martes, 20 de junio de 2006

Paris, oh París

Texto pendiente

lunes, 27 de febrero de 2006

El río arrastra la esperanza

Carretera Santa Cruz-Trinidad, San Julián, Bolivia. Campamentos de damnificados.

Sin que nada pueda detener su avance arrollador, una violenta avalancha de agua va abriendo sus brazos inmensos y poderosos por la selva. El río Grande ha roto el farallón lateral de la cuenca y se ha salido de madre. Nada más que hacer si no sacar a la familia del infierno anegado cuanto antes y huir con desespero tratando de salvar también el ganado y las gallinas. No es la primera vez que ha pasado porque estos afluentes amazónicos lanzan su furia cada invierno sin importar que nuevos asentamientos de colonos se hayan instalado en sus inmediaciones. Pero esta vez el río ha rebañado las orillas con brutalidad desacostumbrada, azotando poblados, sembrados y rebaños.

La temeridad de los colonos se paga con la ruina y lo que antes fueron cosechas de soja, maíz o arroz, ahora son lagunas negras que se van tragando las casas de adobe y los sueños construidos con sudor y abnegación. Y así, la tempestad va dejando una sombra de triste silencio, entre estos grupos de campesinos llegados a los tórridos bosques del trópico en busca de prosperidad. De la noche a la mañana tras una pesadilla, han visto como el agua se ha llevado lo que en todos estos años habían podido ir levantando de la tierra.

—Estamos islados —se lamentan las mujeres curtidas, sin resignación y con mucha rabia. La misma rabia que se convertirá en coraje para resistir durante semanas bajo una carpa de plástico, entre los bultos rescatados, los niños, los perros y hasta con suerte alguna de las ovejas que no se ahogaron.

¿Qué más castigo pueden esperar estas familias? La maldición de los dioses aymará las empujó hace algunas décadas desde las alturas resecas y agotadas del altiplano. Con esfuerzo, lograron talarse un cato en los cocales del Chapare. Pese al rendimiento de los primeros años, más tarde, anhelando una vida tranquila y sin sobresaltos, acabaron por aceptar la apuesta de un ministro de Agricultura para asentarse en los bosques de la quebrada Casarabe y colonizar el monte día a día, machetazo a machetazo. 

Pero ahora, en este preciso momento, solo llueve y llueve en San Julián y sus campamentos de desolación. Son trece mil familias con los sueños y esperanzas arrasados por la fuerza del río desbocado. Centenares de carpas blancas sobre un fondo de nubes negras. Aguaceros de invierno que enlodan los caminos, desbordan las quebradas, ahogan las reses y obligan a los colonos a huir maldiciendo su vida.

martes, 9 de agosto de 2005

La ruta imposible a Gaza

Ayer desde Jerusalén y por tercer día consecutivo, intenté regresar a Gaza. Tras la fugaz evacuación en la que me vi involucrado el lunes pasado, después de los violentos incidentes que grupos de la Yihad Islámica provocaron por el centro de la ciudad, he repetido intentos diarios de cruzar de vuelta Erez Crossing point,. Se trata del único puesto fronterizo entre Israel y este pedazo de tierra palestina arrinconado frente al mar. 
 
En el primer intento, el martes, los oficiales del IDF (Israel Defense Forces) simplemente me respondieron por teléfono que el puesto se había cerrado por “alerta de inseguridad”. El miércoles lo abrieron de nuevo pero una vez cubiertos los casi 100 Km. que separan Jerusalén de la frontera de Gaza, volvieron a impedirme el paso por idénticas razones. Y ayer, perseverante, y hechas las comprobaciones de rigor, me he aventurado una vez más hasta los límites de los escenarios de esta absurda guerra. ¡Por fin!. De nuevo al pie de las alambradas, las morenas soldados hebreas enfundadas en trajes de combate me van a dar el paso esta vez sin objeciones.

Entonces se emprende la travesía sorprendente, única posible, que te traslada de Israel a la franja de Gaza como de un lado a otro del pugilato. Sólo unos pocos extranjeros, obtenidas las autorizaciones, podemos dar los pasos siguientes, y aun así no resulta fácil. El cruce está vedado desde hace meses para los palestinos, pretendan salir o aspiren a entrar en su tierra. Nadie se mueve hacia fuera o hacia adentro de esta ratonera, salvo los sabuesos de la prensa o los peones de la cooperación humanitaria.

