jueves, 12 de febrero de 2004

Pescando salmónidos en Patagonia

 Gracias a Luis Antúnez, por abrirme las puertas a esa maravilla de territorio chileno.

viernes, 31 de octubre de 2003

¿Qué fue de la fiesta de las brujitas?

Foto: El Correo

Lima, Perú

Iba yo de paseo vespertino dominical por el centro antiguo de Lima, que en aquel entonces era una una zona muy degradada, donde se acumulaba la basura por las aceras. Un tugurio que no recorrería, si no fuera porque a cada rincón van apareciendo insospechadas muestras de un pasado que tal vez fuera esplendoroso y, hoy, se va cayendo poco a poco, ladrillo a ladrillo. Estremece ver joyas como el frontón de la iglesia de San Francisco, desmoronándose al paso de cada autobús humeante. Y para llegar a la Plaza de Armas, hay que surcar una nube de vendedores ambulantes y atestados corrillos que se arremolinan entorno a toda ralea de cómicos y charlatanes. El barrio Chino, lo llaman, pero es más bien una guarida de ratas.

Bueno, pues iba yo por ahí, cuando me vino de frente un nutrido grupo de gentes en procesión. A la cabeza, una pancarta con el rezo: “Cristo te ama”. Y más abajo, sobre una señal de “prohibido” pintada en rojo, otra frase contundente: “¡Halloween no!”. Resulta que los evangélicos ponen el grito en el cielo cada vez que llega la época de la celebración del día de “Todos los Santos”, o “día de las brujitas”, como lo conocen ya los niños aquí. Y quiero decir que yo estoy de acuerdo con ellos. Sí, me declaro maldiciente, contrario, y detractor de la maldita celebración del dichoso Halloween. Mis razones no son las mismas que las de los religiosos, pero rechifla igual en mi cabeza la condenada festividad. Su manifestación es, cada vez más, un burdo e insulso modelo cultural-comercial importado con la ridícula parafernalia de calabacitas plásticas, gorros de bruja y telasdearaña enredantes. Con lo fantástica, solemne, entrañable y familiar que había sido siempre esa conmemoración en la mayoría de los pueblos y ciudades de Latinoamérica. Colorida, animada y creativa en los cementerios; respetuosa e intimista a la hora de la gran comilona familiar, pero también bullanguera y pantagruélica. E impregnado el recuerdo de dulce añoranza por los difuntos.

A lo largo de la calle, las señoras manifestantes me han endosado varias veces este panfleto en el que sea lee: “Halloween ¿un simple e inocente juego?”, “Símbolos diabólicos, los niños son sacrificados”. “Fiesta pagana y obviamente satánica”. “Expuestos a esos ritos, estos niños serán los futuros escépticos y ateos, que negarán a Dios”.

Y yo creo que tienen algo de razón.

miércoles, 11 de junio de 2003

Aunque la mona se vista de seda

Montelíbano, Córdoba, Colombia

 

La llegada de Montse a Colombia sería de las mejores noticias de aquel año. Pocos cooperantes más abnegados y valientes han trabajado conmigo. Yo había solicitado a mi sede en Madrid, que me ayudaran con un refuerzo técnico para mejorar nuestras acciones de Nutrición. Y ello pese a que Colombia es un país puntero en profesionales de esa materia. Pero sabíamos que el aporte de las nuevos procedimientos sanitarios y organizativos nos daría una muy buena proyección en nuestra labor. Además, mi equipo de nutricionistas, tres jóvenes competentes y entregadas a su trabajo, merecían este tipo de apoyo. En efecto, la estrategia fue surtiendo efecto con los meses y el beneficio para las comunidades se hizo evidente: mejoría organizativa, nuevas herramientas, nuevas técnicas de identificación y tratamiento de los abundantes casos de desnutrición que nos rodeaban. Al poco tiempo, cobró nuevo peso el programa que, en el Alto río San Jorge (Córdoba) atendía a una creciente población de familias desplazadas por la violencia. Los miles de víctimas se dispersaban por las cabeceras municipales, y acababan relegadas a algún chamizo marginal. En algunos lugares incluso surgieron barriadas enteras o campamentos de cambuches en condiciones infrahumanas: piso de barro, paredes de bahareque, techado de palma, y cartón reforzando la precaria morada. Por supuesto, sin agua corriente, ni sitio alguno para depositar excretas, sino el mero campo alrededor. Un lugar para sobrevivir malamente, escapados del terror que impone el conflicto. A medida que la lucha se agudizaba entre bandos rivales, más familias iban llegando de las veredas e improvisaban su precaria vivienda como podían.

