lunes, 18 de febrero de 2008

¿Para dónde se fueron mis amigos de Villa Luz?

Tierralta, departamento de Córdoba






Conocí a un puñado de familias campesinas en los terribles años del azote paramilitar que asolaba el norte de Colombia. Habían huido de una masacre atroz en la que rodaron cabezas de hijos, hermanos y primos. Los que pudieron lograron salir corriendo, abandonar animales y hogares para salvar la vida. Y quedaron condenados a vivir bajo un chamizo.

Años después he vuelto a visitar esos mismos campos donde se refugiaron aquellas familias, al amparo de algunas organizaciones de ayuda, pero no he encontrado ninguna señal de los cultivos que con esfuerzo emprendieron. Ni siquiera quedan escombros de lo que en su día fueron las carpas bajo las que se guarecían de los aguaceros. Ni un rastro de sus habitantes.

¿Para dónde escapar de la larga sombra del miedo? Mis amigos de Villa Luz acabarían dispersos por los barrios marginales de las pequeñas ciudades más cercanas, como tantos desplazados: Otros llegarían hasta Montería, incluso a Cartagena o Barranquilla, en un busca de un futuro. Seguramente lo harían con grandes dificultades, pero con el firme propósito de asentarse lo más lejos posible del terror.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Desastres balcánicos (II), las heridas abiertas de Kosovo


Suroeste de Kosovo

Escribo desde Prizren, una población kosovar de atmósfera otomana, apenas a una veintena de kilómetros de la frontera con Albania. Hoy he llegado aquí con mi pequeño vehículo durante una jornada más de este periplo balcánico. Si ayer descansé disfrutando del animado ambiente cosmopolita de las calles de Skopje, la capital de Macedonia, hoy las huellas de la guerra y de la pobreza son más profundas.

Los convulsos Balcanes, donde las fronteras todavía surgen tras cada colina como muros de odio, y se convierten en triste exponente de la incapacidad del ser humano para convivir fraternalmente.

lunes, 5 de noviembre de 2007

jueves, 11 de octubre de 2007

Caminos de Bolivia

Recinto arqueológico de Samaipata
 

Santa Cruz de la Sierra

 

La Bolivia más profunda, de aldeas de adobe y piedra, neolíticas, aisladas en su abandono secular. Las pampas desoladas por donde no pasó ni la Colonia. 4.000 metros de altitud. Cielos de azul intenso. Cumbres, picos y crestas nevadas majestuosas y resplandecientes que sobresalen en el horizonte. Aridez y cultivos de papa, infinitos paisajes de un universo yermo. Rebaños de llamas y enjambres de niños de mofletes enrojecidos por el frío y el duro sol andino.

Lo que en los mapas son unas decenas de kilómetros, se convierten en horas de recorrido por trochas polvorientas que suben y suben cerros hasta el atardecer. Aparecen entonces, por fin, las luces diminutas de una nueva aldea donde retomar fuerzas y buscar un cobijo al gélido clima de la noche en ciernes. Uno no deja de sorprenderse cómo pueden sobrevivir en un medio tan rudo estos lugareños huidizos que me escrutan desde sus cabañas, en cada poblado que va apareciendo en el camino. Gentes aclimatadas por el paso de los siglos a su vivir solitario y rudo. Como si de seres de otra época se tratara: cholitas enfundadas en polleras coloridas, caminando encorvadas, con un bulto a la espalda del que sobresale la cabeza de un niño de carrillos sonrosados. Y hombres de mirada desconfiada, eternamente con su bulto en la boca, pijchicateando la bola de hojas de coca. Los indios quechuas de la cordillera, como los aymarás del altiplano, sobreviviendo apenas con el cultivo de sus variedades de papa, que constituyen el alimento básico. Y cuidando los rebaños de llamas y alpacas, animales de los que aprovechan todo: excrementos (combustible y abono), carne (alimento), cuero (fabricación de rústicas abarcas), huesos (herramientas) y pelo (tejidos, cuerda).

El alma en un puño conduciendo el todoterreno al filo de los abismos, pendiente de que las piedras afiladas no revienten una vez más otra rueda; de que la gasolina alcance para llegar al próximo poblado donde alguien te venda, o no, unos litros más. Pero más sobrecogen esas viejecillas encogidas que aparecen a la vuelta de los caminos. Salidas de la nada y envueltas en telas descoloridas, siempre lucen un sombrero cuya forma y color va variando según comarcas. Extienden su mano pidiendo pan y dando las gracias en un lamento de su incomprensible jerga aymará.