Con nerviosismo, atraviesas Erez Crossing point. Mediante altavoces te van dirigiendo hacia un pasillo y posteriormente comienza una sucesión de portones metálicos gigantes. Luego atraviesas otro pasillo entre corredores de vallas, similares a los que se usan para conducir al ganado en el matadero. Finalmente, un último portón y se abre ante ti un túnel interminable entre altísimos muros de cemento, de más de medio kilómetro de largo. Lo recorres con inquietud sumido en una soledad y un silencio que súbitamente, a cada poco, se altera violentamente por el estallido cercano de los rockets y proyectiles que están disparando los tanques del Tashal, al otro lado del muro. Es un sonido sordo, demoníaco, de tierra que se retuerce, de pedazo de cielo desplomado. Cuando vuelve el silencio, por un momento, apenas el eco de mis propios pasos resuena como un zumbido. Atrapado en el interior de este túnel interminable, el calor y la sensación de claustrofobia se acrecientan ante el miedo de no saber a dónde apuntan, sobre qué disparan, qué batalla se libra al otro lado de esas gruesas  paredes grises.



Pero ayer en mi tercer intento no logré ir mucho más allá. Al final del túnel, ya del otro lado, tras ese largo paseo hacia las puertas del infierno, uno se topa con
dos adormecidos soldados de la Autoridad Palestina que revisan sin interés tu pasaporte y apuntan el nombre en una hoja sucia. Después, ahí te las compongas. El paisaje desolado de Gaza se abre ante tus ojos y el túnel ha quedado atrás. Ante mí, un horizonte de ruinas, edificios abandonados, campos yermos, la luz cegadora del sol de mediodía. Y a lo lejos, despertando entre brumas, la silueta de una ciudad maldita.

Nadie me ha venido a buscar. Estoy solo y plantado ante la huella de la trocha que lleva hasta las primeras casas en ruinas. El último rocket de la artillería hebrea ha caído a 300 mts esta vez, y se escucha el tableteo de una ametralladora en el barrio más próximo. Arriba, en el aire, se eleva la figura blanca del zeppelín de observación que otea cada movimiento en este lado de la franja. Ni un alma se mueve sin que ese aparato rechoncho lo observe todo desde su altura. Ni un movimiento, ni el paso de un vehículo. Siempre al acecho para identificar las coordenadas de los nidos desde
donde las milicianos de Hamas disparan sus artesanales cohetes Qassam. Coordenadas que, transmitidas al puesto de operación oculto en algún lugar, se convierten en una nueva andanada de bombas que siembran de estruendo y humo todo alrededor. Justamente ese mismo zeppelín que ahora debe tenerme a mí en la mira, preguntándose quién carajo será ese tipo de aspecto occidental, que arrastra una maleta de ruedas camino del teatro de operaciones a machacar.

Por fin consigo que mi móvil establezca comunicación con Hussam, el ángel de la guarda de nuestro equipo de Gaza que debía haberme venido a buscar.

—“¡¡Pablo, you have to go back ASAP, please!!”, me grita con su rasgado acento árabe. Pero no alcanzo a ver su vehículo, seguramente a unos kilómetros de distancia al otro lado del camino.
 

Al instante lo tengo claro. No hay paso, están desalojando, se desencadena un operativo justo en esa zona. Y, en efecto, apenas se corta la comunicación con Hussam, ya retumba el avanzar de una nube de tanques Leopard, como correajes metálicos, seguidos siempre de las gigantescas excavadoras encargadas de rematar el avasallamiento y el castigo.

Doy media vuelta sin pensarlo dos veces. Los soldados palestinos de antes están despiertos y en pie a la boca del túnel interminable. Ahora aparecen agitados y es evidente que se disponen a salir de allí. Ni siquiera se interesan lo más mí
nimo por revisar mi pasaporte ni apuntar nada nuevamente. Que yo vaya o venga no parece importarles un rábano en este momento. Sobre mis pasos, retomo angustiado el viaje de vuelta a lo largo de este túnel que alterna silencios y estruendos. Aquí uno se asoma a la guerra casi sin darse cuenta. La quietud de los áridos paisajes palestinos se turba convertida en un incendio voraz cuando uno menos se lo espera. Así, sin avisar. Sin que a nadie le importe si tu estás o no en el medio.

