sábado, 22 de febrero de 2014

¡¡El muro, es el muro!!

Ruta por Tiris el Garbía (antiguo Río de Oro), en la región sur del Sáhara Occidental. Recorrido de 1.200 km desde Dakhla a Bir Gandú, con final en Auserd:


Otra vez a otear. Me ajusto los prismáticos y busco la aparición de algún camello en el horizonte. Nos hemos extraviado otra vez. Ya no caigo las veces que hemos perdido el rumbo, a pesar de que se turnan al volante del todo-terreno dos veteranos saharauis. Sigo recorriendo la lejanía en busca de la joroba de algún camélido. 
 
En la inmensidad del Río de Oro, las recomendaciones más útiles son las de los pastores mauritanos que, cada vez que pierdes el rumbo, aparecen providencialmente tras las dunas, al cuidado de sus rebaños. Pueden transcurrir horas, incluso jornadas enteras, sin cruzarte con un solo ser vivo hasta que surgen de la nada camellos y más camellos. Manadas dispersas de decenas de estos desgarbados animales (en realidad se trata de dromedarios), entre los cuales siempre acaba apareciendo el hombre solitario. Son el último resquicio de las legendarias caravanas que atravesaban el desierto Occidental (desde Mali y Mauritania hasta Tindouf y el Valle del Draa) hasta hace menos de 50 años. La construcción del gigantesco muro invasor marroquí cercenó de cuajo una forma de vivir y de moverse libremente. 

Hoy en día, los saharauis que quedaron a este lado oeste de la gran muralla, y a los que se permitió conservar su rebaño, se han convertido en patrones de jóvenes camelleros que vienen de Mauritania todos los años. Ya no son los nómadas altivos que conducían sus caravanas de un extremo a otro del desierto. Aquellos personajes engalanados con amplias derraás azules (túnicas tradicionales), siempre movidas por el viento. Ahora quienes se ocupan del pastoreo son estos jornaleros de ganado, casi desapercibidos, salvo cuando te pierdes en un desierto que ellos conocen como la palma de su mano. Pasan meses con la manada en la soledad más absoluta, vagando de pozo en pozo y de pastizal en pastizal. Pero ya no siguen más el rastro de las nubes detrás de sus lluvias. Tarde o temprano, más al norte o más al sur, la muralla acaba interrumpiendo el nomadeo. 
 
Cuando ven acercarse la nube de polvo de nuestro vehículo, salen de su letargo y se prestan a conversar animadamente con los recién llegados.

―Salam aalicúm
―Alicúm es-salam

Los saludos rituales ―un trenzado de palabras que se repite en cada encuentro―, vienen seguidos de la preparación ceremoniosa del té. En cuclillas y en torno a la lumbre. Cuesta seguir la traducción que va haciendo mi guía, pues el hassanía con acento del sur no le resulta de fácil comprensión. Pero es importante que los conductores capten cabalmente las indicaciones. Los mares de dunas van avanzando con el viento, a menudo obstaculizando las pocas rutas existentes. Y tras ellos, tendremos que cruzar una bellísima región de grandes serranías negras; formaciones ciclópeas de rocas basálticas, que constituyen un desafiante laberinto. Por ello, el pastor repite todos los consejos: seguir hacia la puesta del sol, y al cruzar las entrañas de la gran cordillera, tomar el rumbo noreste. Siempre hacia el noreste, sin desviarse por ninguno de los cientos de cauces secos secundarios que aparecen continuamente. Ese camino tiene que llevarnos hasta Auserd antes del anochecer. Pero no va a ser hasta bien entrada la noche, cuando aparezcan a lo lejos los primeros signos de vida. El cielo se ha cubierto de millones de estrellas que disfrutamos en los breves momentos que detenemos nuestra marcha. Ya vamos con prisa.

―Por fin unas luces― advierte Ahmed. El conductor tiene familia en esa población, se nota su alegría contenida. No cambia el rumbo ni un grado, hasta que la iluminación de los focos se va haciendo más y más potente. No logra eludir un badén y por instantes se sale de la huella que venimos siguiendo hace horas. Entonces da un brusco volantazo y grita:

―¡¡Al-Yidar!, Al-Yidar!!” (¡¡El muro, es el muro!!)

Nos hemos desviado de la ruta a Auserd; hay que corregir rápidamente la posición. Es peligroso acercarse tanto al muro y mucho más durante la noche. Debemos salir de allí cuanto antes. Esta gran muralla, de 2.500 km de largo, la forman un conjunto de fortificaciones consecutivas que completan la ocupación militar del territorio saharaui. Campos minados, altas alambradas, radares, torretas. Un enjambre defensivo que ha terminado por resultar inexpugnable y al que uno no debe aproximarse nunca. Desde el otro lado, el Frente Polisario tiene escasas bazas de superarlo. El muro ha puesto freno a sus aguerridas ofensivas. Nadie puede franquearlo. En  nuestro caso, repuestos del susto, optamos por buscar la buena dirección a Auserd, confiando en que acabaremos llegando sin mayores disgustos. Sin embargo, me emociona sentirme tan cerca del territorio liberado, al otro lado de esta fortificación insalvable. Tierra saharaui libre, apenas a unos metros al otro lado. Pero no puedo ver nada, ante el resplandor cegador de una decena de reflectores que nos escrutan.

Por esa razón, cada una de las jornadas de este viaje por el sur del Sáhara Occidental ha estado teñida de emotividad. Me duele la historia de este pueblo hermano, expulsado de su tierra y condenado a malvivir en los campamentos de la inhóspita hammada argelina. Una vergonzosa página en la historia colonial española, que abandonó este territorio y a sus gentes en 1975, dejando paso impunemente a la ocupación por Marruecos.

Panorámica aérea de la entrada en la península de Dakhla
En Auserd, con mis guías y su familia

 
* Recomiendo la lectura del libro de Gonzalo Moure, “La zancada del deyar”, que describe un recorrido por ese vasto “territorio liberado” que se abre más allá del muro.