miércoles, 15 de febrero de 2017

Hirak, rabia en el Rif

Alhucemas siempre me ha resultado una ciudad tranquila y acogedora, pero esta última vez he encontrado sus principales plazas repletas de policías, apostados junto a decenas de furgones blindados. Desde mi balcón del hotel Basilic, observo la inquietud de varios grupos de agentes a la sombra del edificio de la antigua municipalidad. Pienso que la represión es la peor y la más contraproducente respuesta a la rabia que siente este pueblo postergado durante décadas.

Annual, no lejos de Alhucemas. Escenario de la mayor derrota y más trágico desastre del ejército español en sus desventuras coloniales africanas
 
Aquí todo está colmado de simbolismos: el hotel se alza sobre la avenida Abdelkrim el Khattabi (el líder rifeño que encabezó la resistencia frente a españoles y franceses durante la guerra de 1920 a 1926). Desde el edificio también se contempla toda la explanada de la Place Mohamed VI (actual rey de Marruecos). Dos protagonistas, del pasado y del presente, que encarnan el trasfondo de lo que aquí está pasando.

Sumemos a estos simbolismos que esta misma plaza, hoy uno de los principales escenarios de la Hirak (las protestas y manifestaciones populares) se encuentra ante la cala de Quemado, donde los españoles iniciaron la construcción de Alhucemas, tras el desembarco de 1925.

El gran número de policías y sus furgones siguen apostados al pie de lo que antaño fue la Oficina de Intervención del Protectorado español. El edificio más tarde sería la Municipalidad y, finalmente, ha quedado ruinoso tras los sucesivos terremotos que ha sufrido Alhucemas en las últimas dos décadas.
 
Líderes guerrilleros, monarcas, españoles del Protectorado, el Marruecos independiente y las tragedias naturales. Este es, precisamente, el marco del renacer de un movimiento rifeño que está saliendo a las calles. La Hirak, «revuelta popular», reclamando mejoras sociales para una región siempre abandonada a su suerte. Sus protestas, cada vez más masivas, hacen tener presente que este pueblo no se doblega ante las injusticias.
 
Los peñones de Alhucemas, en la bahía del mismo nombre

jueves, 12 de enero de 2017

El mesón de Chinchón

 Chinchón, Comunidad de Madrid


 

Voy a contar una historia de esas capaces de despertarnos de nuestros cotidianos letargos. Hete aquí que me dio por venir a Chinchón con mi señora, aprovechando esta vida de jubilado forzado que tengo impuesta. Sí, Chinchón, que uno ha dado la vuelta al mundo varias veces, pero a estas alturas valora tanto el redescubrimiento de los pueblecillos que le rodean por aquí, sin ir más lejos, como en su día el recorrer cientos de caminos y ríos para patear Machu Picchu, Chichén Itzá o los desiertos de Rajastán. Así que, pisando el empedrado de esa pintoresca plaza castellana, más hermosa con la luz tenue del invierno, me ha venido el recuerdo de golpe: ­— “Mesón del Virrey”… —. Y enseguida un nombre: ­— “José María Clemencio Vitoriano” —.

Chinchón sigue conservando esa plaza mayor que es, a su vez, coso taurino. Las balconadas de madera permiten fácilmente evocar las corridas goyescas de otros tiempos. Consuelo y yo nos hemos acomodado a tomar unas cervecitas en unas de las sillas de mimbre de la terraza de este mesón, justo en una esquina del ruedo. Y he empezado a relatarle un resumen de lo que fue, en realidad, una relación fugaz de amiguetes con el tal Clemencio. Es verdad que al personaje lo tenía ya muy difuso en mi cabeza, pero de repente he revivido con nitidez algunos trazos de cómo nos conocimos en la academia (las pocas veces que asistió a clase en todo el curso de COU), y de aquella generosa invitación que hizo a visitar su pueblo. Y junto a su recuerdo, inevitablemente emparejado, el de mi buen amigo Gustavo, a quién también conocí en aquella época. Acabamos formando piña con Clemencio, más en los bares de la calle, que en las aulas de la academia. De todo ello han pasado ya unos 40 años o así. Le conté a Consuelo, pues, que el personaje era un tipo grandote, de apariencia vital y algo tosco, pero con cierto atractivo en su sonrisa y —al menos con Gustavo y conmigo—, cordialmente hospitalario. Uno de aquellos raros chavales que, incluso desde jóvenes, llevan siempre un fajo de billetes en el bolsillo y manejan motazas de alta cilindrada. Me vino a la mente la comilona a la que nos convidó justamente este negocio, que entonces regentaba él por delegación de su padre.

