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Kuna Yala, Panamá
—“Sigan, nomás— Por fin el policía de fronteras panameño sellaba nuestros papeles —que sea un viaje plagado de venturas”—.
Menos mal que ha
acabado creándose un cierto ambiente de “solidaridad” entre los aduaneros. Al
fin y al cabo, la expectativa creada a lo largo de tantas horas de espera y la
perspectiva del fantástico viaje que tenemos por delante, ha despertado la
simpatía de las autoridades del puerto de Colón. Tras días de burocracias y
discusiones, nos van a dar finalmente el visto bueno a la documentación, ya sin
más demoras. La barrera de control se levanta para nosotros. Llenamos los
tanques de gasolina, ajustamos el cierre de los cascos, ceñimos los guantes y
respiramos hondo. Un vistazo más al mapa y, de inmediato, nos lanzamos a las
carreteras de Panamá. Siempre a velocidad prudente, probando que el equipaje
está adecuadamente instalado a la grupa, y que las motos ruedan sin mayores
contratiempos. Topo Pañeda, mi compañero de aventura, no cabe más en su gozo.
Tras toda la energía acumulada durante meses de preparativos, nos disponemos a
realizar una expedición más a lomos de nuestras pequeñas máquinas[1].
Nada más
ponernos en ruta, desde un primero momento, el viaje afronta complicaciones en
cuanto al itinerario a seguir, porque viajar de Centroamérica a Suramérica es
mucho más complejo de lo que pudiera parecer sobre los planos. La principal dificultad
se centra en cómo resolver la travesía del llamado “tapón” del Darién, un
obstáculo natural que hace casi imposible cruzar por tierra de Panamá hasta
Colombia: si miramos el mapa, observaremos que la carretera Panamericana —que
desde Alaska recorre toda América hasta Tierra de Fuego—, está interrumpida al
llegar a esta región del selvático oriente panameño. Precisamente aquí, entre
un país y otro, una cadena montañosa y selvática —a la que sucede una extensión
de ciénagas y tierras pantanosas— es, hasta hoy, prácticamente infranqueable
con un vehículo. Incluso con nuestras ligeras máquinas. La carretera de asfalto
llega hasta la localidad de Yavizá, convertida en un lodazal. Después, la ruta
se pierde entre las colinas de los primeros poblados de indios emberá. Más
allá, por delante, sólo quedan las junglas y cenagales infranqueables del
Darién, reducto de guerrillas, paracos, narcotraficantes y malandros de
toda calaña, entre los que nadie osa internarse.
Todo ello hace recomendable buscar otras alternativas para cruzar hasta Colombia. Una de ellas podía ser embarcarnos en un mercante directamente desde el puerto de Colón, a través del Caribe, hacia algún puerto colombiano. Pero es un fastidio tener que complicarnos la vida otra vez con las cuestiones aduaneras y portuarias. Por tanto, nos decidimos por otra ruta marítima más lenta, pero mucho más atrayente. La que, sin alejarse demasiado de la costa atlántica, recorre el archipiélago de San Blas, un paraíso de centenares de pequeñas islas habitadas por los indios kuna. 365 atolones, cubiertos de cocoteros, que brotan sobre las aguas azul turquesa del Caribe: Kuna Yala, el país de los kuna, pueblo autónomo apegado a sus tradiciones, y en cuyas embarcaciones a vela avanzaremos de isla en isla, hasta alcanzar la costa colombiana en cinco días.
Esa es la ruta elegida. Nos ponemos en camino. Queda atrás el puerto de Colón, junto a la entrada al Canal de Panamá. Del animado bullicio de sus últimos barrios de viviendas de madera, pasamos en apenas unos kilómetros a las colinas de la cadena del litoral, profusamente cuajadas de vegetación selvática. Como en toda la costa norte centroamericana, predomina la población de origen afro. De aquí, pasando por las ruinas coloniales de Portobello, hay que perderse por la vía a El Porvenir. Una trocha en muy mal estado que surcan escasos vehículos. Por ahí descendemos otra vez a la orilla. Desde las primeras islas, la ruta va a tener que realizarse transportando vertiginosamente las motos y equipos en canoas y, una vez en el interior del archipiélago, utilizando las embarcaciones de los kunas. Los indígenas emplean, para su comercio, pequeños botes con los que se desplazan intercambiando productos básicos. Va a resultar emocionante el zumbido de la caracola, que van haciendo sonar cada vez que zarpan hacia una próxima isla. Han acogido con plena disposición la propuesta de llevarnos a lo largo del archipiélago, con toda nuestra implementa, a condición únicamente de que colaboremos en algunas de las tareas de carga y descarga de los fardos de cocos que transportan. Nuestro periplo, lejos de comenzar con sencillez por cómodas carreteras asfaltadas, se sume ya por rutas enmarañadas. En esta primera ocasión, nada más y nada menos que saltando de isla en isla, a lo largo del apacible archipiélago costero de San Blas.
