Reportaje publicado en la revista SOLO MOTO
Nunca había subido tan alto. Respiraba con
dificultad, mi vista se perdía hasta un horizonte interminable que se extendía
allí abajo, entre las nubes y provocándome una sensación de vértigo. Preferí
descansar unos minutos mientras me sobreponía al sorojche —mal de
altura— que hacía rato me venía mareando como consecuencia del esfuerzo y de la
falta de oxígeno.
Detrás, como diminutos puntos rugientes, veía a
mis tres compañeros subir lentamente por un zigzagueante sendero, siguiendo el
trazo entre las piedras que mi paso había dejado momentos antes.
Al rato, Álvaro me alcanzó y se detuvo junto a
mí. Paró el motor y sin decir una palabra, se quedó también extasiado ante
aquel panorama sobrecogedor. Durante minutos el silencio solemne de la montaña
solo se vio turbado por nuestras respiraciones aceleradas y por los propios
latidos del corazón. Así, hasta que el zumbido renqueante de otra de las vespas
se detuvo a nuestro lado.
Minutos después nos hallábamos reunidos los
cuatro como si de una ceremonia se tratara, hieráticos, absortos en la
contemplación de aquel fantástico espectáculo que nos ofrecía la naturaleza.
Ante nosotros, a vista de pájaro se extendía la inmensidad de la gran
altiplanicie boliviana, hasta fundirse al pie de las lejanas cadenas montañosas
que hacen frontera con Chile. Hacia el norte, en la lejanía, el lago Titikaka
brillaba como un gigantesco espejo, reflejando el ceñido arco de crestas
nevadas de la Cordillera Real.

Estábamos a solo unos trescientos metros de la
cima del Nevado de Chacaltaya, pero a partir de este lugar un espeso manto
blanco lo cubría todo. Los intentos por avanzar nos hacían patinar y caer de la
moto continuamente. El sendero desaparecía y las ruedas se hundían en la nieve
blanda, cada vez más profundamente. Pese a ello, Víctor, con las botas
enterradas, siguió empujando su moto con obstinación, empeñado en conquistar unos
metros más. Al rato, dándose por vencido, se dejó caer sobre la nieve
extenuado.
Era imposible alcanzar la cumbre, ni siquiera
aproximarse a ella un poco más. Había que resignarse y no arriesgar más el
estado ya frágil de las motos. De todas formas, habíamos llegado muy alto, más
alto que nunca. Y eso, rodeados de la magia andina y perdidos en aquel remoto
lugar de las grandes montañas, era motivo de alegría para todos nosotros. Al
fin y al cabo, haber llegado con nuestras cuatro vespas hasta aquellas alturas
suponía también el momento culminante de una sucesión de aventuras y
experiencias, después de varios meses de correrías a lo largo de los países de
América del Sur.
Para lograr la ascensión habíamos partido con
las primeras luces del amanecer desde nuestro refugio en La Paz, ciudad cuyos
barrios altos se encuentran ya a cuatro mil metros. Emplearíamos más de media
jornada en avanzar lentamente, kilómetro a kilómetro, por los caminos que
surcan la puna. Los cuatro ascendíamos entre rebaños de llamas y alpacas, y
cruzándonos, de vez en cuando, con algunos pastores aymará que contemplaban
sorprendidos nuestra marcha sobre las briosas «motonetas» rojas.
Ahora, culminado el ascenso hasta una altura de
cinco mil trescientos metros y adaptándonos, poco a poco, al sofoco de una
atmósfera densa pero infinitamente limpia, festejábamos nuestra aventura
satisfechos por el comportamiento de aquellas máquinas. Eran ya muchos
kilómetros de castigo en sus motores y no dejaba de parecernos increíble el
esfuerzo que ellas, y no tanto nosotros, acababan de realizar.

Pablo Alcalde, Álvaro Gil-Nagel, Álvaro Hernández y Víctor Astray. Nevado
de Chacaltaya, Bolivia, 1985.