viernes, 7 de junio de 1985

Ssssss... silencio, se duerme

... los raidistas descansan en ruta:

Amaneciendo en el desierto peruano
Despertar en el parque Rivadavia, Caballito (Buenos Aires), frente a la Escuela Pública nº 3

miércoles, 22 de mayo de 1985

Enrolados en el ejército paraguayo

Fortín Villazón es un puesto militar perdido en el Gran Chaco más remoto, justo a tres kilómetros de la frontera boliviana. Está situado en algún lugar de una vastísima extensión que se conoce como «El silencio».

Una veintena de soldados guaraníes, a las órdenes de su sargento —el del sombrero, a la izquierda en la foto—, pasan las jornadas aislados y en absoluta soledad. Tal ha sido su sorpresa al vernos aparecer, que hemos sido inmediatamente retenidos y recluidos allí, hasta recabarse mayor información. Nuestra liberación tardará todavía tres largos días en llegar. Por ello, no hay que extrañarse de que hayamos acabando haciendo buenas migas y no tardemos en convertirnos en parte del marcial grupo.

sábado, 18 de mayo de 1985

Donde mataron al 'Che'

La región boliviana de Camiri fue una trampa de barro y arena, en nuestra desesperación por encontrar alguna ruta que nos llevara hasta la frontera de Paraguay. Perdidos por las confusas sendas de arena del bosque del Chaco, acabamos encallados, rodeados de aquella inmensidad de matorrales y árboles espinosos. Allí nos quedamos atrapados, sin saber cómo salir y sin poder reparar las averías que se venían acumulando en las motos. Hasta que, pocos días después, una unidad del ejército boliviano apareció providencialmente para rescatarnos.

¡Quién nos lo iba a decir! Nos salvó el mismo ejército que, veinte años antes —el nueve de octubre de 1967—, había dado muerte, por aquellos lugares, al mítico Ernesto «Che» Guevara. Por cierto que, en su juventud y mucho antes de caer en desgracia, el Che también realizó un largo viaje en moto, recorriendo muchos de los lugares por los que habíamos pasado en nuestra singladura en vespa por Suramérica. Su moto era una Norton, que apodó como «Poderosa II».

«Creemos, y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia. Constituimos una sola raza mestiza, que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincialismo exiguo, brindo por Perú y por América Unida», Ernesto Guevara, Diarios de Motocicleta, 1952.

El ejército boliviano a nuestro rescate. Buibe, Bolivia, 1985.
Boyuibe

miércoles, 24 de abril de 1985

La gran ascensión

Reportaje publicado en la revista SOLO MOTO 

Nunca había subido tan alto. Respiraba con dificultad, mi vista se perdía hasta un horizonte interminable que se extendía allí abajo, entre las nubes y provocándome una sensación de vértigo. Preferí descansar unos minutos mientras me sobreponía al sorojche —mal de altura— que hacía rato me venía mareando como consecuencia del esfuerzo y de la falta de oxígeno.

Detrás, como diminutos puntos rugientes, veía a mis tres compañeros subir lentamente por un zigzagueante sendero, siguiendo el trazo entre las piedras que mi paso había dejado momentos antes.

Al rato, Álvaro me alcanzó y se detuvo junto a mí. Paró el motor y sin decir una palabra, se quedó también extasiado ante aquel panorama sobrecogedor. Durante minutos el silencio solemne de la montaña solo se vio turbado por nuestras respiraciones aceleradas y por los propios latidos del corazón. Así, hasta que el zumbido renqueante de otra de las vespas se detuvo a nuestro lado.

Minutos después nos hallábamos reunidos los cuatro como si de una ceremonia se tratara, hieráticos, absortos en la contemplación de aquel fantástico espectáculo que nos ofrecía la naturaleza. Ante nosotros, a vista de pájaro se extendía la inmensidad de la gran altiplanicie boliviana, hasta fundirse al pie de las lejanas cadenas montañosas que hacen frontera con Chile. Hacia el norte, en la lejanía, el lago Titikaka brillaba como un gigantesco espejo, reflejando el ceñido arco de crestas nevadas de la Cordillera Real.

 

Estábamos a solo unos trescientos metros de la cima del Nevado de Chacaltaya, pero a partir de este lugar un espeso manto blanco lo cubría todo. Los intentos por avanzar nos hacían patinar y caer de la moto continuamente. El sendero desaparecía y las ruedas se hundían en la nieve blanda, cada vez más profundamente. Pese a ello, Víctor, con las botas enterradas, siguió empujando su moto con obstinación, empeñado en conquistar unos metros más. Al rato, dándose por vencido, se dejó caer sobre la nieve extenuado.

Era imposible alcanzar la cumbre, ni siquiera aproximarse a ella un poco más. Había que resignarse y no arriesgar más el estado ya frágil de las motos. De todas formas, habíamos llegado muy alto, más alto que nunca. Y eso, rodeados de la magia andina y perdidos en aquel remoto lugar de las grandes montañas, era motivo de alegría para todos nosotros. Al fin y al cabo, haber llegado con nuestras cuatro vespas hasta aquellas alturas suponía también el momento culminante de una sucesión de aventuras y experiencias, después de varios meses de correrías a lo largo de los países de América del Sur.

Para lograr la ascensión habíamos partido con las primeras luces del amanecer desde nuestro refugio en La Paz, ciudad cuyos barrios altos se encuentran ya a cuatro mil metros. Emplearíamos más de media jornada en avanzar lentamente, kilómetro a kilómetro, por los caminos que surcan la puna. Los cuatro ascendíamos entre rebaños de llamas y alpacas, y cruzándonos, de vez en cuando, con algunos pastores aymará que contemplaban sorprendidos nuestra marcha sobre las briosas «motonetas» rojas.

Ahora, culminado el ascenso hasta una altura de cinco mil trescientos metros y adaptándonos, poco a poco, al sofoco de una atmósfera densa pero infinitamente limpia, festejábamos nuestra aventura satisfechos por el comportamiento de aquellas máquinas. Eran ya muchos kilómetros de castigo en sus motores y no dejaba de parecernos increíble el esfuerzo que ellas, y no tanto nosotros, acababan de realizar.

 

Pablo Alcalde, Álvaro Gil-Nagel, Álvaro Hernández y Víctor Astray. Nevado de Chacaltaya, Bolivia, 1985.