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Atuendo de autostopista desesperado: pañuelo en la cabeza, una barra de pan bajo el jersey
a modo de protuberantes pechos y oscilar con salero un poquito las caderas, especialmente
al paso de los camiones |
En algún lugar
de las carreteras de Suecia. 26 de julio de 1980
¿Alguien se
acuerda del autostop? Remotamente, ¿verdad? Hasta es posible que a las nuevas
generaciones les resulte extraño conocer que, en otros tiempos, podías viajar
gratis, gracias a la buena voluntad de algunos conductores. Era un recurso normal
asomarse a la carretera y esperar que te llevara cualquier vehículo entre los
que pasaran. Sin protocolo alguno. Antes o después, te acercaban generosamente a
tu destino, sin más formalidad. Estaba convenido que, si ponías a la vista la
mano con el pulgar hacia arriba, estabas pidiendo que te subieran. Una manera
fácil y barata de viajar. Incluso divertida, la mayoría de las veces. Creo que
ya casi nadie se mueve así, a no ser en casos excepcionales. Por desgracia, con
los años fue cundiendo la idea de que el autostop podía resultar peligroso,
tanto para el que conduce, como para el amablemente transportado. Que si robos,
que si violaciones, todo tipo de gente indeseable al acecho. Mucha exageración,
desde luego. ¡El que quiera moverse que se pague un taxi, carajo! Lo cierto es
que el mundo se nos ha acabado haciendo pequeño en su corazón, y lo que era una
magnífica herramienta de convivencia, se nos fue al garete sin darnos casi
cuenta.
Yo era de
los que recorrieron mucho mundo en autostop: España entera, con numerosos itinerarios.
Toda Europa, de sur a norte. Incluso Marruecos. Después, cuando dispuse de
coche, obviamente actué en consecuencia y acostumbré a parar a viajeros que lo
requerían. Hacía como todos, escaneaba en segundos al personaje en la carretera
y, si superaba unos aparentes límites de buena pinta, frenaba y lo llevaba
encantado. Fueron mínimas las malas experiencias (tengo en mi memoria un tipo
melenudo que olía muy mal), frente a múltiples encuentros cordiales: apoyos a
jóvenes mochileros, trabajadores acudiendo a remotos lugares de empleo, etc. Gente
escasa de recursos económicos, por lo general. Recuerdo que mi última vez ha
sido hace bien poco: en medio de la soledad de los campos de tabaco que
atraviesa la carretera de Rosalejo (Cáceres), un anciano magrebí pedía ayuda
para movilizarse. Sin autobuses y demasiado mayor como para una larga caminata.
No lo dudé y colaboré al viejo para cubrir apenas 16 km, en los que no abrió la
boca. No sé cuánto habría tenido que permanecer esperando. Quizás la gente del
lugar recurra al autostop, pero yo nunca lo he visto. No obstante, sentí
satisfacción al hacerlo. Al bajar, se deshizo en expresiones árabes de
gratitud. Por el retrovisor, vi a aquel hombre encorvado entrar en un humilde cobertizo,
al reencuentro de su familia.
El siguiente
párrafo es una muestra de los tiempos pasados: he extraído del texto de una
vieja libreta de apuntes, el modo en que me fui desplazando un fin de semana de
excursión por La Mancha. Todo el trayecto en autostop, durante dos días que se
resumen aquí de modo dinámico. En solitario y apenas con un morral por equipaje:
Metro hasta
Legazpi / autobús fuera 10 km de la ciudad / 1:30 h. en la carretera de
Andalucía / un mini me lleva a Pinto, 10 km / a los 10 minutos una pareja hasta
Quintanar de la Orden, a 110 km / En 15´ ya estoy en El Toboso / 9 km a Campo
de Criptana / sigo a pie / a 3 km me recoge un joven en moto / luego seguí
andando otros 6 km / un camión acaba el recorrido / un joven me saca en su moto
a unos 3 km del pueblo / con unos jóvenes en sus motillas vamos a Alcázar de
San Juan / al día siguiente recogida inmediata a Tomelloso, 32 km / tampoco fue
difícil llegar a Argamasilla de Alba, a 10 km / me llevan a las Lagunas de Ruidera
/ vuelta al pueblo, espera de 20´, no pasa nadie / hasta que alcanzo Manzanares
/ En la N-IV, a los 20 minutos, recogido por una chica que me dejó directamente
en mi casa de Madrid. (13 y 14 de mayo de 1978):
Impresiona
verlo así, telegráficamente. A mis 17 años, con dificultad hubiera costeado esa
hermosa gira que realicé por las llanuras manchegas, si no fuera abaratando al
máximo los transportes en ruta. De pueblo en pueblo, sin problemas. Charlando,
recibiendo consejos y aprendiendo cosas sobre la región. Además, los desplazamientos
eran rápidos, con lo cual se conquistaba un tiempo precioso para pasear sin
prisas por El Toboso, o Campo de Criptana y sus molinos.
