jueves, 31 de mayo de 2012

Chisnau, capital de Moldavia

( PENDIENTE )




martes, 22 de mayo de 2012

Los cabrones de Kladovo

Kladovo es una población serbia a orillas del Danubio y muy próxima a la frontera de Rumanía.

Me ocurrió tiempo después del final de la contienda balcánica y del duro desenlace que tuvo para los serbios.

Atardecía plácidamente a orillas del Danubio cuando bajé del autobús que me traía de Belgrado. El único hotel de Kladovo tenía pinta de estar vacío, pero el recepcionista me mintió afirmando que no quedaba ni una habitación disponible. En su lugar, el pícaro hotelero me indicó que podía recurrir, por pocos dinares, a alguna familia del pueblo para acogerme. «Estará mejor que en ningún sitio» apostilló, mientras levantaba el teléfono, probablemente para avisar a su primo o a su cuñado. La idea me resultó sugerente y además, me dije: «Es una oportunidad para confraternizar con las gentes de esta región serbia, antes de abandonar el país». Al día siguiente cruzaría el río para adentrarme en Rumanía camino de Bucarest. Esta era la última escala y encajaba bien en mis planes.

Además, le había echado el ojo —y el olfato— a un carrito callejero de ćevapi, unas salchichas de carne picada con cebolla, que por aquí valoran como la mejor combinación del mundo. Desconocía en ese momento que mis nuevos anfitriones tenían previsto homenajearme con un buen guiso de carne con yogur, bien regado con los vinos dulzones de las bodegas locales. ¡La grata hospitalidad serbia! Con la mala imagen que había quedado de los serbios, tras las atrocidades de la guerra y, sin embargo, había una cara amable, que se mostraba en cuanto uno ponía un poco de empeño en escuchar.

Sean serbios, croatas, bosnios, kosovares, siempre lo he dicho: «en ninguna guerra hay buenos y malos. Sino más bien un poco de todo, abundando lamentablemente, estos últimos». Así que me predispuse a oír la otra versión de la historia que, generalmente, suena distinta dependiendo de quién la cuenta. Había atravesado Serbia para conocer la otra cara del conflicto o incluso, como en Belgrado, ser testigo de los destrozos causados por los bombardeos de la OTAN.

Me acompañaron hasta a un viejo caserón a las afueras de Kladovo y me ofrecieron una amable acogida. Las dos primeras horas de la velada transcurrieron animadamente entre risas y brindis. Poco a poco, al calor del vino y de la carne grasienta que asábamos en largos espetos, se fueron sumando en un corro otras gentes de aquel lugar. Todos se mostraban cordiales con el forastero que aparecía por allí con sus preguntas. Y todos parecían deseosos de darme su versión victimizada de los sucesos acontecidos durante tantos años.

A los postres, empezaron a aparecer botellas de rakia, en su variedad slivovitz, un licor obtenido a partir de ciruelas y característico de aquellas regiones danubianas. Es un brebaje potente, parecido al brandy y, en ocasiones, supera un 60 % de alcohol. En pocas palabras, una bomba. Decidí tomar precauciones y paladear sorbos muy espaciados. Pero las botellas iban y venían sin control. Al grupo inicial se fueron sumando más y más parroquianos, hasta unos doce o quince. Y todos se metían de golpe los tragos, haciendo su respectivo discurso, que a esas alturas ya resultaba una perorata incomprensible para mí. Así estuvieron un rato que se me hizo eterno. Mi anfitrión y traductor perdía el hilo cada vez más y, sin remedio, la conversación se fue convirtiendo en un desmadre creciente. Acabé por no entender nada de lo que allí se vociferaba desordenadamente. Los tonos poco a poco pasaron a sonarme más oscos, menos amigables. Muy distintos a la cordialidad inicial.

En un momento dado, aquel que hacía las veces de traductor, ya balbuceando, descifró una pregunta que alguien del grupo me dirigía.

—Que les describiera mi itinerario de viaje —chilló un joven grandullón y de pelo rasurado.

Fui tan pendejo como para contestar con toda franqueza, consciente de que los topónimos serían entendidos por todos allí. Así que narré que había iniciado mi viaje volando de Barcelona a Split, en la costa croata. Después poniendo rumbo a Knin y la Krajina. Cruzado desde allí a Bihac, para pasar a las colinas aserradas de la Herzegovina. En Bosnia había recalado también varios días en Sarajevo, y en Zenica, todavía con profundas heridas de la guerra. Luego Gorazde, Srebrenica. Más tarde, de nuevo en Croacia, había recorrido los cementerios de Vukovar. En definitiva, me había paseado por la dolorosa geografía del conflicto…, del bando enemigo. Eran los nombres de escenarios ignominiosos que bien podían hacer enrojecer, incluso a los más orgullosos nacionalistas, porque en ellos se dio lo peor de aquella guerra. Tierras de fuego y muerte durante tantos años…

A la parroquia no le gustó mi itinerario, fue evidente, aunque ahora viniera de Belgrado y me encontrara atravesando Serbia. Solo oír la mención de aquellos infaustos lugares había provocado disgusto, confusión, malestar, seguramente vergüenza en algunos. El murmullo se fue haciendo más y más incomprensible, hasta formar un clamor de hostilidad. Entonces, llegado un punto, pausadamente expliqué que estaba cansado, que era tarde y que deseaba retirarme. Por suerte todos siguieron absortos en el licor de ciruelas y acabaron por distraer sin mayores melodramas su atención.

