viernes, 30 de enero de 2009

Larache, habitación 32

En la terraza de la habitación 32 con mis amigos Gustavo y Hernán



Me gusta Larache. Siempre que me acerco por aquella zona atlántica del Maghreb, me alojo en la habitación 32 del hotel España. El balcón se asoma al alegre bullicio de la place de la Libération, y el lugar es un punto estratégico entre dos mundos: la Medina y el Larache que creció en época del Protectorado.

Perfecto lugar desde el que callejear por una pequeña ciudad que mantiene, como ya pocas en Marruecos, testimonio de aquel pasado de luces y sombras.

sábado, 6 de diciembre de 2008

sábado, 29 de noviembre de 2008

A unos pasos del terror

 Mumbai, Maharastra. India.

 

Ayer estaba yo tan tranquilo en mi cama de la habitación del hotel Fariyas, en el barrio de Colaba, a cuatro o cinco calles de donde horas después han perpetrado los ataques contra el hotel Taj Mahal ó el café Leopoldo. Más tarde leo que han sido hasta diez ataques coordinados en toda esa parte de la ciudad. El saldo de víctimas acabará ascendiendo a 173 muertos y 327 heridos. Disparos, granadas, explosiones, rehenes. Muyahidines a la caza del turista. Una tragedia.

 

No sospechábamos nada, pero la fortuna ha querido que, por la tarde, antes del desencadenamiento de los violentos sucesos, decidiéramos tomar un tren para visitar los templos de Pune —también en Maharastra, a 3 horas en tren de Mumbai—. La suerte ha estado de nuestro lado y toda la tragedia ha transcurrido durante esta providencial escapada de la ciudad. Cuando haya pasado todo, volveremos a un Mumbai que todavía sigue humeante y en shock. Sin prisas. Con prudencia.

 

Ahora mismo, cuando todavía colean los rastros del desastre en la capital, seguimos en Pune, mezclados entre una congregación de peregrinos que acuden a un festejo. Contemplamos el espectáculo de los humanos festejando en paz, frente al impresionante templo de Devdeveshwar. Asistimos fascinados a otra explosión muy diferente. En esta ocasión llena de vida, paz y color: la procesión ritual de una multitud de marathas, majars, malís, brahmanes, marwaris, payabíes y sindis, reunidos aquí en solemne ceremonia. Los tremendos contrastes de la India.



https://elpais.com/diario/2008/11/27/internacional/1227740402_850215.html

jueves, 27 de noviembre de 2008

Buscando un libro en Santo Domingo

Santo Domingo, República Dominicana. 2008

     La expresión de los pocos libreros que he encontrado en mis correrías por el barrio de Gazcue es siempre la misma: extrañeza. Se levantan de la butaca bufando y hacen un gesto cansino, mostrando las estanterías polvorientas, repletas de puros manuales de autoayuda, de recetarios de cocina, bestsellers ingleses y cosas infumables de editoriales españolas (¿quién diablos se comprará aquí libros de Luís Mariñas, de Cebrián o del mismísimo Aznar?). Pero voy buscando alguna obra escrita por el expresidente Balaguer y no estoy encontrando nada. Joaquín Balaguer, presidente de apellido catalán, como tantos otros en Centroamérica y Caribe. Si le preguntas a los libreros por el viejito Balaguer, te van a responder que —te guayaste, español, vaya usté a saber si escribió siquiera algún libro en su día, si dizque era ciego, carajo. Balaguer (apodado “el caudillo”) para unos es el padre de la democracia dominicana, siendo presidente de forma discontinua entre 1960 y 1996. Buen escritor, aunque su obra no sea tan conocida. Ya vemos que incluso hoy en día cuesta encontrar sus escritos hasta en el propio centro de Santo Domingo. Sin embargo, su biografía habla de más de una sesentena de obras publicadas entre ensayos, poesía y documentos de historia.