No hay tiempo que perder. Regreso otra vez al largo túnel. Lo que me espera ahora al final del itinerario será un suplicio de preguntas, de esperas, de justificar el porqué de ese computador que llevo casi en volandas, de esas radios, de las carpetas, de los mapas, de tantos documentos en mi equipaje. Puedes entrar en Gaza con lo que quieras, pero volver a Israel desde este territorio satanizado se convierte fácilmente en un suplicio. Todo lo van a escrutar a conciencia. Con la máxima sospecha. Maletas abiertas que pasan por la máquina de control una y otra vez. 
 
"A un lado, que te pongas a un lado", del altavoz brotan instrucciones indescifrables, hasta que entiendes que te indican que debes entrar en una capsula en la que gira una pantalla de rayos X. Las manos en alto. Muestro el pasaporte una vez más. Salgo finalmente del túnel, de la claustrofobia, y estoy en el exterior. Espero tras la valla. Se abre otro portón. Y otro más. Luego, media hora bajo el sol inclemente vigilado de cerca por un gorila que exhibe un fusil gigantesco. Me revisan ora vez el equipaje, ahora manualmente. Más preguntas. Otra vez el pasaporte. De nuevo a las oficinas, revisión de tus datos en el ordenador, las mismas preguntas, el mismo ritual entre agentes, tu paciencia contenida… Estás de vuelta en la Tierra Prometida, ¡Shalom!, bienvenido a Israel.

viernes, 15 de julio de 2005

Budapest

( Borrador )

Almu frente al Parlamento de Budapest

jueves, 12 de mayo de 2005

Aquel mendigo soy yo


Bogotá, 11 de la noche.

Ayer caminaba de regreso a casa por las oscuras calles del barrio de Teusaquillo. Había caído la noche en la ciudad tras uno de esos maravillosos crepúsculos andinos, en los que el horizonte se cubre de un manto morado de un extremo al otro del cielo. Enfundado en mi chaqueta de pana, arropándome del frío que queda siempre después de la lluvia, iba a ritmo tranquilo sumido en mil pensamientos banales cuando se me acercó un pedigüeño. Un hombre harapiento y desaliñado, que me llamó la atención por su caminar altanero. Un tipo de mirada sorprendentemente gélida. Desafiante. Es esta una ciudad de mendigos, sobre todo al anochecer, cuando aparecen como sombras por las esquinas, despertando de su letargo de aguardiente barato y desesperanzas. Todos alargan la mano temblorosa, cada uno con su particular letanía. Como una súplica de quien está acostumbrado a no esperar nada, sino las migajas de algún despistado, apenas alguno entre tantos que van pasando sin alzar la vista.

Y sin embargo este joven indigente se acercó con actitud más decidida, mirándome a la cara en busca de mis ojos. Arrogante. No suplicaba, no se arrodillaba. Se diría que me reprochaba a mí, groseramente, su desgracia en la vida, provocándome incomodidad y ganas de acelerar el paso.

Con ello, este tipo greñudo logró que no me surgieran dudas. Uno siempre, ante estas situaciones, siente azoramiento en la perezosa conciencia, pero no cuando la osadía acaba molestando: “desdichado mendigo” —rumié molesto para mis adentros—, “no le voy a dar ni un peso por desvergonzado”.

Se acercó más. Olía mal y lanzaba frases impertinentes recargadas de alcohol e insolencia, y parecía decidido a no abandonar su insistencia a medida que yo apretaba el paso tratando de dejarlo atrás. Le miré por encima del hombro sin conseguir mantener aquella mirada de ira. “No tengo monedas” —le espeté con el mayor de mis cinismos—, y me cambié de acera.

El indigente no cejó en su empeño sino hasta que las luces de la avenida y su trasiego, empezaron a disipar la oscuridad. Por fin fue aminorando el paso, ya claudicante. Se quedó atrás. Yo volví la vista un segundo, aliviado de escapar por fin al acoso, aunque afectado por las contradicciones que me provocan siempre estas situaciones. Desdichada vida la de algunos... Miré atrás un instante para confirmar que ya podía sacudirme la incomodidad.

Pero todavía le vi. Ahí se quedó, detenido en medio de la calle, derrotado pero aún desafiante y manteniendo la misma mirada. Los carros pitaban y le bandeaban peligrosamente por uno y otro lado, pero él se mantenía indiferente a ellos y fijo en mí como una estatua. Y desde allí levantó el brazo derecho y me señaló directamente al alma como quién apunta a un condenado:

“Ojalá un día se cambien las tornas” —le oí sentenciar claramente, como un alarido de rabia— Ojalá un día tu seas yo y te veas prisionero de mi maldita desgracia, y que la vida te condene de repente a soportar malamente mi desdicha. Y cuando llegue ese día, hermano, yo te miraré al pasar sin siquiera sentir lástima”.