El viaje ha ido tomando su ritmo. Una semana de ruta atravesando sierras de senderos cada vez más serpenteantes. Voy descendiendo los Andes jornada tras jornada, dejando atrás el frío del desierto. La humedad va ganando ámbito, también la vegetación. Me aproximo al trópico, es fascinante está variación progresiva. En Santa Cruz de la Sierra hace fuerte calor. La plaza mayor está rodeada de soportales y en ella se erige la catedral de ladrillo. Todo el entorno está muy animado, con multitud de puestecillos de feria. Cansado del volante, he optado por dejar aparcado unos días el carro que alquilé, y subirme desde mañana al autobús para seguir en ruta. Son pequeñas busetas que van atestadas de mujeres con pollera y fardos de gallinas asustadas. Otras indígenas van cargando pesados sacos de maíz o harina. Sorprende su agilidad, para lo pequeño de sus cuerpos. Se dirigen a los diferentes mercados que celebran en las poblaciones que están en mi itinerario. He tomado la línea que pasa por Samaipata, un enclave único en América. Hace muchos años que quiero conocer este recinto arqueológico, tenido por lugar mágico. He logrado ocupar el asiento junto a la ventanilla, un poco apretado pero entusiasmado ante el colorido trasiego que se desarrolla allí dentro. Un caos ordenado. Porque cada persona embarcada va con destino a una aldea más distante de la otra. Acodado en la ventana abierta, nada como respirar hondo la brisa de las montañas y adentrarse por los caminos, a recorrer pueblos y aldeas dormidas de esta Bolivia fascinante.

En estas regiones interiores de Santa Cruz, la cordillera es mucho más baja y sus montañas, crestas y mesetas rocosas, están resquebrajadas de pobladas masas de selva. Ríos profundos se van abriendo paso y dan forma a los barrancos por los que se asoma el autobús en su ascenso. Qué bien he hecho en dejar mi vehículo atrás: la conducción es arriesgada y los precipicios te quitan el aliento con cada curva.

Samaipata ha sido un descubrimiento para mí. En una serranía perdida de los Andes, aparece de repente uno de los lugares arqueológicos más impresionantes de Suramérica. Un misterioso centro ceremonial prehispánico esculpido en roca y apenas excavado. Como suele ocurrir, más que los vestigios que asoman a la luz, emociona la fuerza evocadora del paraje. Es inevitable tratar de intuir lo que se esconde todavía ahí, debajo del boscaje que lo cubre. Imaginar formas de vida y civilizaciones desconocidas de hace cientos de años. Samaipata es un santuario rupestre del que destaca una gigantesca roca de arenisca roja. Sobre la misma, se encuentran talladas muy diversas figuras y formas, la mayoría de ellas en avanzado deterioro, por la erosión.

He recorrido el cerro y todo su alrededor, plagado de restos de construcciones, muros y promontorios. Ello sin que mi guía, Nelson, ceje en momento alguno de pretender foguearme la imaginación contando —con su característico acento quechua—, argumentos inverosímiles uno tras otro. Aquí vienen a cuento las teorías de von Däniken sobre platillos voladores y visitantes extraterrestres. Aunque yo prefiero indagar sobre los pobladores de carne y hueso, la cultura moja, los guaraníes, los incas. Samaipata se ubica en lo que fue frontera del imperio inca con las tierras bajas.

Hoy en día, los pequeños pueblos de estas serranías adormecen, apaciblemente dispersos en un paisaje quebrado y profusamente verde. Las plazas de los pueblos están rodeadas de soportales de madera y presididas por iglesias cuyo interior alberga decenas de imágenes de santos toscamente tallados. Sorprende encontrar en ellas, presidiendo, la figura de un Santiago matamoros, como no, clavando su lanza al infiel que cae a los pies del caballo. Mi amigo Nacho, cámara de TVG[1], estuvo años recorriendo los “Santiagos del mundo” y siguiendo el rastro de estas muestras del santo. Debió dar varias vueltas a la Tierra, porque esa figura del “matamoros” está presente en los templos y en los topónimos de los cinco continentes. Sin embargo, Bolivia es de los países donde más arraigó la tradición.