Así que desvié el rumbo de la peatonal calle de El Conde, a cualquier hora atestada de turistas sonrosados y en chores, bellísimas jevas de mirada penetrante y ancianas pedigüeñas. Suenan con estridencia la bachata y el merengue también a toda hora, inundando las vías, que se llenan de vida. Calor intenso al mediodía, ese sopor caribeño que es bueno para recibirlo junto a la orilla del mar, pero endemoniado para cualquier gestión sobre el asfalto urbano. Ganas tengo de volver a mi pensión, quitarme la camisa formal y calzarme la camiseta colorida y las chanclas. El uniforme tropical, pudor.

Era la hora del almuerzo, así que devoré un pica-pollo con su buen frito de guineo, en un puesto de la acera. Estaba chévere, delicioso. Luego tomé un ruidoso motoconcho que me coló en volandas callejón arriba hasta la Palmerito Troncoso con la Duarte Macorís. De allí seguí caminando, con mucho cuidado de no meter la pata en uno de tantos agujeros de aguas negras que invaden las aceras. Más allá, en una plaza en la que revientan en el suelo las raíces de una enorme buganvilla, encontré el puesto de libros que me había indicado un tiparrón fuliginoso mientras tomábamos ron en un colmado. En una esquina estratégicamente ubicada, acurrucado bajo un toldo entre tablones, un viejecillo sin dientes tenía desperdigados una buena cantidad de tomos raídos en varios montones. Qué bacano, por fin allí he encontrado uno de los textos tan afanosamente buscados, aunque el hombre me ha soplado sus 300 pesos, sin aceptar entrar al regateo.

Chico, por un buen regalo para un amigo no discuto el precio, —le dije con una sonrisa mientras alargaba los billetes. Él, muy serio, soltó en genuino caribeño y sin pestañear —Entonse, si é pa regalal'lo, é menesté envolvel'lo. Acotéjese por acá mientlas lo preparo, mijo, —y buscó por todas partes algún sobre usado que cerró parsimoniosamente con un cordel —Ajá, ya tú sabes, chico. Ya estoy quillao, nadie lee —confió cuando daba la vuelta —Carajo, ya no queda gente fina. Por acá semos todos prietos y estamos en ola polque los pocos pesos se gastan nomás en pinga.

Pero qué vaina, yo estaba satisfecho porque había echado una mano a quien briega en las calles por mantener la vida de los libros, cualesquiera que sean. Y, por otra parte, sabía que realizaba un verdadero hallazgo para cualquier aficionado a la literatura latinoamericana. Buscar títulos olvidados es siempre un estupendo motivo para recorrer librerías y puestos callejeros, e ir explorando así los rincones más ocultos del centro de la ciudad.

viernes, 15 de agosto de 2008

Londres

Texto

lunes, 18 de febrero de 2008

¿Para dónde se fueron mis amigos de Villa Luz?

Tierralta, departamento de Córdoba






Conocí a un puñado de familias campesinas en los terribles años del azote paramilitar que asolaba el norte de Colombia. Habían huido de una masacre atroz en la que rodaron cabezas de hijos, hermanos y primos. Los que pudieron lograron salir corriendo, abandonar animales y hogares para salvar la vida. Y quedaron condenados a vivir bajo un chamizo.

Años después he vuelto a visitar esos mismos campos donde se refugiaron aquellas familias, al amparo de algunas organizaciones de ayuda, pero no he encontrado ninguna señal de los cultivos que con esfuerzo emprendieron. Ni siquiera quedan escombros de lo que en su día fueron las carpas bajo las que se guarecían de los aguaceros. Ni un rastro de sus habitantes.

¿Para dónde escapar de la larga sombra del miedo? Mis amigos de Villa Luz acabarían dispersos por los barrios marginales de las pequeñas ciudades más cercanas, como tantos desplazados: Otros llegarían hasta Montería, incluso a Cartagena o Barranquilla, en un busca de un futuro. Seguramente lo harían con grandes dificultades, pero con el firme propósito de asentarse lo más lejos posible del terror.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Desastres balcánicos (II), las heridas abiertas de Kosovo


Suroeste de Kosovo

Escribo desde Prizren, una población kosovar de atmósfera otomana, apenas a una veintena de kilómetros de la frontera con Albania. Hoy he llegado aquí con mi pequeño vehículo durante una jornada más de este periplo balcánico. Si ayer descansé disfrutando del animado ambiente cosmopolita de las calles de Skopje, la capital de Macedonia, hoy las huellas de la guerra y de la pobreza son más profundas.