En el murmullo de la noche su grito me alcanzó como un dardo que penetró mis entrañas. Y desde entonces, a menudo, cuando recorro estas calles al anochecer, siempre me sobresalta el mismo escalofrío: entre las sombras veo asomarse a alguien parecido a mí. Resulta inquietante, pero realmente me parece descubrirme a mí mismo —o cuando menos a alguien muy parecido—, escabulléndome como una rata entre las basuras al verme pasar.

sábado, 9 de octubre de 2004

Medallo

 

Medellín.2006

    Ya quedó atrás ese habitual pasar fugaz por Medellín, ciudad a la que debía un poco de atención después de todo este tiempo en Colombia. En seis años sólo la visité para reuniones y trámites acelerados, sin apenas permanecer más de tres días seguidos. Tal vez la estancia más prolongada fue con motivo de la reunión de ECHO (Oficina Humanitaria de la Unión Europea), que tuvo lugar allí excepcionalmente. Esa importante cita con carácter mensual (generalmente en Bogotá) era un encuentro ineludible no solo por norma sino por el interés que contenía. Asistíamos, a puerta cerrada, el puñado de organizaciones humanitarias europeas que operábamos repartidas por toda la geografía colombiana y constituía un vertiginoso análisis de hora y media sobre el conflicto. Por turnos, íbamos narrando la situación en nuestra zona, pasando revista a los rincones del país, de un extremo a otro, sin dejar un solo territorio en el que no se estuvieran registrando combates, asaltos, destrucción de aldeas, masacres y su consecuencia última: los miles de familias que huían de toda esa violencia. En definitiva, la cruda actualidad de la guerra y sus secuelas. Cada uno exponíamos allí los diversos programas puestos en marcha tratando de aliviar el sufrimiento de las víctimas. Aquella reunión era el cónclave mensual del Plan de Atención a Poblaciones Desplazadas por la Violencia. En Colombia, las familias forzosamente desplazadas de sus aldeas y tierras se contaban por decenas de miles y, por aquel entonces, este era el único programa organizado que les procuraba asistencia. Ninguna región era exceptuada. De modo que asistir a la cita era un derecho y un deber para todas las organizaciones del grupo y resultaba de gran utilidad para conocer de primera mano lo que estaba pasando en el país. Porque todos los que nos sentábamos alrededor de la mesa trabajábamos en la primera línea. En este caso, un sinfín de frentes en llamas por todo el territorio, sumidos en un contexto de gran complejidad. Asistir a esa reunión de ECHO era una excelente puesta al día del escenario del conflicto y también la oportunidad de dar a conocer acontecimientos, incidentes y lanzar alertas ante los avatares vividos en las últimas semanas por cada uno de los presentes. Buscábamos así evitar el aislamiento y contrarrestar el silencio en el que suelen caer sucesos dramáticos que, en modo alguno, puedan olvidarse. Acudíamos a la reunión, prestábamos nuestro informe y luego volvíamos al trabajo.

Recuerdo que nos juntábamos los colegas de diversas organizaciones europeas que estábamos arropados, a su vez, por dinámicos equipos colombianos. Ahí estaba Marta, la italiana que se ocupaba de la región Suroeste. Por esa zona andaba también la eficaz colombiana Zandra. En otras regiones, la francesa Ameliè, o Marjorie, de Holanda. En el Cauca y Nariño se bandeaban, con acierto entre el riesgo, Iñaki y Eli; José Luis, siempre perdido por los ríos del Urabá; Iñigo batallando en el Nelson Mandela y otros barrios marginales de Cartagena y Barranquilla. En Bolívar, Jesús, conocido como “el Marqués” porque vivía en un casón de piedra alquilado en un suburbio de Cartagena de Indias. Alberto, experto en Popayán y Pasto; Gerardo, que estuvo perdido una eternidad por las playas prietas del Pacifico, alimentado nomás de pescado y chontaduro; y Pedro Luis, que ejercía de coordinador… Cuánta gente experta contribuyó, con sus equipos, a aliviar el sufrimiento y a construir un futuro para los colombianos más golpeados. Yo me ocupaba de varias regiones de la costa norte (Córdoba, Montes de María, Sierra Nevada) y solía ilustrar las explicaciones a través de la proyección de mapas de situación. Las líneas y flechas rojas se fundían con los ríos selváticos y los signos de los últimos combates registrados. 

