Mostrando entradas con la etiqueta Liberia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Liberia. Mostrar todas las entradas

jueves, 18 de diciembre de 1997

Siempre tus ojos

Beni
Conocí a Beni, un niño liberiano de nueve años, cuando estaba ya muy débil. Lo buscaba entre los pequeños del Centro Nutricional de Colila y solía encontrarlo tumbado sobre su esterilla o en un rincón del cuarto. Al verme intentaba levantarse con esfuerzo. Creo que llegamos a establecer una buena relación.

Sus ojos grandes me seguían con la mirada, todavía los llevo clavados. También recuerdo su voz, era como un susurro, pero transmitía un tono leve de esperanza. Había momentos en los que era capaz de sonreír, entonces, su rostro cobraba una expresión más vital dando un nuevo brillo a sus ojos. Beni estaba condenado a una vida de miseria por la brutalidad de unos pocos y la indiferencia de la mayoría. Pienso a menudo en él, como un símbolo de tantos niños que están en la encrucijada entre la vida y la muerte.

Estuve dos meses visitando casi a diario aquel centro nutricional, situado en una aldea del interior del país que había sufrido el paso de la guerra. Después me marché de Liberia y ya no volví a saber de Beni. Pasado un largo tiempo, las enfermeras que solían atenderle no supieron darme más información. No sé si salió del centro sano y recuperado o fue incapaz de superar la tuberculosis y la desnutrición. Confío en que lograra sobrevivir, escapándose a la cruel estadística de la mortalidad infantil en los países en conflicto. Quién sabe si a lo mejor, sano y sonriente, se acuerda alguna vez de mí. Ojalá el destino haya querido darle una tregua.

Muchas veces me vuelven al corazón los ojos de Beni. Y su mirada me hace preguntas a las que, conociendo la respuesta, no encuentro manera de contestar. 


La geografía del hambre

Acabo de recorrer la geografía del hambre. Durante tres semanas he seguido al doctor Mike Golden, de la Universidad de Aberdeen, grabando imágenes para su proyecto de formación médica. Nuestra misión nos ha llevado a entrar en barriadas al sur y al norte de Mogadiscio. También hemos visitado la población de Gbarnga en Liberia y los campamentos de Gulú y Kitgum en Uganda; para acabar en los asentamientos de la periferia de Bujumbura en Burundi. En definitiva, hemos viajado siguiendo el mapa de las hambrunas en el mundo de hoy.

«Hambruna» es una palabra cruel. Define esas manifestaciones extremas que condenan al sufrimiento por inanición a pueblos que, en ocasiones, gozaban de prosperidad años o meses atrás. Son situaciones puntuales que provoca la guerra o una catástrofe natural. Las hambrunas golpean de manera atroz y diezman poblaciones y regiones enteras, en determinadas regiones del planeta.

Nunca he podido acostumbrarme y cuando piso uno de estos territorios infernales azotados por el hambre, siempre me acaba sucediendo lo mismo. Entre la multitud de niños famélicos, sumido en la marea sofocante de calor, descubro siempre a ese niño cuyos ojos asustados se clavan en mí. No sé por qué, pero su mirada se singulariza de manera especial entre decenas de expresiones de dolor. Entonces, un escalofrío me recorre el cuerpo: «esa mirada ya la he visto antes en otro sitio» me digo.

Al instante, recuerdo a Beni, el niño liberiano al que acompañé durante dos meses en la desolada aldea de Gbarnga. También a Liza, la pequeña que tuve en los brazos en la visita a los campos del sur de Burundi, meses atrás. O a Benzú, el niño del campamento de Mogasdicio… 

Siempre son los mismos ojos, la misma mirada que penetra el alma como un cuchillo afilado y nunca me abandona. Ojos de tristeza infinita que miran agotados sin suplicar nada, pero interrogándome sobre el porqué de tanta injusticia truncando sus cortas vidas.


jueves, 6 de febrero de 1997

No hay guerra sin sangre


En febrero de 1997, la guerra en Liberia me llevó a encontrarme con una terrible situación de hambruna en una de las regiones del interior del país. No era la primera vez para mí, por desgracia. Pero uno jamás se acostumbra a estos episodios. En aquellos días, el conflicto azotaba con dureza al país africano de un extremo a otro. Apenas una serie de treguas endebles permitían poner en marcha operaciones de ayuda humanitaria muy puntuales, y dirigidas hacia los núcleos más críticos que podíamos identificar. Eran momentos en los que no se podía bajar la guardia.