Montse llegó a Colombia con una gran emoción por descubrir ese nuevo contexto y dispuesta a luchar por mejorarlo. Enseguida formó piña con las otras nutricionistas del equipo (Claudia, Helga y Shirley) y se integró en el equipo, la región y su gente. Al poco tiempo le pedí que se hiciera cargo del proyecto de atención en el Alto río San Jorge. Con base en la población de Montelíbano, pero con acciones en todas las poblaciones que, en aquel selvático valle lindante con Antioquia, sufrían el zarpazo del conflicto. Montelíbano era territorio paramilitar, aunque no se percibiera en un primer vistazo. Las AUC[1] mantenían un férreo control de estas zonas ganaderas, anteriormente bajo la presión guerrillera. Los asesinatos eran continuos, como las razias de castigo en aldeas enteras. Incluso escaramuzas eventuales con el enemigo, por allí camuflado de civil. Se trataba, por tanto, de una zona de “alto riesgo” para nosotros. Previa formación en seguridad, Montse se trasladó a vivir allí, instalándose en la base de “la Casa de las ranas”, una vivienda alquilada que se encaramaba a un meandro del río San Jorge. Con la firme instrucción de velar en todo momento por ella, designé a Jorge, mi mejor logista, sabedor de que cumpliría fielmente la labor de asesorarla y protegerla de cualquier incomodidad. Un tipo listo y siempre alerta. Además, se quedó con ellos también el mejor todoterreno disponible en la oficina.

Y desde allí continuaron desarrollando los programas durante varios meses. Uno de los ejes de acción fue el impulso de toda una red de “Ollas (cocinas) comunitarias”, que convirtieron en centros de formación de grupos de mujeres. Estaban repartidas por las barriadas marginales de varias poblaciones de la región. Se las dotaba de materiales y suministros alimentarios básicos, y las familias beneficiarias debían hacer el trabajo de la cocina, su organización, el aporte de parte de los alimentos (sobre todo los frescos). Incluso el control de peso y talla de todos los niños (numerosísimos) participantes en cada Olla. Me gustaba, cada vez que podía, visitar este tipo de trabajos y permanecer horas recorriendo aquellos poblados con el equipo. El delegado de la Unión Europea, que financiaba parte del proyecto, estaba encantando con los resultados.

Un día Jorge llamó para reportarme que dos tipos en moto le habían parado en el puente grande. —Queremos hablar con tu jefe— le transmitieron. Mi logista me advirtió que se trataba de mandos medios de los paracos. ¿Quién sabe qué mosca les habría picado? No conviene codearse con estas gentes, pero soy partidario de dar la cara y no escurrir el bulto, siempre que se pueda. Y ya habían transcurrido tres años desde mi entrevista con el mono Mancuso[2], en la que los paras se comprometieron a no poner trabas a nuestra labor asistencial en la región.

Le pedí a Montse que me acompañara a esta cita, pese a que entones apenas llevaba unas semanas en la zona. Quería que la conocieran, que se grabaran bien su cara. Que quedara claro que era nuestra técnica destinada a aquella zona y que en ningún caso debían molestarla. También era mi intención que ella viera bien aquellos rostros y escuchara su discurso. Montse, sabiamente, y mostrando saber leer lo que se cocía en su entorno, me confesó: —Los paras están tratando de poner en marcha acciones sociales, en paralelo a su guerra— Sabíamos que habían estado indagando por cada una de las Ollas comunitarias; realizando “inteligencia”, como ellos decían, atraídos por el proceso organizativo en colectividades tan desestructuradas. —Temo que quieran proponernos algo conjunto…—apunté. Era una noticia preocupante. Bajo ningún concepto uniríamos tareas a los paracos. Habría que buscar la manera de solventar una cuestión irrebatible. Con buenas maneras y sin discusiones. Pero tajantemente.

Así que, llegado el día, acudimos a nuestra entrevista. Para mayor discreción, monseñor Vidal, el obispo, nos cedió una casa de retiros que estaba vacía. Montse y yo, y los dos paracos. Sin testigos. Nadie más en el entorno. Ellos dos venían de paisano, arreglados como en domingo, y llevando por delante unas pequeñas mariconeras donde ocultaban, a buen seguro, sus respectivas armas. El aspecto funesto les delataba. La reunión duró casi dos horas. Aquellos tipos hablaron y hablaron todo el tiempo, sin apenas intervenciones nuestras. Que si la guerrilla estaba infiltrada en todas partes, que si ellos solo querían proteger al pueblo, que si la “limpieza social” era una necesidad del conflicto para expulsar la insurgencia que campaba por la región. Ya me conocía esa perorata. Asistíamos impasibles a ella, solo deseando que no hicieran ninguna propuesta, se callaran ya, y se fueran por donde habían venido. Y así fue, para nuestro alivio. Pero antes de irse estuvieron comentando las penurias de los desplazados, la dura vida en los cambuches, el hambre de los niños. Aseguraron tener “mucha familia entre toda esa pobre gente”, y que agradecían el trabajo de apoyo que estábamos dando a la comunidad. Supimos sortear esos momentos de tensión, escuchar la monserga, y mantener la actitud de “buenos chicos”. Traspasada la hora del almuerzo, consideraron que ya era bastante y debían marcharse. Se fueron por fin. Aparentemente nada cambiaría allí y nuestra labor seguiría adelante sin mayores trabas.

