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En la Vera
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Estaba
recién llegado de una de mis misiones africanas, muy cansado. Era mediodía
cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir en pijama y encontré a un joven bien
plantado, de unos veinte años, serio, pero de expresión agradable. Desde el
umbral, tomando aire, dijo contundentemente:
—Soy
tu hijo. No quiero nada, solo conocerte.
Me
heló la sangre por unos instantes, pero aquel semblante noble transmitía un
sentimiento que no tardó en atemperar la sorpresa. Lo miré fijamente a los
ojos, unos segundos que parecieron minutos.
Mi
respuesta salió espontánea: —No sé si darte la mano o un abrazo—. Realmente
no sabía qué decir.
Pasó
a casa, se acomodó en el sofá. Lo advertía nervioso pero decidido. Traté de que
se encontrara a gusto; su presencia allí resultaba agradable. Me vestí
apresuradamente, y propuse salir a dar una vuelta. Hicimos un largo paseo que
acabó en las terrazas del café Gijón, y en el que tratamos de ordenar las
piezas de mi vida desordenada. Era una mañana soleada y las calles de Madrid
resultaban inusualmente sosegadas.
Tenía
que llegar el día. Lo tuve siempre en la cabeza. Recordé, hacía años, cuando su
madre vino a contarme su embarazo. Yo era un adolescente, un pringao, y no fui
capaz de reaccionar como se espera de un adulto hecho y derecho. Aquello era un
error, no me entraba en la cabeza. Meses después, supe que ella se había casado
con otro.
Entre
aquellos primeros momentos y el encuentro de ahora, había pasado mucho tiempo.
Había transcurrido toda una vida, que ahora se hacía presente con toda emoción
y un torbellino de desasosiego. Pensé, durante no sé cuánto tiempo, que había
dedicado mi trabajo a proteger niños hambrientos y, sin embargo, no había sido
capaz de preocuparme por mi propio hijo. Me sentía confuso. Venían a mi mente,
de golpe, las caras de tantos chavales africanos o americanos por los que había
luchado tanto. Y aquí tenía uno más, por fortuna sano y regordete. Y además
sonriente. Tuve la sensación de que todo se revolvía en mi cabeza, dichosa vida
revuelta que había llevado…
Tomamos
varias cervezas. No paramos de hablar, sobre todo él. Con entusiasmo.
Descongelamos el ambiente y nos regalamos nuestro mejor desenfado, para
celebrar aquel encuentro especial. Resolvimos perdonar errores del pasado, por
graves que fueran, y darnos un fuerte abrazo. Desde ese momento mágico, fuimos dando
luz a una amistad que ha acabado siendo profunda. Establecimos que aquél sería
nuestro asunto personal, y no alteraríamos la normalidad de la familia en la
que él vivía desde su llegada al mundo.
Había
ganado algo más que un hijo o un gran amigo. Hoy en día, cada vez que nos
juntamos a comer sushi, o viene a pasar unos días a mi guarida verata, siento
una gran satisfacción. A menudo acude flanqueado por su entrañable tribu: una
piña formada por su mujer y sus dos pequeños hijos, que parecen ser felices. ¡Mis
nietos! Resultan un grupo muy tierno. Quienes lo conocen de cerca, aprecian
gran simpatía por él: mi mujer, mis hermanos, algunos amigos de confianza.
Aunque todos coinciden que me supera ampliamente en genio y gracia. Por fortuna,
no ha heredado varios defectos míos, como el enfurruñamiento o la melancolía existencial.
Él tiene los pies sobre la tierra, es un trabajador nato y está dotado de la virtud
de la ternura.
He
tenido especial empeño en dar testimonio de todo esto que cuento aquí, aunque
para la mayoría de mi órbita no sea ninguna novedad. No me interesan ni los
prejuicios ni los juicios morales. Las comprensiones o las incomprensiones que
pudieran haberse ocasionado en mi entorno. La sangre siempre acaba reencontrándose.
Esta
es una historia que me hace feliz. Es mi historia. Es nuestra historia. Así,
entre relatos de conflictos y miserias humanas salpicando cada una de estas páginas,
este es un capítulo en positivo. El más importante que he querido escribir, independientemente del lugar que
ocupe en este blog.