Fuerzas del LURD (Liberians United for Reconciliation and Democracy) habían tenido secuestrado el pueblo de Gbanga durante meses, utilizando a civiles indefensos como arma de guerra. Ahora, por fin, se retiraban e íbamos a poder llegar hasta buena parte de aquellas víctimas atrapadas. Éramos los primeros en poder hacerlo. Imaginen la plaza del pueblo, un cuadrado polvoriento de casas de adobe y palma. En su centro, bajo una carpa que habíamos instalado tratando de protegernos del sol, arremolinadas y en silencio, se concentraban decenas de madres con su niño en volandas o de la mano. Todo estaba tan reciente que todavía humean algunos techados. El sometimiento había sido feroz y había agotado a toda la población, cebándose ―como siempre― en los niños y sus jóvenes madres. los adultos se buscaban unos a los otros, confiando encontrarse con vida. Pero lo cierto es que apenas quedaban hombres en esta confusa aglomeración.

Nuestro equipo se había puesto a funcionar inmediatamente, cada uno en su cometido. Todos estabamos bien entrenados. Organizado rápidamente el triaje, el tumulto, poco a poco, se fue transformando en una hilera de madres y niños más o menos ordenada. Había que ir deprisa. Pero identificar son los casos más gravemente desnutridos no es tarea fácil, pese al aspecto de los pequeños. ¡Desesperante! Había que tallar y pesar a todos esos chiquillos famélicos. Uno tras otro. A los que pueden caminar, además, se les medía con una cinta el perímetro braquial, que en gran parte de los casos no superaba los 11 centímetros. La cinta se colocaba a la altura del bíceps, que en estos chavales no era más que el húmero recubierto de pellejo. Dos de cada tres casos presentan una situación extrema. Leila, la enfermera argelina, me informaba de que varios bebés habían llegado muertos al control. Pese a ello, las madres hacían fila calladas y sin lágrimas. Cuando se les comunicaba el fallecimiento del niño, abandonan la fila en silencio, ocultando la tristeza inmensa que sufrían o quizás la rabia o, probablemente, ambas cosas.

Leila en la misión de Gbanga

Seguía llegando gente al improvisado campamento de Gbanga. Seguían acercándose mujeres con sus hijos en brazos o a rastras. ¿Qué podíamos hacer? Los suministros iban a tardar, si antes no los saqueaban por el camino los grupos descontrolados de fighters. Nosotros eramos apenas una avanzadilla exploratoria con medios escasos, sin embargo, no había tiempo que perder. Hay que impulsar la movilización.

En ese momento, Leila me llamó a través de la radio:

―Aló, aló. ¿Pablo, puedes venir rápido a mi posición?
―En un minuto estoy allí, Leila.
―¿Cuál es tu grupo sanguíneo? Cambio.

Al llegar junto a ella, ya lo tenía todo preparado. Sin preguntar nada, me remangó la camisa y me clavó la aguja en el antebrazo para sacarme yo no sé cuánta cantidad de sangre. Quizás medio litro. Me pareció demasiada pero no dije ni pio, mientras Leila permanecía concentrada en su cometido.

Al día siguiente no disminuyó el tumulto, ni la tensión, ni el cansancio. Habían llegado más personas que estaban ocultas en la selva. De nuevo más madres asustadas, más niños al borde de la muerte. Nosotros no habíamos descansado, pero desde el amanecer estábamos al pie del cañón. También hoy tocaba aportar una buena dosis de sangre, de eso no se libraba nadie en el equipo. Al fin y al cabo, el cuerpo la volvería a renovar. No se puede ir a la guerra y pretender no derramar una gota de sangre. Sobre todo si es para salvar la vida a un puñado de chiquillos hambrientos.

viernes, 17 de mayo de 1996