De regreso a la oficina, Montse, que se veía feliz y relajada, me confesó: —Esta gente traía buenos planteamientos, quizás quieran cambiar de actitud y ayudar a la gente—.

¡No, Montse!, ¡todo es falso! —contesté con contundencia— Probablemente no hallamos estado nunca ante semejante calaña asesina. ¡Aunque la mona se vista de seda, mona se queda!

Ya los habíamos escuchado. Ahora había que mirar adelante, centrarnos en nuestros planes, y procurar que aquella gentuza no se nos volviera a cruzar en el camino.

con Montse, pasados los años
 


[1] Autodefensas Unidas de Colombia, principal grupo paramilitar.

[2] Alto mando de las AUC.

jueves, 3 de abril de 2003

Detesto dar la mano a un asesino

Tierradentro, departamento de Córdoba

Aquella noche de marzo, en que un nutrido grupo de hombres armados se tomó una vez más la aldea de Tierradentro, yo estaba allí, cenando en la casa del cura Yunis. Ni a apurar los frijoles nos dieron tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, por la ventana advertimos que un centenar de uniformados se iba apostando sin prisas por cada esquina de la plaza. El padre Yunis apenas se inquietó. "Paramilitares de las AUC”, me dijo. 
 
Aquello me fue útil para aclarar la confusión en la que uno malamente se maneja entre los atuendos y modos de los grupos armados. Las FARC: botas pantaneras, camisetas de colores dispares y arrogancia en los gestos. Por su parte, las Autodefensas exhiben brazaletes anchos, pañuelo negro en la cabeza, mirada desafiante. Mienras el ejército nacional opta por botas de caña baja, van más agrupados y su actitud es temerosa. 
 
Salimos a la plaza, siempre es mejor dar la cara si la situación es de calma todavía. Pedro Bula, "el Alacrán", lideraba el grupo y enseguida se vino hacia nosotros. El temido comandante, una de las leyendas negras del Alto Sinú y del Alto San Jorge. Pertrechado al pecho con una gruesa cincha cargada de morteros, y con gesto muy decidido, se fue acercando con mirada altanera. Mientras tanto, sus hombres le arropaban a cierta distancia. Plantado frente a mí, me miró fijamente, durante unos instantes en los que tuve la certeza de estar en el sitio equivocado.

El sanguinario Alacrán, sobre cuyas espaldas recaen buena parte de los asesinatos y abusos contra la gente de estos valles. Ahí estaba, sorprendido de la presencia de un forastero, siendo testigo de tanto daño, en aquel remoto lugar.

Me miró un instante más y apuntó con el dedo índice a mi vehículo que se encontraba aparcado en la acera, con las preceptivas identificaciones internacionales de "ayuda humanitaria":

-"Acción contra el hambre"-, dijo con voz ronca y condescendiente. -"¡Eso hace mucha falta aquí!

Se ajustó las cinchas sobre los hombros y, a continuación, me tendió la mano. Una mano áspera que tuve que estrechar con desagrado, durante unos segundos que me parecieron una eternidad.

miércoles, 20 de noviembre de 2002

Don Hernán, anacoreta del último paraíso

Playa de Broqueles, Moñitos


 
Caen los aguaceros del invierno sobre las costas del norte tropical colombiano. Al final de la tarde, violentos cortinajes brillantes barren las tinieblas y las nubes negras se retuercen, dejando caer la lluvia con furia. Aprieta el calor húmedo y uno siente deseos de lanzarse a correr bajo la tromba de agua, sino fuera por la continua sacudida de los relámpagos y la imponencia de los truenos al reventar.
 
Es fascinante ese furor que zarandea los cocoteros hasta tumbarlos a lo largo de la bahía de Broqueles. Se diría que la cabaña de don Hernán, solitaria y oculta en este paraíso remoto, va a levantar el vuelo de un momento a otro como en una novela de García Márquez. Pero mi amigo ermitaño no parece alterado por la furia de la tormenta. En realidad, nunca nada me ha parecido que perturbara su sosegado vivir de sabio paisa, venido de las altas tierras antioqueñas para encontrar aquí la paz de su refugio costeño.
 

viernes, 11 de octubre de 2002

Horror

 

Freetown, Sierra Leona. 2002

Horror

 Freetown, Sierra Leona. 2002

 ¿Cabe concebir tanta maldad en una mente humana? Varias mujeres tenían un miembro amputado, algunas los dos. En las más ancianas el corte era a la altura de las muñecas, y de vez en cuando se cruzaba algún niño con un bracito brutalmente cercenado. Chavales sin manos, otros sin pierna, apoyados en muletas de palo.

