Hospital en Madrid.
El
trayecto de la ambulancia hasta el camastro del cubículo asignado en Urgencias
es trepidante. En minutos te adentras en un viaje sin frenos a las cavernas del
gran hospital…
Nos
situamos en el año 2020, tan nefasto de virus y de calores extremos. De la
muerte de mi entrañable madre y mis dos tías maternas; de la marcha de
Almudena; de la del bueno de Jordi. Extraño sería que toda está mala racha no
me incluyera a mí en el paquete. Pero estoy acostumbrado a no quejarme, a no
ser pesado, a no cansar al personal, que ya bastante tiene con lo que tiene.
Por
mi enfermedad, soy visitante cotidiano de los hospitales, sea para consultas, o
analíticas, o tacs, o resonancias, o muy diversos controles y ajustes. El otro
día, por ejemplo, estuve ingresado en Urgencias. Curiosamente, y con el
historial que acumulo, era la primera vez que visitaba el lugar. Un síncope vasovagal, una pérdida de
conocimiento de más de diez minutos, me tumbó en pleno almuerzo con amigos, en
una tasca del centro de Madrid. La ambulancia llegó volando y se apresuró en
llevarme a la planta baja del hospital, donde permanecí más de 10 horas
ingresado realizando todo tipo de pruebas. Yo me sentía prácticamente
recuperado de ese bajón pasajero, pero de allí no saldría hasta que los médicos
determinaran que ese desmayo no ocultaba mayores consecuencias.
Mi
permanencia todas esas horas en Urgencias, permitió acercarme a la zona
caliente de la batalla médica diaria, más caliente ahora que nunca, en tiempos
de Coronavirus. Urgencias es, a ojos del que ingresa, y una vez traspasas el
umbral que te separa del mundo sano, un laberinto de cortinajes que van
formando incontables cubículos habitados por seres anónimos. Vas pasando entre
ellos como quien atraviesa una nube gris, mientras tu camilla se dirige, veloz,
sorteando enfermeras y todo tipo de obstáculos, hacia el rincón que te ha sido destinado.
Allí al fondo, cuatro módulos y seis pasillos a la izquierda. Como quien se va
adentrando en un hormiguero de seres maltrechos.
Me
descargan de la camilla y paso a un camastro articulado. Una vez aparcado, comienzo
poco a poco a tomar conciencia del universo donde acabo de aterrizar. Lo hago
en base a lo que logro ver a través de los resquicios entre biombos de tela
azul: enfrente, la figura de un anciano decrépito que no para de quejarse; al
lado, separado por el fino cortinaje, un hombre cuyos ronquidos semejan
lamentos. De alguna otra parte cercana, los gritos histéricos de una muchacha
en pleno brote psicótico, que no para de insultar a todo el mundo que le rodea.
En realidad, construyes tu cosmos inmediato por lo que oyes, más que por lo que
ves.
Y
al cabo de los minutos ―largos y tediosos― sobreviene un extraño silencio. Como
si todo se confabulara para relajar el ambiente, antes de volver a la carga.
Igualmente, el personal sanitario sigue incansablemente acometiendo los
cuidados de la diversidad de enfermos o malheridos que habitan esta ciudadela
en los bajos del hospital. Las enfermeras acuden a uno y a otro, sin alterarse,
con paciencia, incluso con una sonrisa que son capaces de sacar al cansancio.
Va
pasando el tiempo. No he vuelto a oír gritar a la muchacha, probablemente
aliviada por los calmantes. El viejo de enfrente parece dormitar. Y mi vecino
de al lado, no para de hablar por móvil con alguien que no contesta o no
existe. Reclama y reclama respuesta durante muchos minutos, inútilmente. Más
tarde descubriré que habla solo, que no tiene ni teléfono.
Ya
es noche cerrada en Urgencias del hospital. Potentes lámparas iluminan todo. En
la sala de aquella marea de cubículos no hay atisbo de luz natural. No hay
ventanas, ni paredes. Se que es de noche por la hora que es. El espacio de
estos hangares parece no acabarse nunca y, sin embargo, la sensación es
claustrofóbica, de encierro. Un cubículo tras otro, cientos de cuerpos
depositados y atendidos en su celdilla por un personal diligente y amable, pero
escaso, desbordado a veces. Por fin ha llegado la doctora, sonriente y con
buenas noticias. No parece nada grave lo mío, pero debo permanecer en
observación unas horas más. Electrocardiograma, escáner, temperatura. Con la
realización de cada una de estas pruebas médicas doy un paseo en camilla, o en
silla de ruedas, que ameniza el tedio e ilustra el escenario en el que uno se
encuentra. Luego, de vuelta al cubículo, de nuevo con los vecinos ya conocidos,
aunque ni les hayas visto el rostro. El reducido puesto con un camastro de delgado
colchón. ¿Cuánta gente habrá ocupado este mismo espacio?, ¿con qué suerte en
cada caso?
Aquí
permaneceré hasta bien entrada la noche. Sin ganas de leer o escuchar la radio.
Deseoso de salir, o de lograr dormir un rato. Implorando porque cesen los
ruidos tenebrosos que surgen por doquier. Con una bolsa de suero enganchada en
el brazo izquierdo, la tercera que me pinchan. Menos mal que a las siete permiten
las visitas, y ha venido mi esposa a hacerme compañía por un par de horas. Mi
mujer del alma, acompañándome siempre. O siempre que se puede. Y trae providencialmente
una bolsa de pertrechos que serán de utilidad (móvil, tableta, libro, etc.). Aunque
en realidad uno no tienes ganas de nada, solo de descansar. De huir de este
incómodo teatro surrealista plagado de locos que me rodean.
La
“ciudad de los cubículos” va a ir ralentizando su frenesí, a medida que nos
adentremos en la noche imaginaria. Incluso desciende la intensidad de la luz de
las lámparas. Los dolientes parecen sufrir menos, porque decrece el ritmo de
lamentos alrededor. Esto último es lo que más agradezco, porque en las primeras
horas sentí que estaba rodeado por un coro de plañideras. De pobre gente que
sufre, sobre todo la soledad. Es una sensación angustiosa. Un murmullo que hace
también de cortina. Son los suspiros de los que andamos sigilosamente entre la
vida y la muerte.
A
las dos de la madrugada aparece la doctora: —todo bien— dice, siempre con una
sonrisa. —puedes irte a casa o ya quedarte a dormir aquí, con lo tarde que es—.
Pero no tengo que pensar mi respuesta: —Me voy a casa, junto a mi mujer, ¿dónde
voy a estar mejor?