Los convulsos Balcanes, donde las fronteras todavía surgen tras cada colina como muros de odio, y se convierten en triste exponente de la incapacidad del ser humano para convivir fraternalmente.

lunes, 5 de noviembre de 2007

jueves, 11 de octubre de 2007

Caminos de Bolivia

Recinto arqueológico de Samaipata
 

Santa Cruz de la Sierra

 

La Bolivia más profunda, de aldeas de adobe y piedra, neolíticas, aisladas en su abandono secular. Las pampas desoladas por donde no pasó ni la Colonia. 4.000 metros de altitud. Cielos de azul intenso. Cumbres, picos y crestas nevadas majestuosas y resplandecientes que sobresalen en el horizonte. Aridez y cultivos de papa, infinitos paisajes de un universo yermo. Rebaños de llamas y enjambres de niños de mofletes enrojecidos por el frío y el duro sol andino.

Lo que en los mapas son unas decenas de kilómetros, se convierten en horas de recorrido por trochas polvorientas que suben y suben cerros hasta el atardecer. Aparecen entonces, por fin, las luces diminutas de una nueva aldea donde retomar fuerzas y buscar un cobijo al gélido clima de la noche en ciernes. Uno no deja de sorprenderse cómo pueden sobrevivir en un medio tan rudo estos lugareños huidizos que me escrutan desde sus cabañas, en cada poblado que va apareciendo en el camino. Gentes aclimatadas por el paso de los siglos a su vivir solitario y rudo. Como si de seres de otra época se tratara: cholitas enfundadas en polleras coloridas, caminando encorvadas, con un bulto a la espalda del que sobresale la cabeza de un niño de carrillos sonrosados. Y hombres de mirada desconfiada, eternamente con su bulto en la boca, pijchicateando la bola de hojas de coca. Los indios quechuas de la cordillera, como los aymarás del altiplano, sobreviviendo apenas con el cultivo de sus variedades de papa, que constituyen el alimento básico. Y cuidando los rebaños de llamas y alpacas, animales de los que aprovechan todo: excrementos (combustible y abono), carne (alimento), cuero (fabricación de rústicas abarcas), huesos (herramientas) y pelo (tejidos, cuerda).

El alma en un puño conduciendo el todoterreno al filo de los abismos, pendiente de que las piedras afiladas no revienten una vez más otra rueda; de que la gasolina alcance para llegar al próximo poblado donde alguien te venda, o no, unos litros más. Pero más sobrecogen esas viejecillas encogidas que aparecen a la vuelta de los caminos. Salidas de la nada y envueltas en telas descoloridas, siempre lucen un sombrero cuya forma y color va variando según comarcas. Extienden su mano pidiendo pan y dando las gracias en un lamento de su incomprensible jerga aymará.

El viaje ha ido tomando su ritmo. Una semana de ruta atravesando sierras de senderos cada vez más serpenteantes. Voy descendiendo los Andes jornada tras jornada, dejando atrás el frío del desierto. La humedad va ganando ámbito, también la vegetación. Me aproximo al trópico, es fascinante está variación progresiva. En Santa Cruz de la Sierra hace fuerte calor. La plaza mayor está rodeada de soportales y en ella se erige la catedral de ladrillo. Todo el entorno está muy animado, con multitud de puestecillos de feria. Cansado del volante, he optado por dejar aparcado unos días el carro que alquilé, y subirme desde mañana al autobús para seguir en ruta. Son pequeñas busetas que van atestadas de mujeres con pollera y fardos de gallinas asustadas. Otras indígenas van cargando pesados sacos de maíz o harina. Sorprende su agilidad, para lo pequeño de sus cuerpos. Se dirigen a los diferentes mercados que celebran en las poblaciones que están en mi itinerario. He tomado la línea que pasa por Samaipata, un enclave único en América. Hace muchos años que quiero conocer este recinto arqueológico, tenido por lugar mágico. He logrado ocupar el asiento junto a la ventanilla, un poco apretado pero entusiasmado ante el colorido trasiego que se desarrolla allí dentro. Un caos ordenado. Porque cada persona embarcada va con destino a una aldea más distante de la otra. Acodado en la ventana abierta, nada como respirar hondo la brisa de las montañas y adentrarse por los caminos, a recorrer pueblos y aldeas dormidas de esta Bolivia fascinante.