Al sur, las callejas y los senderos tienen un manto de polvo rojo y, sobre las techumbres de tejas viejas de las casas, crecen malezas y cactus. Duermo como un lirón en lugares así, sea por el sosiego, por el fresquito serrano, por el cansancio de las caminatas. En Samaipata dejé caer mis huesos en el “Residencial doña Sarita”, una casona colonial de gran patio, repleto de buganvillas por todas las esquinas, balconadas, escaleras y paredes. Las había amarillas, azules, rosas, intensamente rojas. Y cactus de mil formas también, predominando unos albinos, alargados y peludos, que caen formando una cortinilla. El lado menos bucólico del hostalito lo ofrecería el camastro de paja prensada sobre el que me tocó dormir, bajo tres frazadas. Pero compensado al amanecer con un opíparo desayuno de papaya, miel y tamales. Qué honda sensación de sosiego cuando despierto y respiro este aire recio de montaña y selva.

Samaipata es un tesoro. Equiparable en importancia y belleza a otras maravillas que alberga Suramérica: Machu Picchu y el valle Sagrado, Tiwanaku, Chan-Chan, San Agustín…, y tantos otros lugares mágicos que nos revelarán la riqueza de las civilizaciones que existieron, hace siglos, en esta parte del subcontinente. América Latina nunca deja de sorprender.


[1] Televisión de Galicia.

viernes, 22 de junio de 2007

Abierto por obras


Úbeda, Jaén. 2013

Poner en valor unas ruinas de una enorme iglesia muy antigua que se estaba desplomando. Aprovechar el espacio que se va recuperando, transformándolo en un recinto para la creatividad. Esto han conseguido los entusiastas ubetenses de la Fundación Huerta de San Antonio. Al mismo tiempo, esta rehabilitación empuja con fuerza la regeneración del barrio que la rodea. El barrio de San Lorenzo está despertando de su letargo.

¿Una iglesia en Úbeda en proceso de restauración? ¿Abierta por obras? ¿Con 800 años de historia en sus muros? ¿Con restos del románico, mudéjar, gótico, renacimiento? ¿Con criptas visitables? ¿Con el mejor mirador natural de la provincia de Jaén a las sierras de Cazorla, Segura, Sierra Mágina? ¿Con una espadaña para ascender, al atardecer, y disfrutar de los monumentos del casco histórico de la ciudad Patrimonio de la Humanidad “enrojecidos” por los últimos rayos de Sol? Mejor no perdérselo.

Creaciones de moda están ahora mismo decorando sus rincones. Se presenta una novela sobre la Transición. Una poetisa lee los versos de su último libro. Está programado el rodaje de una película y habrá un nuevo concierto de rock. Y un recital de flamenco. Amancio Prada viene pronto a cantar, como contribución desinteresada al proyecto. Antonio Muñoz Molina presenta su última novela. Continúa la restauración de una de las pinturas murales. Aparecen nuevos vestigios arqueológicos en las excavaciones, y se está sacando a la luz la policromía que estaba oculta bajo las pinturas mudéjares del alfarje. Conviene no faltar a las degustaciones gastronómicas que se organizan en el maravilloso balcón natural que da a los campos de olivares del valle del Guadalquivir. ¡Ni los talleres de degustación de cerveza! Hace tiempo se viene impulsando una red de huertos periféricos. También cada mes se organiza una teleconferencia con periodistas de todo el mundo. Y cada año, un seminario internacional de Cooperación para el Desarrollo con África Subsahariana. La fundación ha recibido la donación de dos importantes cuadros, que decoran actualmente la residencia de artistas disponible enfrente. Cotidianamente se alojan en ella creadores venidos de todo el mundo. Crean y exponen sus obras en este privilegiado recinto... Conciertos, exposiciones, mercadillos, charlas, recitales, talleres.