Miré de reojo a mi anfitrión, que se levantó para acompañarme con cierto sigilo a las habitaciones de arriba de esa misma casona, mi rústico albergue aquella jornada. Acepté de buen grado el jergón y las mantas. Y una vez a solas, tras escuchar girar la cerradura a mis espaldas —¿protección o cautiverio?—, no supe si sentirme a salvo o, muy al contrario, rehén de una horda que no tardaría en desatar su ira. Insensatamente había despertado sus fantasmas de guerra esa noche. Lo cierto es que aposté a que se fuera apaciguando el patio —no tenía más alternativa— y traté de dormir un poco. Mientras tanto abajo, siguió la jarana hasta quién sabe qué horas.

Amanecí muy temprano, con una fuerte resaca y enormes deseos de escapar de allí. Quería salir y recorrer los seis o siete kilómetros hasta el puente que cruzaba el Danubio y sentirme a salvo ya en la vecina Rumanía. No se oía un alma, todo estaba en calma a esas horas de la mañana. «Vía libre» pensé. Me colé por la ventana, descendí desde un balcón y, justo en el momento en el que me disponía a trotar hacia mi liberación, apareció el maldito anfitrión con cara de pocos amigos.

Me cerraba el paso y me exigía que le pagara la cuenta mientras blandía una especie de factura con innumerables anotaciones. No recuerdo cuánto duró la negociación pero me alejé de allí apretando el paso y sin volver la vista atrás. Minutos después cruzaba un largo puente sobre las aguas tranquilas y pasaba a Rumanía. Me sentí aliviado de haber salido de la boca del lobo.

jueves, 17 de mayo de 2012

Mal sueño

(Ensayo)

 

La Vera, Cáceres. 17 de mayo. 2012

No brotaron los esquejes de rosal que planté aquella primavera, pese al esmero que puse en el jardín como cada año. Tras un invierno sin lluvia, el cielo se cubrió con un remolino de luz mortecina, semejante al brillo de la infelicidad. Y las calimas del verano se anticiparon, sin tiempo apenas para dejar a las flores extender su color y sus aromas por el bosque.

Todo pasó como un torbellino que acrecentó, como un golpe, el sentimiento de cansancio que se había ido acumulando en el alma. No un cansancio de fatiga, sino más bien una sobrecarga de dolor confuso y marchito que acarreamos cuando los años van dejando su rémora de incomprensiones, de inseguridades, de desamores y desangelo. De tantas andaduras por caminos de rumbo incierto.

Miraba atrás y sobre la extensión de unos prados yermos me atraía la fuerza de las amapolas. Flores que aparecen siempre, sin lluvia ni abono, sobre la tierra reseca y que, sin embargo, fueron las únicas que inundaron el paisaje aquel año malvado de 2012. Flores que no se dejan sembrar, cuya aparición es fruto azaroso de los impulsos desconocidos de la naturaleza. La misma pujanza que, sin embargo, da la magia de la vida a un esqueje de rosal y cobran brío magistralmente, hasta dar a luz la flor más hermosa.

Pero no brotaron los rosales aquella primavera. No bastaron la ilusión, ni la paciencia. No fue suficiente el primor del corte fino en la rama, la tierra hendida y humedecida, las manos tentando el espacio para las futuras raíces. Nada de ello cundió y la nada sucedió, sin darnos cuenta, entre las hierbas adventicias. Solo el aura yacente del recuerdo: una silueta inerte, fantasmal, mirándome sobria en el atardecer ante un fondo de montañas graníticas. 

Vi las cizañas retorcerse, esas sí, alrededor de los tallos más frágiles. Vi las zarzas abrir sus abanicos punzantes. Pero el amarillo vivaz y aterciopelado, los suaves pétalos sonrosados, el sanguíneo rojo de los rosales… no los volví a ver, por más que rebusqué entre canchos y bancales. A partir de ahora —traté de convencerme—, ese júbilo de tintes soberbios, como el aire fresco de mis días juveniles, ya no lo volvería a percibir jamás.

Dejadas llevar por el mismo halo, también las constelaciones se ensombrecieron. Los prodigiosos firmamentos que tanto alumbraron el horizonte de mis noches de invierno y de verano, apagaron su brillar de milenios. Y la oscuridad se me echó encima, negra y densa. Ni siquiera lució una última estrella fugaz.

Y después vino el silencio que se fue llevando a soplos la risa, los cantos y algazaras de los pájaros. ¿Para dónde se marcharon los escribanos, los mirlos, los rabilargos, con sus trinos? ¿Por qué me abrazaba un frío de mármol gélido si el sol era cada día más poderoso?

Como los seres queridos que se han ido. Me quedé con ellos en el infinito, bajo una gran losa de silencio. Solos. El silencio, mis muertos y yo. Unos envueltos en los otros, apretando, asfixiando a veces. Todo a mí alrededor se desvaneció y sucumbió a su ceguera furibunda. Quedé sentenciado a no ver, no oír, a no oler, a no percibir, a no sentir nunca más.