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De arriba abajo, Gonzalo, Víctor, Alfonso y Pablo, en Goteborg
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Un par de
años después, en verano, nos animamos cuatro amigos, a trazar un itinerario en
autostop por Europa Occidental. Eso ya eran palabras mayores. Convenimos ir formando,
consecutivamente, grupos de dos, y nos íbamos citando en lugares clave del
continente: París, Ámsterdam, Copenhague. En un mes, llegamos hasta Trondheim
(Noruega), ya acercándonos al Círculo Polar Ártico. En trayectos más largos o
más cortos, pero siempre en autostop. Cada uno con su buena mochila de arneses,
acumulando ropa sucia. De allí, emprendimos ruta de vuelta. Comíamos muy
básicamente, tras compras austeras en los supermercados que aparecían por el derrotero.
Durmiendo en parques y estaciones de tren. Recuerdo, ya retornando, la última y
alocada noche en los voladizos de La Concha donostiarra, junto a los vagabundos
locales. También alguna trifulca con policías de turno. Pero, sobre todo, la
agilidad con que nos movimos por el continente. Siendo cuatro, sin apenas
presupuesto, y con su buena mochila cada uno.
Donde más
dificultades tuvimos para movernos fue en Escandinavia ¿Quién nos iba a decir
que Noruega y Suecia se mostrarían de los más insolidarios, a la hora de
recoger jóvenes que viajaban por Europa con escaso presupuesto?, ¿Tal aspecto
greñudo mostrábamos ya, a esas alturas de viaje? Lo cierto es que habíamos
tardado más de cuatro días en cubrir los 600 km que median entre Skien y Trondheim,
hacia el norte. Incluso el rumbo que fuimos tomando hacia el este, por tierras
de Suecia, resultaría todavía más desesperante, si cabe. Las horas transcurrían
aburridas en las orillas de carreteras principales, hiciera frío, lluvia o sol
abrasador. Pero por aquí ningún dichoso conductor se apiadó de nuestra
condición de viajeros mochileros. El autostop podía ser una buena manera de
moverte por el mundo cuando no había un duro en el bolsillo… O no. Según qué
regiones. Pero no por menesterosos íbamos a dejar de seguir explorando
territorios cercanos y lejanos.
El caso es que ya desde estas latitudes se va imponiendo enfilar el regreso a
casa, porque el presupuesto estaba en números rojos. Puedes viajar aprovechando
la generosidad de otros, vale. Incluso dormir de parque en parque, o en las estaciones
de tren, cuando aprieta el frío. Pero comer se complica un poco más y, en
verdad, ir de gorra acaba resultando un engorro y, además, una manera de pasar
hambre canina. Era penosa la lentitud al moverse por estos lugares si, como
nosotros, no había más remedio que azuzar el dedo y esperar en la cuneta a dar con
los escasos buenos corazones que iban al volante. Tan es así, que recurríamos a
estratagemas desesperadas. Por ejemplo, en ocasiones se colocaba uno un pañuelo
en la cabeza y una barra de pan bajo el jersey, a modo de protuberantes pechos.
Era cuestión de oscilar con salero un poquito las caderas, especialmente al
paso de los camiones. A veces funcionaba, pero se pasaba mucha vergüenza.
Finalmente,
apareció en ruta una vía férrea que recorrimos hasta la estación próxima. Con
el primer tren, optamos por subirnos sin billete, lo que al rato provocó el
esperable incidente con el revisor. Tras minutos de discusión éste,
desesperado, nos dejó por imposibles. Habíamos acordado permanecer tercamente
aferrados a nuestra negativa a gastar una sola corona. Con aquel tren, en unas
tres horas estaríamos en Göteborg y sin desembolsar un duro. Estábamos
eufóricos logrando desatascar nuestro viaje y, además, hacerlo de aquella
manera tan confortable. El vagón era calentito y marchaba a toda velocidad. Al
extremo del mismo había un cuarto de baño mínimo por el que fuimos desfilando
para completar un buen aseo en su lavabo. Ya en la ciudad sueca buscaríamos
algún parque donde esconder el equipaje hasta la noche, y salir al
descubrimiento de cada nuevo lugar interesante.
Pero al llegar a la estación
final, cuál fue nuestra sorpresa al comprobar que varios policías nos estaban
esperando en el mismo andén. A pie de vagón. Según bajamos, con sus porras
amenazantes, fueron señalando la salida. Con muy mala leche, nos impidieron
permanecer en aquel lugar, lo que significaba dejarnos irreparablemente en el
túnel de acceso al ferry a Dinamarca. En definitiva, nos estaban expulsando de
Suecia. Sin más dilación. Por listillos. Imponderables de viajar por la cara.