Es un proyecto en el que vale la pena colaborar. Siempre me pregunto cómo ha sido posible dinamizar con tanto vigor un lugar que, hace pocos años, era una ruina clausurada que se venía abajo. La iglesia de San Lorenzo estaba cerrada a cal y canto, y su techumbre amenazando con venirse abajo. Hoy es un corazón latiente de la bella cuidad renacentista de Úbeda. Ha resurgido de sus escombros pasando de monumento abandonado al olvido, a convertirse en un espacio vivo, donde se programan una rica variedad de actividades sociales y culturales. Y las rehabilitaciones y excavaciones se siguen llevando a cabo, sacando a la luz, y dando brillo, a uno de los lugares más singlares de Andalucía. Una joya más en esta ciudad de maravillas.

San Lorenzo está, para todos, "abierto por obras".




viernes, 4 de agosto de 2006

¡Shalom!, de vuelta en la Tierra Prometida



Jerusalén.

En este momento estamos frente a una amplia y soleada balconada que se asoma a una extensión de barrios del sector Este de Jerusalén, en la parte árabe de esta ciudad irreconciliablemente dividida. Me acompaña la doctora Shelina Musaji, con quien comparto misión.

El panorama es de aparente calma y hay un bullicio lejano, característico de ciudades densamente pobladas como esta. Desde un sinnúmero de minaretes erguidos sobre los tejados, suenan cánticos melodiosos de los muahyidín invocando incansables a la oración. “Alah Akbar!! —Alá es grande!—, Alah ilah Alah, Muhammad rasoul Alah!! —sólo Alá es Dios y Mahoma su profeta—”.

Hoy es viernes, el día festivo musulmán, que antecede al Sabath judío. Mañana, serán los hebreos los que frenarán su trajín de la semana para pararse a descansar. Territorios de hostilidad. Dos mundos opuestos, incapaces de encontrar la manera de convivir en paz.

martes, 20 de junio de 2006

Paris, oh París

Texto pendiente

lunes, 27 de febrero de 2006

El río arrastra la esperanza

Carretera Santa Cruz-Trinidad, San Julián, Bolivia. Campamentos de damnificados.

Sin que nada pueda detener su avance arrollador, una violenta avalancha de agua va abriendo sus brazos inmensos y poderosos por la selva. El río Grande ha roto el farallón lateral de la cuenca y se ha salido de madre. Nada más que hacer si no sacar a la familia del infierno anegado cuanto antes y huir con desespero tratando de salvar también el ganado y las gallinas. No es la primera vez que ha pasado porque estos afluentes amazónicos lanzan su furia cada invierno sin importar que nuevos asentamientos de colonos se hayan instalado en sus inmediaciones. Pero esta vez el río ha rebañado las orillas con brutalidad desacostumbrada, azotando poblados, sembrados y rebaños.

La temeridad de los colonos se paga con la ruina y lo que antes fueron cosechas de soja, maíz o arroz, ahora son lagunas negras que se van tragando las casas de adobe y los sueños construidos con sudor y abnegación. Y así, la tempestad va dejando una sombra de triste silencio, entre estos grupos de campesinos llegados a los tórridos bosques del trópico en busca de prosperidad. De la noche a la mañana tras una pesadilla, han visto como el agua se ha llevado lo que en todos estos años habían podido ir levantando de la tierra.

—Estamos islados —se lamentan las mujeres curtidas, sin resignación y con mucha rabia. La misma rabia que se convertirá en coraje para resistir durante semanas bajo una carpa de plástico, entre los bultos rescatados, los niños, los perros y hasta con suerte alguna de las ovejas que no se ahogaron.

¿Qué más castigo pueden esperar estas familias? La maldición de los dioses aymará las empujó hace algunas décadas desde las alturas resecas y agotadas del altiplano. Con esfuerzo, lograron talarse un cato en los cocales del Chapare. Pese al rendimiento de los primeros años, más tarde, anhelando una vida tranquila y sin sobresaltos, acabaron por aceptar la apuesta de un ministro de Agricultura para asentarse en los bosques de la quebrada Casarabe y colonizar el monte día a día, machetazo a machetazo. 

Pero ahora, en este preciso momento, solo llueve y llueve en San Julián y sus campamentos de desolación. Son trece mil familias con los sueños y esperanzas arrasados por la fuerza del río desbocado. Centenares de carpas blancas sobre un fondo de nubes negras. Aguaceros de invierno que enlodan los caminos, desbordan las quebradas, ahogan las reses y obligan a los colonos a huir maldiciendo su vida.