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Torre al-Burj
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Emirato
de Dubái. 2009
En las orillas
del desierto ha surgido, de un día para otro, esta megalópolis de rascacielos rutilantes.
Aquí, donde hace apenas unos años no había más que jaimas, pastores y camellos.
Así ha transformado el petróleo a este y al resto de emiratos del Golfo arábigo,
pasando de las precariedades del pasado a un futuro de inmensa prosperidad.
Lo mejor es tomar
un taxi para dar una vuelta por lo más atractivo de la ciudad. Salvo
excepciones, los vehículos pertenecen a empresas emiratíes, pero los conducen
empleados hindúes o pakistaníes exquisitamente formales. Cobran estrictamente
lo que marca el taxímetro y no resultan costosos. Dos horas de gira te
puede salir por no más de 30 o 40 euros. Los conductores se expresan en
ese inglés con resonancia hindú y entienden perfectamente lo que quieres ver y hacer.
No obstante, en mi primera visita, di con uno que sólo hablaba urdu, por lo
cual tuvimos que manejarnos con gestos. Resultó parecido a una divertida
conversación entre sordomudos, en la que Rajib se hizo entender hábilmente.
Dubái está
marcado por la impronta de la fabulosa torre Al-Burj, la más alta del mundo
(850 metros). Subir hasta el mirador te hace sentir que sobrevuelas esta locura
humana levantada sobre una tierra yerma. El vértigo está garantizado y el
horizonte son brumas a nuestro alrededor. Hoy no es un día despejado sino que
nos inunda la calima privándonos de las fabulosas vistas del desierto y el mar.
Solo la ciudad, como un castillo de naipes, se perfila ahí abajo. El ascensor
desciende a tal velocidad que a punto estoy de vomitar el café. Ya en tierra
firme, retomamos Beach Avenue hasta The Palm Jumeirah, la sorprendente
urbanización que crece penetrando en el mar. Son unos 20 km en los que tienes la
larga playa a tu derecha y pasas frente al hotel Burj-al-arab, uno de los más
lujosos y caros del mundo. Su magnífica arquitectura representa un gran velero
frente al mar. Una vez en The Palm, toma el túnel bajo el mar hacia el final de
la urbanización y llega hasta el enorme hotel Atlantis, en el camino verás
un exponente de la locura de construcción ganada al mar.
También en estas
costas se desarrolla el gigantesco proyecto "The World", construido a
base de acumular arena formando islas que pretenden reproducir, a pequeña
escala, los países y sus continentes. Resulta curioso ver el resultado desde el
mapa satelital de Google. Toda esta parte de la ciudad no para de asombrar con
sus paisajes de modernos edificios surgiendo uno tras otro. Sin embargo, el
chófer propone enfilar la avenida Zayed, la principal y más directa para
regresar al centro de Dubái. La arteria en su dilatada extensión es una deslumbrante
sucesión de edificios futuristas. Algo así como un decorado desmesurado de
cartón-piedra a mitad de camino entre Benidorm y Manhattan.
Hay que acabar
esta gira con una vuelta a pie por el Dubai Creeck, una ría atravesada por
embarcaciones tradicionales en cuya orilla bien puedes comer algún platillo
picante o fumarte una pipa narguilé. Es el centro populoso del
emirato aunque no lo parece. Aquí no hay lujos ni excentricidades sino el ajetreo
de sus mercadillos, tumultuosos y abarrotados como ciudad hindú o paquistaní. Se
hace patente que el 80% de los habitantes son trabajadores extranjeros, sobre
todo orientales, procedentes de Pakistán, India o Filipinas y se concentran en
barrios humildes, sin rascacielos, pero salpicados de ambiente callejero. Sin
lugar a dudas la zona más animada de la capital , a años luz de la modernidad
de un país cuya minoría autóctona muestra una rigidez casi severa. Los dubaitíes
siempre lucen al aire unas elegantes kanduras, túnicas de un blanco
inmaculado. Y suelen ir tocados con la beonlema, ese bello turbante de
cuadros rojos o negros que enrollan en la cabeza y que no mide menos de 5
metros de largo. Las mujeres, más circunspectas, salen a la calle luciendo la abaya,
túnica negra que les cubre la mayor parte del cuerpo.
Pero las
costumbres están cambiando en Dubái, como en Abu Dabhi o en tanto cualquiera de
los otros cinco emiratos de la federación. Todo se trasforma a un ritmo
vertiginoso, al impulso del shamal, el viento que a menudo sopla por
todo el Golfo. Siglos de jaimas y camellos en las dunas del desierto, frente a
la más pujante modernidad.