El Mesón del Virrey se conserva exactamente igual que entonces, como si no hubieran transcurrido esos ocho lustros. Lóbrego pero acogedor, decorado con cuadros y objetos muy viejos, y decenas de fotos en blanco y negro, de toreros, actrices, y otros muchos ilustres visitantes que nadie conoce. Las mismas mesas con manteles de cuadros rojos y blancos, las vigas de madera, la chimenea en la esquina dando su buen calorcillo en esta gélida mañana de enero. Probablemente también la misma carta del menú, con sus manjares sencillos, sus sopas castellanas, sus carnazas y los mismos vinos recios. Me hizo gracia recordar que, durante aquella lejana visita nuestra, hojeando con hambre esa carta, Gustavo y yo coincidimos en el plato a elegir. El plato estrella, claro. Y el más caro: “chuletón Virrey” (48 euros, a día de hoy). Pero el bueno de José María, como empresario ante dos gorrones, se apresuró a aclarar que pidiéramos cualquier cosa, cabrones, menos, precisamente, el preciado chuletón. Y no le faltó generosidad realmente, porque nos invitó a cualquier otra cosa que pedimos, hasta saciarnos, con varios platos, su vino, sus cafés y seguramente que puros y licores hasta el cierre. Riquísimo todo, un verdadero agasajo. Y luego, para digerir la manduca, nos llevó a conocer su finca, que albergaba secretamente restos de algún asentamiento prehistórico. —Como digáis algo de esto, os corto los huevos—, nos dijo seriamente, a modo de bienvenida al yacimiento. Para terminar, dormimos en una gran casa vacía, en enormes camastros bajo siete mantas.

Hasta ahí más o menos los recuerdos. Qué bueno estar en Chinchón para rememorarlos con el protagonista y descubrir qué ha pasado por la vida de este personaje. De modo que no tardé en preguntarle a la camarera que salió a atendernos. ­—“¿Está José María Clemencio Vitoriano por aquí?”—. Me miró con extrañeza, estudiándome como tratando de adivinar si venía a cobrarle deudas o algo parecido. Pero no tardó en contestar secamente: ­—“No, él ya viene poco por aquí”—. A lo que intervine aclarando que habíamos sido compañeros de estudios, pero que de eso había pasado mucho tiempo y que, más que seguramente, él ni se acordaba de mí. Así que simplemente añadió, mientras se iba a por la cerveza y el vino que pedimos: ­—“este negocio llevaba tiempo cerrado y hace seis años me lo arrendó”.

 Minutos después, ya siendo hora de almuerzo, decidimos entrar en el mesón y rendirle honores al recuerdo de aquella primera visita. Es verdad que Consuelo me disuadió de pedir el pedazo de chuletón, no solo por su exagerado precio sino porque lo más probable, dedujo sabiamente, es que llevara siglos congelado en las cámaras, esperando algún incauto turista que nunca llega. No obstante, muy a gusto junto a la balconada que da a la plaza y cerca de una viva chimenea, dimos buena cuenta de sopa castellana, alcachofas de temporada y cordero. Todo muy rico. De modo que la misma camarera, tomando confianza, y aburrida ante la escasa clientela, fue desvelándonos el misterio entre plato y plato. Y cada vez que venía con alguna nueva comida, nos contaba una parte de la historia de Clemencio. Lo cierto es que la mujer, con el ir y venir de la cocina al salón, se fue soltando hasta ponerle un poco de enjundia al relato. Resulta que el fulano no era un tipo de su gusto. Nos lo pintó como vociferante y poco dado a las buenas maneras (“no como el bendito de su padre”). Que tuvo el negocio desatendido por años y años, y que le llovían las críticas. Y finalmente, para los postres, la camarera terminó de soltar la penosa realidad: que Clemencio, además de un hijoputa (sic), estaba muy mal de salud. Que sufría esclerosis múltiple y apenas podía moverse. Que cada día estaba peor. Nos aseguró que estaba arruinado, que había hundido el mesón y demás comercios familiares. Incluso una vez le había tocado la lotería y se había pulido los billetes en un santiamén. Estaba separado de su esposa y tenía un hijo “al menos que se sepa”. En definitiva, un desolador panorama de la suerte, de la mala suerte, vivida por nuestro lejano amiguete de la academia…