¿Por qué tanta depravación?, ¿de dónde le sale al malvado esa mala saña?, ¿Qué tiene en la cabeza el sanguinario bárbaro que es capaz de algo así? No he estado presente en ningún conflicto donde esta horrible práctica fuera tan recurrida. La mutilación se convirtió en seña bestial de la guerra, en uno de los países más pobres del mundo y con las tasas de mortalidad infantil más altas. Aquí, en Freetown, estuve varios días visitando el campamento de Médicos sin Fronteras. Quería conocer cómo afrontaban mis compañeros un reto más, entre tantos conflictos con los que lidiábamos por todo el mundo, pero aquello superaba cualquiera de mis experiencias anteriores. Era la máxima expresión de brutalidad de la que yo había sido testigo nunca. Lo cierto es que las razias de esos desalmados —las más de las veces menores forzados por sus jefes a realizar estas atrocidades—, se impusieron cruelmente en los asaltos a las aldeas que caían en manos de la guerrilla. Cientos de niños fueron secuestrados y convertidos en salvajes combatientes en un ambiente de drogas, violencia y castigos.

El Frente Revolucionario Unido (RUF), la tropa liderada por Foday Sankoh, generalizó está práctica abominable, sobre todo a partir de 1995. Una “herramienta de control” que provocaba gran terror entre la población. Hubo más de 3.000 víctimas, muchas de las cuales se hacinaban ahora allí, en ese campamento de la capital donde la gente mostraba su miedo y su desesperación a lo largo de callejas de chozas. Decenas de heridos de bala o machete llegaban al hospital en carretillas, a hombros o en brazos, con las heridas infectadas. Estudiantes de medicina operaban sin anestesia en un pequeño cuartucho cubierto de charcos de sangre. Los gritos de los heridos se escuchaban a centenares de metros, con el espanto clavado en sus ojos. Y en los míos. Mostraban manos a punto de desprenderse de las muñecas o muñones de los que habían desaparecido los dedos arrancados con tajos de hacha o machete.

La guerrilla sierraleonesa inició el asalto de Freetown el 6 de enero de 1999, ocupando casi todo su casco urbano y destruyendo centenares de casas. En las semanas anteriores había avanzado por todo el país, aterrorizando a la población civil y provocando su desplazamiento masivo. La batalla de Freetown duró dos semanas y la lucha encarnizada calle por calle sembró la ciudad con más 7.000 cadáveres. Son incontables los civiles que sufrieron terribles amputaciones o fueron ejecutados sumariamente.

Con el tiempo, el RUF fue perdiendo espacio. Poco a poco, esos niños combatientes que actuaban con órdenes tajantes y bajo los efectos de las drogas, lograron dejar las armas y comenzaron su desintoxicación de la violencia en algunos programas de rehabilitación. En diciembre de 2000, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptaba una resolución que limitaba la responsabilidad penal de los niños soldados. Finalmente, la guerra terminaría a principios de 2002 y gran cantidad de armas fueron destruidas en una gran hoguera. La paz llegaba después de once años de barbarie y destrucción.

Los fuertes intereses económicos surgidos del negocio de los diamantes constituían la principal causa del conflicto: la pugna fue por el control de las riquísimas minas de materiales preciosos. Qué dramática ironía, uno de los países más pobres del mundo albergaba algunos de los minerales más valiosos, víctimas y verdugos de una de las luchas armadas más despiadadas. Ciertas organizaciones humanitarias (Handicap International, por ejemplo) desarrollaron talleres de prótesis y otras herramientas, para paliar en lo posible el daño de tantas víctimas. Colocaron decenas de ortopedias y aparatos, en un empeño por aminorar las graves lesiones y sus consecuencias en el día a día después. Los lisiados habían sufrido más que el resto de la población. Muchos campesinos sufrieron la pérdida una o las dos manos y vivían desesperados en este campamento del centro de la ciudad. Algunos salían a las calles a mendigar, y la mayoría se convirtieron en indigentes para siempre. De esta manera tremenda se escarmentaba a la población y se expandía el terror que expulsaba a la gente de las aldeas de la primera línea. Todo en la guerra resulta cruel y absurdo, pero hay cosas que exceden mi capacidad de sobrecogimiento. No podré olvidar esta experiencia horrible en el albergue de amputados de MSF en Sierra Leona, pero sin duda alivió mi impresión el admirable trabajo del personal sanitario en aquellas condiciones tan duras.