Es el paraíso de los cocoteros. Cada día, llegado el turno a bordo, nos reparten invariablemente un plato de arroz con coco. Y para beber, abrimos a machetazos algunos de los cocos que hay amontonados por todas partes. Lo más complicado resulta la siempre arriesgada operación de levantar las motos y colocarlas en el interior de cada nueva embarcación —en ocasiones ligerísimas canoas—, junto a todo el equipaje. Alzar las motos con cuidado y depositarlas en la siguiente embarcación, una y otra vez, de una isla a otra. Pero el esfuerzo vale la pena, porque el trayecto constituye para nosotros un itinerario de descubrimiento de este pueblo nativo, tan fiel a sus ritos: el fascinante mundo de los kuna, cuyas mujeres se visten con tejidos coloridos llamados “molas” y faldas anudadas a la cintura. Se adornan las orejas con aretes de oro y una argolla en la nariz. Utilizan pulseras y tobilleras de chaquiras y collares. También una pañoleta de color rojo y amarillo les cubre la cabeza, cada vez que salen de sus cabañas de caña.
La isla de Sasardi, la de Nabagandi, la de Mamitupo… cinco días y cuatro noches de navegación hasta Mulatupo, el último asentamiento kuna, a lo largo del archipiélago. Nos rodea el deslumbrante esplendor del Caribe, aguas cristalinas e intensamente azules en el horizonte, entre las que sobresalen los pequeños atolones de penachos de cocoteros. Cada noche en una isla distinta, pidiendo respetuosamente al shaila, el jefe del poblado, permiso para colgar las hamacas en alguna cabaña que nos sea asignada, y asistiendo a los solemnes rituales de cánticos que celebran al anochecer en la casa comunitaria.
—“Nada hay más importante para nosotros que el cuidado de nuestra cultura ancestral”—, me dijo una noche el shaila de la isla de Mamitupo, poco después de autorizar nuestro desembarco. —“Por encima del dinero rápido que pueda proporcionarnos el desarrollo que tratan de imponernos desde la capital, queremos ante todo seguir manteniendo la principal riqueza que tenemos: nuestras tradiciones y nuestra cultura.”—. Frases que resumen la sabiduría de un pueblo cuyo espíritu conservacionista, celosamente guardado por los jefes kuna, ha convertido al archipiélago de San Blas en uno de los lugares más extraordinarios del universo latinoamericano.
Desde aquí, para pisar tierra colombiana, solo nos queda cruzar las aguas agitadas del cabo Tiburón. Pero la siguiente canoa en la que hay que embarcarse, es esta vez mucho más ligera, y se mecerá peligrosamente durante toda la arriesgada maniobra. Todos a una: uno, dos, tres, y alzar entre varias personas cada moto y depositarla con precaución al interior de la piragua. Maniobras estas que nos permiten, siempre, buscar soluciones para sortear cualquier obstáculo que se presente en el viaje. Aunque en más de una ocasión —como ahora—, tengamos que hacerlo en vilo y conteniendo la respiración. Va a ser esta última travesía, la del sector de cabo Tiburón, la más difícil, porque en mar abierto el oleaje es mayor, y las olas nos balancean amenazadoramente. Pero no queda otro remedio que “tirar para adelante”, aunque sea agarrándonos temerosos en el interior de la frágil canoa, asustados por el riesgo de perder todo nuestro equipaje en caso de zozobrar. Y no tanto por el peligro de los escualos que andan al acecho en las aguas tenebrosas de cabo Tiburón
[1] Hondas 200 XL