Inesperadamente, poco antes de terminar nuestro postre de leche frita (delicioso), y al pedir un café y unas copitas de anís, ella se quedó parada un momento, mirando fijamente a la plaza entre los visillos del ventanal. ­— “Justo por allí va” —, nos dijo de repente señalando un punto abajo, al otro extremo del ruedo. Entonces me levanté y guie la mirada hacia donde ella indicaba. Y desde la distancia pude ver a un hombre doblado, muy envejecido, que renqueaba a trompicones difícilmente apoyado en un bastón, como un córvido moribundo. Ni por un momento sentí impulso alguno de acercarme hasta él. Con solo verle se me pasaron las ganas. No quise ver de cerca los ojos del infortunio. Simplemente quise quedarme con mis desgracias para mí y las suyas para él. Y no sentí pena. Al contrario. ¿Quieren saber qué sensación recorrió mi mente con fuerza en ese preciso momento? Pues pensé en Gustavo, el único sano y venturoso que quedaba de los tres. Ni en Clemencio y su ruina, ni en Chinchón y su cordero. Palpé los latidos lentos de mi corazón y dejé que la sombra funesta del fulano pasara de largo. Pero lo que ocupó mi cabeza fue pensar en Gustavo, el tercero en discordia de los amiguetes allí reunidos tantos años atrás. Pensé en su suerte. Pensé en su inmensa fortuna, en el valor incalculable que significa tener una esperanza y un futuro. Me alegré de su destino. Sentí por momentos algo de la energía maravillosa de la vida que le queda por vivir.

martes, 27 de diciembre de 2016

El abuelo valiente

Figueres, Cataluña

 

—“Això es impressionant”—, siempre repito su frase favorita cuando estoy situado frente a una obra que me llama especialmente la atención. Me enseñó a amar el arte con pasión.

Mi abuelo era una persona tan afable como cabal. Caballero sobrio, de corbata negra y sombrero, guardo un recuerdo entrañable de él, aunque dejó este mundo hace ya casi 8 lustros. Y, sin embargo, no supe hasta pasados todos estos años desde su muerte, el ser valeroso que había sido. Quién me iba a decir que, tras esa apariencia de hombre tranquilo, se escondía un valiente que arriesgó la vida por defender sus ideales.

Erudito de la historia del arte, Joan Subias Galter (Figueres, 1897-1984) se inició en la gestión del patrimonio cultural catalán en 1926, asumiendo sucesivamente diversos cargos de la Generalitat durante los años de la República. Hay que reconocerle, entre otros, la iniciativa de declaración de monumentos nacionales del monasterio de Sant Pere de Roda o de la iglesia de Santa María de Vilabertran, joyas románicas del siglo XI. Desde sus competencias, promovió la restauración y rehabilitación de muchos monumentos.

Pero llegó la guerra (1936-1939). Salvajismo y destrucción en todos los frentes. En esos difíciles momentos, el abuelo Joan tuvo un destacado papel en la salvaguardia del patrimonio artístico. Fue tarea valerosa poner freno a las hordas de salvajes que siempre se enseñorean aprovechando las situaciones de conflicto. Puedo imaginármelo pugnando por convencer de su error a aquellas batidas destructivas de grupos descontrolados que recorrían los pueblos. En más de una ocasión tuvo que enfrentar con grave riesgo a las turbas armadas. Se jugó el tipo, pero valió la pena. Era jefe de la Sección de Museos y como tal, asumió la responsabilidad del traslado y protección de las principales obras pictóricas y escultóricas del arte catalán. Los cuadros y tallas más significativas se salvaron de la quema, y quedaron guarecidas en una masía en Can Descals (Darnius, en el Pirineo, junto a la frontera francesa). Joan se trasladó allí con su familia, mientras las tropas de Franco se aproximaban día a día.