En estas regiones interiores de Santa Cruz, la cordillera es mucho más baja y sus montañas, crestas y mesetas rocosas, están resquebrajadas de pobladas masas de selva. Ríos profundos se van abriendo paso y dan forma a los barrancos por los que se asoma el autobús en su ascenso. Qué bien he hecho en dejar mi vehículo atrás: la conducción es arriesgada y los precipicios te quitan el aliento con cada curva.

Samaipata ha sido un descubrimiento para mí. En una serranía perdida de los Andes, aparece de repente uno de los lugares arqueológicos más impresionantes de Suramérica. Un misterioso centro ceremonial prehispánico esculpido en roca y apenas excavado. Como suele ocurrir, más que los vestigios que asoman a la luz, emociona la fuerza evocadora del paraje. Es inevitable tratar de intuir lo que se esconde todavía ahí, debajo del boscaje que lo cubre. Imaginar formas de vida y civilizaciones desconocidas de hace cientos de años. Samaipata es un santuario rupestre del que destaca una gigantesca roca de arenisca roja. Sobre la misma, se encuentran talladas muy diversas figuras y formas, la mayoría de ellas en avanzado deterioro, por la erosión.

He recorrido el cerro y todo su alrededor, plagado de restos de construcciones, muros y promontorios. Ello sin que mi guía, Nelson, ceje en momento alguno de pretender foguearme la imaginación contando —con su característico acento quechua—, argumentos inverosímiles uno tras otro. Aquí vienen a cuento las teorías de von Däniken sobre platillos voladores y visitantes extraterrestres. Aunque yo prefiero indagar sobre los pobladores de carne y hueso, la cultura moja, los guaraníes, los incas. Samaipata se ubica en lo que fue frontera del imperio inca con las tierras bajas.

Hoy en día, los pequeños pueblos de estas serranías adormecen, apaciblemente dispersos en un paisaje quebrado y profusamente verde. Las plazas de los pueblos están rodeadas de soportales de madera y presididas por iglesias cuyo interior alberga decenas de imágenes de santos toscamente tallados. Sorprende encontrar en ellas, presidiendo, la figura de un Santiago matamoros, como no, clavando su lanza al infiel que cae a los pies del caballo. Mi amigo Nacho, cámara de TVG[1], estuvo años recorriendo los “Santiagos del mundo” y siguiendo el rastro de estas muestras del santo. Debió dar varias vueltas a la Tierra, porque esa figura del “matamoros” está presente en los templos y en los topónimos de los cinco continentes. Sin embargo, Bolivia es de los países donde más arraigó la tradición.

Al sur, las callejas y los senderos tienen un manto de polvo rojo y, sobre las techumbres de tejas viejas de las casas, crecen malezas y cactus. Duermo como un lirón en lugares así, sea por el sosiego, por el fresquito serrano, por el cansancio de las caminatas. En Samaipata dejé caer mis huesos en el “Residencial doña Sarita”, una casona colonial de gran patio, repleto de buganvillas por todas las esquinas, balconadas, escaleras y paredes. Las había amarillas, azules, rosas, intensamente rojas. Y cactus de mil formas también, predominando unos albinos, alargados y peludos, que caen formando una cortinilla. El lado menos bucólico del hostalito lo ofrecería el camastro de paja prensada sobre el que me tocó dormir, bajo tres frazadas. Pero compensado al amanecer con un opíparo desayuno de papaya, miel y tamales. Qué honda sensación de sosiego cuando despierto y respiro este aire recio de montaña y selva.

Samaipata es un tesoro. Equiparable en importancia y belleza a otras maravillas que alberga Suramérica: Machu Picchu y el valle Sagrado, Tiwanaku, Chan-Chan, San Agustín…, y tantos otros lugares mágicos que nos revelarán la riqueza de las civilizaciones que existieron, hace siglos, en esta parte del subcontinente. América Latina nunca deja de sorprender.


[1] Televisión de Galicia.