Madrid. 2017
Era un gallinero, un guirigay de mercado que ensordecía entre cuatro
paredes. Impresionaba más porque uno siempre acude a la consulta privada de un
médico, esperando encontrar orden y silencio. Pero aquello se parecía más a un
hogar de ancianas en plena competencia del juego de la canasta. Todas
revueltas, vociferando unas con otras, y en el medio, ejerciendo de gran
gallina madre, la doctora Adéu, que iba y venía atendiendo con consejos,
reprimendas, frases cortas, siempre por aquí y por allí. Al llegar, por un
momento, me quedé en el umbral de la puerta entreabierta que aparecía nada más
salir del ascensor. No estuve muy seguro de haber dado con el lugar de mi cita:
un consultorio médico en un piso de alguna de las callejuelas del barrio de
Tetuán, en Madrid. Hasta que la propia doctora reparó en mí y, de un salto
entre un grupo de señoras revoltosas, agarró mi brazo y me llevó para dentro.
La doctora Adéu (¿se puede tener ese nombre y dedicicarse al cuidado de pacientes terminales?), era un pleno derroche de energía, siendo capaz de atender a
varias personas y sus muy diversas patologías, todas al mismo tiempo. Y eso que
advertí que tenía por allí tanto señoras con problemas en el cutis o por toda
la piel, como ancianas cuyo tembleque revelaba el padecimiento del Parkinson.
Yo no sabría distinguir, por simple apariencia, si allí había pacientes con
dolencias graves de verdad, o se trataba más bien de un ruidoso grupo de
terapia en reunión. Incluso en algunos momentos, cuando la luz que entraba por
las ventanas empezó a disminuir, tuve recuerdos de una reciente visita al
oratorio del convento de clausura de las Tomasas de Granada. La única diferencia era esa jarana de Sacromonte en madrugá, tan diferente del silencio ascético de las monjas albaicineras. El
caso es que sentí extrañeza, incluso cuando la doctora me agarró del brazo con
confianza, se abrió paso entre el grupo principal, y encontró acomodo hasta
ahuecarme en el extremo de un sofá poco mullido. No sé cómo lo consiguió, pero
al rato ya estaba yo ubicado en el meollo de aquella consulta surrealista. A
decir verdad, estaba agazapado, a varias murallas humanas de la salida.
Arrinconado en el extremo del diván, entre la abrazadera y una señora muy
oronda. Los minutos por delante debería afrontarlos entre conversaciones imposibles
con el griterío que me acompañaba, o echar mano discretamente de alguna de
aquellas revistas carcomidas que se amontonaban en la mesilla de enfrente (¡Hola!,
Diez Minutos...).
Finalmente,
un poco ya al borde de mi paciencia, la doctora Adéu buscó la manera de saltar
de un rincón de la sala, arrellanarse a mi lado y, sin acabar en ningún momento
de dar respuestas a unas señoras, chistear a otras, aparentó prestarme por fin
atención. La doctora y yo habíamos conversado por teléfono días antes, donde le
había expuesto sintéticamente mi caso. Fue así como sugirió la posibilidad de
una cita médica para analizar el posible tratamiento.
—Vente
para mi consulta en cuanto puedas. El lunes que viene, a las 5, por ejemplo—,
había dictaminado entonces y sin esperar contrarréplica. Es decir, que ella
estaba ya en antecedentes. Así, en ese momento, fue directamente al grano
consciente de que esos instantes de “intimidad” en medio del jolgorio no
tardarían en esfumarse. La medica no parecía una mujer demasiado mayor
(hubiera sido incapaz de estimar su edad), pero el rostro estaba dibujado de
arrugas que situaban su expresión en la difusa frontera entre lo grato y lo desabrido.
Aunque todo ello lo superaba con el aplomo de una voz ronca que, sin embargo,
acababa resultando melodiosa. Gracias a eso, al poco rato de escucharla, sonaba
como una suerte de discurso maternal, entre tajante y dulce, en momentos casi
tierno. Realmente tenía la virtud de indicar las cosas sin dar pie a discusión alguna
y, en el momento en que uno acumulaba fuerzas para tratar de cuestionar alguna
cosa, daba otro de sus saltos felinos y, sin más, se alejaba del todo para
concentrarse en el grupo de mujeres que poblaban (superpoblaban, más bien) el
otro salón contiguo.
Así,
la doctora Adéu me atendió como en tres o cuatro impulsos espaciados, algunos
con esperas de varios minutos. En cada reencuentro traía alguna aportación.
Empezó con un pequeño aparato magnético y luego siguió con un muestrario
variado de hierbas y raíces. Para el final de la tarde, ya podía tener
establecida lo que sería la nueva terapia y que, más adelante supe, seguía a
grandes rasgos los principios que hacía años había establecido en California
una tal Hulda Clark, naturópata canadiense. Hulda aseveraba que toda enfermedad
humana estaría relacionada con patologías parasitarias y, por tanto, la
posibilidad de curar incluso las peores dolencias, destruyendo los parásitos
causantes de cualquiera que fuera el mal. La clave de todo consistía en
“electrocutar” los parásitos malignos a través de un pequeño dispositivo que
ella misma comercializaba: el Zapper, análogo electrónico de la homeopatía y
que actuaba como transmisor de corriente continua de baja tensión que,
supuestamente, acaba con virus, bacterias y parásitos.
En realidad, aquella doctora Clark,
era zoóloga. Sostenía que todas las enfermedades son causadas por organismos extraños
y contaminantes que dañan el sistema inmunológico. Afirmaba que cuando se
eliminan microorganismos patógenos del cuerpo usando hierbas (unas 8 a
10 variedades) o electrocución (el Zapper), a la vez desaparecen los
contaminantes de la dieta y el medio ambiente. De ese modo casi prodigioso, se
podrían curar todos las padecimientos conocidos por el ser humano.
La señora Clark escribió varios libros. En uno de
ellos, The Cure For All Cancers, postuló que todos los cánceres y muchas
otras enfermedades son causadas por el gusano plano Fasciolopsis buski. Su
teoría sostiene que entre las enfermedades de las que es culpable este parásito
se encuentran el cáncer, la endometriosis, el SIDA, el alzhéimer, el lupus
eritematoso, la esclerosis múltiple y la enfermedad de Hodgkin. Lo cierto es
que después de una serie de dificultades legales en Estados Unidos, Hulda
Clarck se mudó a Tijuana, México, donde dirigió la clínica Century Nutrition
hasta que fue clausurada en 2001.
Mira por
dónde, transcurrido todo este tiempo, encontraba en Madrid a la doctora Adéu, una
fiel seguidora de las creencias y métodos de la doctora Clark. Irónicamente,
esta falleció en 2009 debido a un cáncer de sangre y huesos, que no pudo ser
curado por sus propios métodos, dietas y artilugios.