De vuelta a las calles de Medellín

Dejemos las reuniones y los informes y volvamos al bullicio del centro de Medellín, ciudad llena de dinamismo y eje esencial del país. Siempre me ha llamado la atención el submundo de sus callejas centrales: tanto vagabundo, tanto pedigüeño, tanto cuerpo agazapado bajo cartones. Como si nada. No logro aceptar un escenario así en una Colombia tan hermosa, tan vitalista y con tantas posibilidades. Entristece la estampa de sufrimiento, de fracaso y tragedia personal que hay en cada uno de esos rostros. 

Es Medellín, o Medallo, como dicen los paisas en la jerga. Capital de Antioquia asentada en el corazón de la cordillera. Escribo desde una suite muy confortable del vetusto hotel Nutibara (60 €) en el mero meollo de esta metrópoli primaveral y cuajada de malandros. A lo lejos se alzan los cerros andinos florecidos de un verde intenso, cada vez más poblados por miles de invasores que van construyendo sus chabolas de madera, cartón, cinc y amargura. Cambuches los llaman y forman barriadas interminables, unas encima de otras.

Aquí mismo, desde mi balcón, justo ahí debajo, veo la muestra de una veintena de voluminosas esculturas de Fernando Botero, repartidas por toda una plaza que lleva su nombre. A todas horas trasiegan viandantes como si fueran hormigas ajetreadas. Al frente, el Museo de Antioquia, que alberga además una buena colección de pinturas del maestro de los personajes obesos. La vida intensa de América del sur, latente. El centro de la urbe es un bullicio caótico de paseantes y vendedores; tiendas y puestos de baratijas; busetas humeantes, taxis amarillos y ruidosos camiones destartalados. Suena el griterío de los comerciantes y hay un fondo de música de salsa que ruge desde el interior de los locales de mala vida, atronando de una bulla que no cesa ni en las horas más tardías de la noche. Los árboles gigantes se han apoderado de las aceras con sus largas raíces y hay basuras sembradas por todas las esquinas. Nadie habla de la crisis por aquí, porque la pugna por la subsistencia es lo cotidiano. El reguero de vagabundos en cada hueco de las calles y de los edificios nunca deja indiferente. Sobre todo cuando se trata de gamines, los niños de la calle, que forman parte del paisaje urbano pero que los viandantes van sorteando con toda indiferencia. Ya cae la noche en Medellín, es hora de replegarse cada uno a su escondrijo. 

Medellín fue fundada en 1541 por el mariscal Jorge Robledo, un conquistador ubetense de familia noble. Hoy en día es una importante plaza comercial y financiera, quizás la más moderna de Colombia. Grandes infraestructuras, el Metro o parques y excelentes bibliotecas. Sus habitantes, los paisas, son considerados gente laboriosa y con mentalidad empresarial, pese a tener una urbe poblada de mendigos y altas cotas de inseguridad.

Pero me gusta Medallo, me siento bien aquí. Cada vez que vengo un poco más. Sobre todo, disfruto comiendo una suculenta bandeja paisa, por supuesto con su choclo y su arepita e’güevo. Al mismo tiempo, es tanta la adoración que sienten los paisas por su ciudad que la consideran única en el mundo. Resulta divertido la resistencia de mis amigos a aceptar que también hay un Medellín en España, mucho más antiguo incluso. El municipio extremeño fue la Metellinum romana, fundada 79 años antes de Cristo. Aunque hoy en día no supera los 2.000 habitantes, conserva un importante patrimonio monumental que evidencia su relevancia ancestral. Se erigió muy próxima a Emérita Augusta (Mérida, hoy capital de la comunidad autónoma) y destacan el teatro romano, el castillo medieval y un puente del siglo XVII. Mis amigos paisas piensan que les engaño y que no existe otro Medellín aquí y, para tratar de convencerles insisto en que cuando vengan a Europa nos iremos al Medallo cacereño para ponernos hasta las cejas de cojondongo, migas, zorongollo, jilimojas y cardincha de paleta de borrego. Y acaban mirándome con una cara de escepticismo que no se les va a quitar hasta el día en que vayamos y pongamos mesa y mantel por medio.