Jagüey
Grande, Matanzas, Cuba. 25 de agosto de 2016
¿Quién
me iba a decir a mí, que mi tercer viaje a Cuba estaría dedicado a buscar el
“escorpión azul y su renombrado veneno”? Los avatares de la vida son así.
Aprovechando una estancia en México, me planteé dar el salto a la isla y
desentrañar algunas dudas que llevaba en la cabeza. Había sido recientemente
diagnosticado de una grave enfermedad, y estaba en esa fase angustiosa en la
que los enfermos vivimos atemorizados y atentos a cualquier recomendación que
nos dé un rumbo, por quimérico o atolondrado que este sea. El último era este:
el “veneno azul”. Por lo menos sonaba sugerente.
En
realidad, primaba el interés por acercarme al Sistema de Salud cubano, tan prestigiado,
pero tan precarizado. ¿Son ambas características compatibles? Nada mejor que
viajar a Cuba y comprobarlo por mí mismo. Al menos cinco días en los que
repartiría el tiempo entre los médicos “oficiales” y la medicina alternativa.
Allá me fui. Concerté las citas médicas con antelación y, el 24 de agosto, volé
a La Habana desde la ciudad de México (2 horas).
Los
primeros días tomé alojamiento en una habitación alquilada en casa de familia,
en el sector de Vedado. El caserón, de época clásica, pertenecía a don José
Ojeda, abogado, que se desvivió en atenciones conmigo. Pero el barrio sufría
constantes apagones, con lo que rara vez funcionaba el aire acondicionado o la
nevera. O, mucho peor, no podía contar con wifi. Afuera y adentro, el calor
húmedo resultaba asfixiante. La casona tenía su encanto, pero era más que vetusta
y, a la larga, acababa resultando incómoda. Además, quedaba muy alejada de
cualquier paladar o lugar donde comer algún bocado. La cerveza más
próxima se podía tomar a unas doce o quince cuadras de distancia.
Hablé
con don José y ofreció disculpas. Pero la solución a aquellos inconvenientes no
estaba en su mano. Pobre hombre, se diría que la principal fuente de sustento
le venía del alquiler de aquella habitación tan limpia y primorosamente
decorada. Sin embargo, era obvio que no podía cumplir mis objetivos en esas
condiciones y tuve que marchar. Antes de salir por la puerta, y sin que se
percatara don José, su empleada, una mujer de mediana edad cuya atención había
sido exquisita, me entregó una tarjeta en papel malamente recortado, que guardo
conmigo:
¿Crees
que tus problemas son tan grandes que no tienen solución? ¿sientes que Dios
está demasiado lejos como para ver tu aflicción y comprender tus necesidades
reales? ¿Necesitas desesperadamente que ocurra un milagro en tu vida? Mira
hacia adelante, porque en este mismo instante DIOS ESTA A TU LADO. “He aquí yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Mat. 28:19 Iglesia
Adventista del 7monDía.
Inicié
mi ronda de consultas en La Habana. En el Instituto de Nefrología (calle 29 y
F, Vedado) me esperaba el doctor Abelardo Buh López, con quien tuve un ameno
intercambio de impresiones. Aunque redirigió mis pasos a otro contacto:
—Está
usted en la buena línea, pero para su caso concreto, le sugiero que hablé con
mi colega Atiliano. Es el especialista en esa materia. Le consigo la cita para mañana
mismo— y antes de despedirnos, no quiso dejar de reiterar: —Hágame caso
con esos cuentos sobre el escorpión… ese veneno no sirve para nada—.
Al
día siguiente tomé otro almendrón (taxi colectivo), esta vez un Pontiac
de los 40´, rosa y verde, con seis pasajeros, en perfecto estado de carrocería.
Me fui al INOR, Instituto Nacional de Oncología y Radiobiología (Calle 29 y F,
Vedado), donde fui saludado con mucha cortesía por el subdirector, doctor
Atilano Martínez Torres. Este acabó presentándome al doctor Fernando Areces
Delgado. El Sistema de Salud cobra una cuota de 25 dólares a cualquier
extranjero que requiera sus servicios (extienden un recibo de los Servicios
Médicos cubanos) y, a partir de ahí, ofrece toda su asesoría. De hecho, el país
tiene en el “turismo sanitario” una buena fuente de divisas, y resulta curiosa
la diversidad de nacionalidades (desde islas Barbados o Trinidad, hasta países
remotos como Etiopía o Zambia) que uno se topa en salas de espera y pasillos de
centros como este. Sin embargo, el aspecto que muestran las instalaciones es
demasiado añejo para un hospital. La consulta del doctor Areces viene pidiendo
a gritos un repaso que disimule las grietas y desconchones, así como el color oscurecido
de las paredes. La luz es mortecina y tengo dificultades incluso para tomar
notas. Pero a mí, en el fondo, todo esto me da igual. He venido hasta aquí a
escuchar a los principales protagonistas de un sistema sanitario que ha sido
muy reputado, al menos en otros tiempos. Su valoración técnica es lo importante,
lejos de que el decorado resulte más o menos lustroso. ¿Cuánto queda en pie de
este gran logro de la Revolución?, ¿Tienen los médicos cubanos propuestas más
eficaces para el tratamiento de las graves enfermedades de nuestro tiempo?,
¿qué terapias utilizan?, ¿cómo me pueden ayudar?
