domingo, 24 de enero de 2010

Marabunta en la ciudad maravillosa

La ciudad más fantástica de América Latina. Extendida de manera inverosímil entre ciclópeos morros de basalto, abocada al cálido océano y con una exuberante vegetación selvática, allá donde todavía quede un resquicio de suelo.  Pocas urbes en el continente me producen mayor sensación de euforia. Es una sintonía irreal bajo el sol brillante: rocas negras, jungla esmeralda y mar nítidamente azul. 

En realidad, el Gran Río es una ciudad interior y oculta. La mayor parte se desparrama por la inmensidad de los barrios, más allá de la bahía de Guanabara, y pasa inadvertida para los turistas. No podría ser de otra manera. El mar ejerce su poderoso influjo. El sofocante calor no invita a fundirse con el cemento y el asfalto del caótico meollo de Río y sus extensas barriadas y edificios.Me fascina recorrer a pie los kilómetros de franja litoral a lo largo de la orla en la que se van sucediendo, interminablemente, las playas de Flamingo, Botafogo, Urco, Copacabana, Ipanema, Leblon… ¡Pero ojo! No siempre impera la atmósfera idílica de arena limpia y cocoteros con la que sueño. ¡Siempre no! 

Sin ir más lejos, ayer mismo, día de Sâo Conrado, un domingo cálido de enero, me pasó. Antes de que el calor comenzara a apretar, la inmensidad de Ipanema se había ido poblando de sombrillas amarillas. Primero por decenas, después por miles y más tarde, por decenas de miles hasta cubrir toda la arena. En cuestión de horas el hormiguero humano había poblado hasta el último centímetro de espacio libre. Ahora, debajo del mar de sombrillas, miles de cuerpos morenos se rebozan en la arena o abren, una tras otra, latas y botellas de cerveza Antártica. Y la orilla se convierte pronto en un enjambre longitudinal de cabezas, se diría que arrojadas como despojos de entre la multitud.



miércoles, 18 de noviembre de 2009

jueves, 18 de junio de 2009

Tierra de soledades telúricas

 

"Esas serranías donde el hombre termina su camino porque no puede volar,

cercano a las moradas de algún dios que desdeña arrimarse a la tierra.

Cumbres heladas, talladas para hombres de hierro que lloran sin lágrimas".

            José María Arguedas (1911-1969)

 
El avión despegó en Lima. Desde la ventanilla la neblinosa garúa lo envuelve todo como si estuviera en un dulce sueño. Y al rato, el fuselaje emerge al cielo libre y azul para sorprendernos con el espectáculo de la cordillera recortando el horizonte. Siento el prodigio de volar como los cóndores. Ahí están los gigantescos nevados con sus crestas relucientes. A media hora de vuelo, el Titikaka irrumpe brillante en la llanura del desierto altiplánico. Es un imponente espejo que nos lanza destellos. 
 
Pero una vez que el lago con sus orillas de totora va quedando atrás, de nuevo, el paisaje lunar lo ocupa todo a nuestros pies. Mientras tanto, la cordillera siempre permanece al fondo. Solemne. Soberbia. Más que un paisaje de la luna, se diría que es el de un planeta desconocido, con la tierra rojiza de Marte y el semblante de Venus asomando, entre la nebulosa de nieves y picos erguidos.
 
(Reportaje publicado en la revista Aventura)