Ciudad Real.
Uno hubiera esperado mayor exotismo en las formas,
algo de colorido al menos, pero Héctor Coconá me abrió la puerta arropado en
una simple blanca bata. De inmediato me ofreció asiento en la butaca principal
de su consulta.
Es verdad
que en mis correrías amazónicas, más de una vez tuve ocasión de acercarme a
conocer chamanes que me enseñaran algo de los manejos curativos de la selva.
Los había conocido en regiones remotas de Perú o Bolivia, más o menos
acicalados con trajes y abalorios rituales. Los hubo ruidosos y bullangueros
pero, en general, gente seria y aparentemente formal. Solo la curiosidad me
movía en aquel entonces, sin ninguna necesidad curativa apremiante, por suerte.
Pero años después ―ahora sí―, la enfermedad me empujaba a recorrer con
ansiedad, todas y cada una de las pistas que llegaban a mis oídos sobre
tratamientos diferentes y supuestamente eficaces si se los comparaba con los
que ofrecía la medicina convencional. Por ello, en ese peregrinar sin fin, me
encontraba ahora en este dispensario del piso cuarto de un moderno edificio de
la periferia de Ciudad Real. Y ante mí, un personaje menudo, con acento
ecuatoriano y profundos rasgos indígenas, pero completamente desprovisto de los
atavíos que yo asociaba a mis experiencias chamánicas.
"Mejor así" ―pensé
para mí, mientras intercambiábamos las primeras palabras. Eché un vistazo a los
diversos diplomas enmarcados que ocupaban las paredes y me llamó la atención
que, en su mayoría, no mencionaban nada relativo a especialidades tradicionales
suramericanas sino que, en general, había referencias a la acupuntura y a otras
disciplinas orientales. Precisamente en las antípodas planetarias de lo que yo
había imaginado. Me fijé en uno de los títulos, que aludía a la especialización
de Héctor en Moxibustion, tratamiento
tradicional chino que emplea hojas desecadas y pulverizadas de la planta
Artemisa vulgaris. Esta planta, conocida también como Crisantemo o hierba de
San Juan, y que entre nosotros es tenida como maleza, se muele hasta convertirla
en polvo y posteriormente se quema cerca de la piel.
Héctor me
atendió con mucha amabilidad, pero no le hizo falta escuchar demasiado el
relato de mi historia clínica. Desdeñó de un plumazo los informes médicos, las
analíticas, los TACs, las resonancias, en fin… Me prestó atención los instantes
justos que él considero necesarios para establecer sus conclusiones. En cuanto
supo mi diagnóstico según aquellos informes que yo traía, no lo pensó dos
veces:
―Yo en su
lugar me iría a lo más profundo de las selvas del río Napo, en la región selvática
del Ecuador, donde intentaría conectarle con los más sabios de aquella tierra
mía, para que lo cuiden. —Lo dijo con rotundidad, dando al traste con toda su
diplomatura oriental. No supo ofrecerme más detalles sobre cuánto tiempo y cómo
se iba a desarrollar mi vida entre los indígenas de la Amazonía.
A
continuación sacó del primer cajón de su escritorio una raíz del tamaño de un
nabo mediano, algo más oscura y retorcida, que puso en el centro de la mesa
como si fuera la mejor pieza de su tesoro.
―Uncaria tomentosa, también conocida como
“uña de gato”―, dijo con un brillo en los ojos. Pero aquella raíz no me pareció
guardar relación alguna con el carpobrotus
edulis, planta familiar de hojas carnosas y alargadas que cultivo en mi
jardín. Y sin embargo, según explicó Héctor, la uncaria tomentosa crece exclusivamente en tierras vírgenes de la
floresta peruana, cuyos habitantes la utilizan recurrentemente para remedios
curativos.
―Solo
conservo este bulbo, pero llévatelo. Todos los días te tomas un litro después
de cocerla en agua durante 30 minutos.
Volví a casa
con la extraña raíz envuelta en un periódico. Dado que el chamán manchego no
arrancó en mí el propósito de irme a vivir a la jungla, al menos cocería en la
olla la planta peruana para tratar de sacar unas primeras conclusiones. Lo
haría inicialmente a modo experimental, para notar mis sensaciones y dejarme
llevar por la intuición. Es lo que hacía cada vez que me encontraba en una
tesitura similar, frente a tantos remedios botánicos que me sugerían de aquí y
de allá cada semana. Tal y como solía hacer ante plantas milagrosas o con
prácticas que se me antojaban a cada cual más brujeril.
Todas las
semanas alguien me llamaba o me enviaba por teléfono o por youtube alguna vaga
luz en la que guardar esperanza. Había que probar, había que arriesgar y echar
mano de las sabidurías y también de las ocurrencias del ser humano, fueran del
lejano Oriente, de la selva, incluso de la gruta de Lourdes, o de quién sabe
qué devoto convento, da igual si católico o budista. Lo hacía porque notaba claramente
los malos presagios en las consultas de los diversos hospitales de mi ciudad, a
los que acudía con regularidad. Desde el primer momento, lo percibí en el tono
de voz de los médicos, falsamente animosos. En las miradas compasivas de
algunas enfermeras, o en los murmullos escudriñantes de los radiólogos, cada
vez que me sometían a un nuevo escáner. Estaba sentenciado a muerte, sin fecha
ni hora precisos, y ello justificaba recorrer todos los vericuetos que me
ofrecieran. Al menos, un aliento de vida. Necesitaba un horizonte por el que
buscar, sortear todos los obstáculos, y no derrumbarme.
Así que,
aquella tarde, introduje el tubérculo en la olla y lo herví pacientemente
durante media hora. Al cabo de ese tiempo, el agua bullía haciendo exudar por
los poros de la planta unos hilillos grisáceos que fueron tiñéndolo todo. Más
tarde, para cuando había enfriado aquel brebaje, su superficie era una
mucosidad densa que se podía cortar con el filo de la cuchara, como si fuera el
más repugnante de los flanes.