El
doctor Areces y yo tuvimos una larga conversación, sin prisas, durante la cual
expandí todo el rosario de pruebas recientes de que disponía: las analíticas,
los tratamientos, los escáneres, las resonancias. Incluso copia de la primera
biopsia. Todas hechas en hospitales madrileños. Finalmente, sin titubeos
estableció sus conclusiones:
—Está
usted siguiendo el trato sanitario indicado, don Pablo—. Sacó unas guías de
páginas arrugadas donde aparecían diversas pautas. —Miré acá, las líneas de
intervención son aquí las mismas que usted cuenta que recibe en España. Incluso
los mismos fármacos. El mismo orden en suministro progresivo de antiangiogénicos.
La única diferencia— explicó con expresión apesadumbrada—, es que acá no
disponemos de recursos para suministrar esos fármacos tan costosos a nuestros
compatriotas, mi amigo—.
Salí
del Instituto apesadumbrado, y también sintiéndome un privilegiado. Por lo
demás, tampoco acertaba a saber muy bien la utilidad de todo aquello. Habían
coincidido en que el tratamiento que ya venía recibiendo en España, era el
indicado. Pero quedé con la sensación de esperar más de la medicina oficial
cubana, tan afamada. Alguna nueva propuesta, algo que diera otras
oportunidades.
Así
que fui a alojarme al hotel Nacional (1930), confiando encontrar acomodo en ese
ilustre edificio, que es enseña de La Habana desde antes de los tiempos de
Batista. Era un casino muy famoso y, hoy en día, uno de los mejores
establecimientos de la ciudad. Todo funciona bien. Es especialmente
recomendable su bar de hamburguesas, y resulta muy cómoda la Casa de cambio que
está justo al lado. En Cuba funcionan tres sistemas monetarios diferentes pero,
como siempre, lo importante es que lleves tus propios dólares, contantes y
sonantes ¿dónde no aceptan la poderosa divisa gringa?
Me
alojaron en un piso ejecutivo. Solo coreanos como vecinos. Es decir,
tranquilidad en los pasillos, pero madrugar para desayunar. Al menos antes de
que todo Pyongyang llegara arrasando con los croissants y las jarras de zumos
de frutas tropicales.
El
veneno del escorpión azul
¿Quién
me habían metido en la cabeza las increíbles bondades de este veneno? Es verdad
que había páginas y páginas, en internet, hablando de sus efectos curativos. Sus
milagrosas virtudes. Una vez documentado, decidí matar dos pájaros de un tiro y
aprovechar bien el viaje a Cuba.
El
“Escozul, un biopreparado con origen en la toxina del escorpión Rhopalurus
Junceus”, rezaba el texto que había recibido por email, junto a la confirmación
de mi cita. Incluso proponían contratar los servicios de un conductor de
confianza, pues el lugar a acudir se encontraba a dos horas de La Habana, en la
población de Jagüey Grande, provincia de Matanzas (Calle 76 # 1707 entre 17 y
final), km 142 por la autopista nacional. El taxista Fredy me recogería a la
puerta del hotel. Su tarifa: 12 CUC/hora. El carro, un
Chevrolet Bel-air de 1950, negro e impecable. El trayecto discurre por una
autopista vacía que recorre entera el país. Repanchingado en el asiento trasero,
el itinerario se hizo muy corto. Jagüey Grande es, pese al nombre, un pueblo
pequeño, agradable y tranquilo, de viviendas bajas de madera. Nada al llegar
ofrece signos que tengan que ver con la trama que nos ocupa. Aparentemente, el
tema es manejado con cierta discreción. La casa a la que acabamos por dirigirnos
está en la periferia y es modesta. Es más bien un garaje acondicionado, en el
que tienes que esperar tu turno, antes de pasar al interior.
Me
atendió Yecania Monzón Ortega, enfermera y por lo que se ve, hermana de la
persona con la que tenía establecido contacto. La consulta se celebra los martes,
miércoles y jueves, de 8:30 am a 12:00 am y, por supuesto, con cita previa. El
día que yo acudí había cuatro personas esperando, dos de ellas provenientes de
México. Frente a mi escepticismo, todos confiaban en el remedio. Al menos, es
mi impresión tras el escaso intercambio de pareceres que establecimos, de pie,
durante la espera. No era la primera vez que asistían a la consulta.
Cuando
tocó el turno, Yecania, ceremoniosa, solicitó mi historial médico completo, con
datos, antecedentes médicos familiares, diagnóstico clínico, biopsia, historial
de tratamientos, etc. Abrió una ficha en un papel. Después, dio una larga
explicación sobre el tratamiento, revelando algunos aspectos que yo desconocía.
