La Vera, Cáceres. 17 de mayo. 2012
No brotaron los esquejes de rosal que planté aquella primavera, pese al esmero que puse en el jardín como cada año. Tras un invierno sin lluvia, el cielo se cubrió con un remolino de luz mortecina, semejante al brillo de la infelicidad. Y las calimas del verano se anticiparon, sin tiempo apenas para dejar a las flores extender su color y sus aromas por el bosque.
Todo pasó como un torbellino que acrecentó, como un golpe, el sentimiento de cansancio que se había ido acumulando en el alma. No un cansancio de fatiga, sino más bien una sobrecarga de dolor confuso y marchito que acarreamos cuando los años van dejando su rémora de incomprensiones, de inseguridades, de desamores y desangelo. De tantas andaduras por caminos de rumbo incierto.
Miraba atrás y sobre la extensión de unos prados yermos me atraía la fuerza de las amapolas. Flores que aparecen siempre, sin lluvia ni abono, sobre la tierra reseca y que, sin embargo, fueron las únicas que inundaron el paisaje aquel año malvado de 2012. Flores que no se dejan sembrar, cuya aparición es fruto azaroso de los impulsos desconocidos de la naturaleza. La misma pujanza que, sin embargo, da la magia de la vida a un esqueje de rosal y cobran brío magistralmente, hasta dar a luz la flor más hermosa.
Pero no brotaron los rosales aquella primavera. No bastaron la ilusión, ni la paciencia. No fue suficiente el primor del corte fino en la rama, la tierra hendida y humedecida, las manos tentando el espacio para las futuras raíces. Nada de ello cundió y la nada sucedió, sin darnos cuenta, entre las hierbas adventicias. Solo el aura yacente del recuerdo: una silueta inerte, fantasmal, mirándome sobria en el atardecer ante un fondo de montañas graníticas.
Vi las cizañas retorcerse, esas sí, alrededor de los tallos más frágiles. Vi las zarzas abrir sus abanicos punzantes. Pero el amarillo vivaz y aterciopelado, los suaves pétalos sonrosados, el sanguíneo rojo de los rosales… no los volví a ver, por más que rebusqué entre canchos y bancales. A partir de ahora —traté de convencerme—, ese júbilo de tintes soberbios, como el aire fresco de mis días juveniles, ya no lo volvería a percibir jamás.
Dejadas llevar por el mismo halo, también las constelaciones se ensombrecieron. Los prodigiosos firmamentos que tanto alumbraron el horizonte de mis noches de invierno y de verano, apagaron su brillar de milenios. Y la oscuridad se me echó encima, negra y densa. Ni siquiera lució una última estrella fugaz.
Y después vino el silencio que se fue llevando a soplos la risa, los cantos y algazaras de los pájaros. ¿Para dónde se marcharon los escribanos, los mirlos, los rabilargos, con sus trinos? ¿Por qué me abrazaba un frío de mármol gélido si el sol era cada día más poderoso?
Como los seres queridos que se han ido. Me quedé con ellos en el infinito, bajo una gran losa de silencio. Solos. El silencio, mis muertos y yo. Unos envueltos en los otros, apretando, asfixiando a veces. Todo a mí alrededor se desvaneció y sucumbió a su ceguera furibunda. Quedé sentenciado a no ver, no oír, a no oler, a no percibir, a no sentir nunca más.