La guerra se perdió y fue el último en cruzar al exilio. Él, su esposa Concha, y sus hijos Antoni, Xavier y Pilar. Esta última era mi madre, que contaba con muy pocos años. Me vienen a la mente los relatos que ella, pasados más de 80 años, nos contaba sobre el trasiego y almacenamiento de esas obras fantásticas. Le gustaba narrarnos anécdotas de esos días de la infancia, cuando veía a su madre rezar, por ejemplo, unos días ante la talla románica de la Virgen de Ger, otros ante el cuadro de la Virgen de Montserrat. Estas y otras joyas se salvaron y hoy se encuentran en diferentes lugares de Cataluña, para disfrute de todos.

Con el fin de la guerra, después de un breve exilio, Joan Subias sería represaliado y depurado, con pérdida de trabajo y sueldo. Nunca se le reconocieron los esfuerzos de numerosos estudios ni catalogaciones, ni la recuperación de tantas obras prácticamente dadas por desaparecidas. Ni mucho menos su arriesgada labor de protegerlas de la ruina, el expolio o la destrucción.

Enviudó siendo yo un adolescente. Recuerdo la ternura que me inspiraba en las tardes de verano aquel hombre bueno, meditando tristezas frente a las costas rocosas del Port de Llançá. Miraba al horizonte infinito del Mediterráneo durante horas, quién sabe si rememorando aquellos complicados tiempos en Darnius. Allí, atravesando los kilómetros de litoral por los que se extiende el Cap de Creus, tenía su residencia Salvador Dalí, amigo de su juventud. He oído contar a mi madre que, con motivo de la boda de Joan con mi abuela Concha, el genio ampurdanés les regaló dos cuadros que tuvieron que acabar vendiendo años después, en tiempos de penuria, para poder costear los estudios de mis tíos. Dos cuadros extraordinarios: “L'Estació” (pintado desde la terraza de casa del abuelo, en 1923), y que se encuentra en la fundación Gala-Salvador, en Figueres. Y “Cadaqués” (1924), hoy en el Museo Dalí de St. Petersburg, Florida, USA.

Todo esto lo he descubierto recientemente, para mi orgullo, y gracias al trabajo de recuperación de su memoria histórica que realizó el historiador Joaquim Nadal. A través de sus investigaciones, salió a la luz una desconocida pero maravillosa versión del abuelo luchador. “Dos vidas y una guerra”, el libro de Nadal[1], sintetiza bien en el título la existencia de aquel figuerense caído en desgracia. A raíz de su publicación, el diario La Vanguardia escribió un largo artículo que comenzaba diciendo:

“Muchas veces nos dejamos impresionar por los relatos de quienes ayudaron a salvar las obras de arte requisadas por los nazis y olvidamos que España sufrió también una trágica guerra que acarreó graves pérdidas patrimoniales y que hubo personas anónimas que se jugaron la piel para salvar obras de arte. Una de ellas fue Joan Subias, una figura demasiado olvidada que ahora acaba de rescatar el historiador Joaquín Nadal” (27 dic 2016).

En las ocasiones que nos visitaba en Madrid, acudíamos a recorrer las salas de los Primitivos italianos, en el Museo del Prado. Era un ritual ineludible. Me tomaba de la mano e iba explicando, con parsimonia, durante minutos, todos y cada uno de los cuadros de la galería. Conocía todas las historias, todos los detalles. Era una experiencia que yo disfrutaba sobremanera. Se plantaba frente a La Anunciación de Fran Angélico, o al Transito de la Virgen, de Mantegna y, entre disertación y disertación, no paraba de repetir “soberbio, soberbio”. Para el final dejaba siempre los tres cuadros de “La historia de Nastaglio degli Onesti”, de Botticelli, su adorado “Sandro”. Resultaba apasionante escucharle.

El libro de Quim Nadal se presentó el 11 de febrero de 2017, convirtiendo el acto en un emotivo homenaje celebrado en el Museu Dalí de Figueres. No podía haber mejor recinto. Allí, muy cerca del lugar donde hoy yacen estos dos personajes ampurdaneses —Salvador Dalí y Joan Subias—, nos reunimos con toda mi familia catalana y escuchamos los elogios de altas personalidades del lugar. Mi gran avi, un personaje cuya entrega a la salvaguardia del arte en peligro, por fin fue reconocida. 

 


[1] Nadal i Farreras, Joaquim. Joan Subias Galter (1897-1984), Dues vides i una guerra. Institut dʹEstudis Catalans. Publicacions de la Presidència, 2016

 Can Descals, Darnius, Girona