Por ejemplo, la sustancia que iban a entregar debía guardarse en frío, y su
eficacia era solo de tres meses. Después caducaba y no tenía más utilidad. Se
trataba de un frasco de 500 ml de Escozul, del que tendría que tomar 25 ml media
hora antes de las comidas, reteniéndolo en la boca durante tres minutos.
Finalmente, me daban también una carta del licenciado José Felipe Monzón
Hernández, en la que reiteraban nuevamente las virtudes del bebedizo y
detallaban las pautas de uso. Por último, antes de entregarme el frasco (en
realidad, una botella de plástico de Coca-Cola), hacían la velada sugerencia de
entregar una donación. “Escozul se brinda gratuitamente, pero será bienvenida
cualquier colaboración”. ¿Cuánto tocaba aflojar por aquello? Seguí lo que tenía
indagado como razonable y saqué de mi billetera 80 dólares en billetes de
veinte. Una pequeña fortuna en Cuba.
Acto
seguido apareció el veneno en su bote. Tenía aspecto viscoso y era de un tono grisáceo.
Parecía engrudo de un taller, o algo así. Pero me lo quedé mirando con mi mente
hirviendo de interrogantes ¿Dónde iba yo con aquello?, ¿veneno de escorpiones?,
¿me haría algún efecto? Desde luego, no era fácil el tratamiento, muy
complicada su logística. Debía conservarlo en frío (en el hotel, en el avión,
al llegar a casa) y, sobre todo, reponerlo cada tres meses. No lo enviaban. O
iba yo a por él, o mandaba alguna persona por el encargo. ¡Cada tres meses!
Sabía
que ni siquiera probaría ese ungüento. Ni por curiosidad. Pero pensé que en el
hospital de Madrid, los médicos tendrían inquietud por conocerlo y hacer
ensayos. Así que me lo traje, observando todas las precauciones. Antes de irme,
hice una petición a Yecania: quería ver los escorpiones. Sentía curiosidad por
conocer el artrópodo en cuestión. Tras algunas reticencias, permitieron el paso
a un cuarto aledaño donde había una bañera mugrienta y aislada. En su interior,
algunas hojas y troncos secos. No veía nada. Me dijeron que observara bien, que
ahí se ocultaban unos cuantos. Entonces empecé a verlos, se movían despacio y
levantando el aguijón. Decepción absoluta: había imaginado unos escorpiones
vigorosos, con patas y pinzas fornidas y aspecto terrorífico. Pero nada de eso.
El escorpión azul era pequeño, insignificante. Parecían más bien quisquillas de
Málaga. Y lo peor de todo: no eran azules. Contaba que serían de un añil fulgurante,
con lunares rojos o algo así. Pero eran de un color indefinido, desaborido, entre
blancuzco y transparente. Toda una desilusión. Esos bichos eran similares a los
que aparecen, a veces, por el patio de mi finca de Extremadura. Ni más, ni
menos. No dejes que te piquen, eso sí, porque el dolor que provocan es como el
de tres avispas al mismo tiempo.
Salimos
de Jagüey Grande, no sin antes comprar, en una tienda de la plaza, la pequeña
neverita que habían recomendado. Así, con perplejidad y dudas, me devolvió
Freddy a mi hotel en La Habana. De inmediato, guardé la botellita en el
congelador de la pequeña nevera de la habitación. Luego me fui a beber unos
mojitos al bar del hotel Cuba Libre, otro de los emblemas arquitectónicos de la
ciudad y hoy perteneciente a una cadena española. Pasé, como es preceptivo, por
la tienda en dólares aledaña. Ahí encontré un medicamento sobre el que
había leído durante mis pesquisas del Escozul. En una vitrina, entre otros
fármacos, vendían Vidatox, “medicamento homeopático. Gotas sublinguales”. A un
precio de 171 CUC (aprox. 150€) el frasco para dos meses, prohibitivo para los
cubanos. El folleto indicaba, entre otras ventajas, “que prolongaba la
sobrevida”. Se trataba de una versión homeopática del veneno del escorpión
azul. No puedo negar que compré dos frascos. También para investigar…
Nunca
llegué a probar el Escozul. Un día lo saqué del congelador de casa, lo eché por
el váter y me deshice del bote. Ni siquiera lo llevé “a investigar”, preso de
cierta vergüenza ante la posible rigidez de los médicos. ¿El Vidatox?, ahí lo
tengo, en un cajón. Más caducado que el huevo de Colón.
Al
final, he seguido durante años la línea de fármacos que sugieren los oncólogos
que me han atendido siempre en el hospital de Madrid. Sin excepciones ni
extravagancias. Medicamentos que están dando buenos resultados. Cada vez que mi
doctora firma una nueva receta (estas medicinas se proporcionan solo cada dos
meses y con riguroso control), siento la confianza de que ella está poniendo en
mis manos lo mejor a que, de momento, podemos aspirar. Y son dispensados
gratuitamente por la Seguridad Social, pese a su elevado coste.
Dedicado
a la oncóloga Teresa Alonso Gordoa, que
con acierto dirige mi terapia desde hace años.