas, para paliar en lo posible el daño de tantas víctimas. Colocaron decenas de ortopedias y aparatos, en un empeño por aminorar las graves lesiones y sus consecuencias en el día a día después. Los lisiados habían sufrido más que el resto de la población. Muchos campesinos sufrieron la pérdida una o las dos manos y vivían desesperados en este campamento del centro de la ciudad. Algunos salían a las calles a mendigar, y la mayoría se convirtieron en indigentes para siempre. De esta manera tremenda se escarmentaba a la población y se expandía el terror que expulsaba a la gente de las aldeas de la primera línea. Todo en la guerra resulta cruel y absurdo, pero hay cosas que exceden mi capacidad de sobrecogimiento. No podré olvidar esta experiencia horrible en el albergue de amputados de MSF en Sierra Leona, pero sin duda alivió mi impresión el admirable trabajo del personal sanitario en aquellas condiciones tan duras.