Montelíbano,
Córdoba, Colombia
La
llegada de Montse a Colombia sería de las mejores noticias de aquel año. Pocos
cooperantes más abnegados y valientes han trabajado conmigo. Yo había
solicitado a mi sede en Madrid, que me ayudaran con un refuerzo técnico para
mejorar nuestras acciones de Nutrición. Y ello pese a que Colombia es un país
puntero en profesionales de esa materia. Pero sabíamos que el aporte de las
nuevos procedimientos sanitarios y organizativos nos daría una muy buena
proyección en nuestra labor. Además, mi equipo de nutricionistas, tres jóvenes competentes
y entregadas a su trabajo, merecían este tipo de apoyo. En efecto, la
estrategia fue surtiendo efecto con los meses y el beneficio para las
comunidades se hizo evidente: mejoría organizativa, nuevas herramientas, nuevas
técnicas de identificación y tratamiento de los abundantes casos de
desnutrición que nos rodeaban. Al poco tiempo, cobró nuevo peso el programa
que, en el Alto río San Jorge (Córdoba) atendía a una creciente población de
familias desplazadas por la violencia. Los miles de víctimas se dispersaban por
las cabeceras municipales, y acababan relegadas a algún chamizo marginal. En
algunos lugares incluso surgieron barriadas enteras o campamentos de cambuches
en condiciones infrahumanas: piso de barro, paredes de bahareque, techado de
palma, y cartón reforzando la precaria morada. Por supuesto, sin agua corriente,
ni sitio alguno para depositar excretas, sino el mero campo alrededor. Un lugar
para sobrevivir malamente, escapados del terror que impone el conflicto. A
medida que la lucha se agudizaba entre bandos rivales, más familias iban
llegando de las veredas e improvisaban su precaria vivienda como podían.
Montse
llegó a Colombia con una gran emoción por descubrir ese nuevo contexto y
dispuesta a luchar por mejorarlo. Enseguida formó piña con las otras
nutricionistas del equipo (Claudia, Helga y Shirley) y se integró en el equipo,
la región y su gente. Al poco tiempo le pedí que se hiciera cargo del proyecto
de atención en el Alto río San Jorge. Con base en la población de Montelíbano,
pero con acciones en todas las poblaciones que, en aquel selvático valle
lindante con Antioquia, sufrían el zarpazo del conflicto. Montelíbano era
territorio paramilitar, aunque no se percibiera en un primer vistazo. Las AUC mantenían un férreo
control de estas zonas ganaderas, anteriormente bajo la presión guerrillera. Los
asesinatos eran continuos, como las razias de castigo en aldeas enteras.
Incluso escaramuzas eventuales con el enemigo, por allí camuflado de civil. Se
trataba, por tanto, de una zona de “alto riesgo” para nosotros. Previa
formación en seguridad, Montse se trasladó a vivir allí, instalándose en la
base de “la Casa de las ranas”, una vivienda alquilada que se encaramaba a un
meandro del río San Jorge. Con la firme instrucción de velar en todo momento
por ella, designé a Jorge, mi mejor logista, sabedor de que cumpliría fielmente
la labor de asesorarla y protegerla de cualquier incomodidad. Un tipo listo y
siempre alerta. Además, se quedó con ellos también el mejor todoterreno
disponible en la oficina.
Y
desde allí continuaron desarrollando los programas durante varios meses. Uno de
los ejes de acción fue el impulso de toda una red de “Ollas (cocinas) comunitarias”,
que convirtieron en centros de formación de grupos de mujeres. Estaban
repartidas por las barriadas marginales de varias poblaciones de la región. Se
las dotaba de materiales y suministros alimentarios básicos, y las familias
beneficiarias debían hacer el trabajo de la cocina, su organización, el aporte
de parte de los alimentos (sobre todo los frescos). Incluso el control de peso
y talla de todos los niños (numerosísimos) participantes en cada Olla. Me
gustaba, cada vez que podía, visitar este tipo de trabajos y permanecer horas
recorriendo aquellos poblados con el equipo. El delegado de la Unión Europea,
que financiaba parte del proyecto, estaba encantando con los resultados.
Un
día Jorge llamó para reportarme que dos tipos en moto le habían parado en el
puente grande. —Queremos hablar con tu jefe— le transmitieron. Mi logista me
advirtió que se trataba de mandos medios de los paracos. ¿Quién sabe qué
mosca les habría picado? No conviene codearse con estas gentes, pero soy
partidario de dar la cara y no escurrir el bulto, siempre que se pueda. Y ya
habían transcurrido tres años desde mi entrevista con el mono Mancuso, en la que los paras
se comprometieron a no poner trabas a nuestra labor asistencial en la región.
Le
pedí a Montse que me acompañara a esta cita, pese a que entones apenas llevaba
unas semanas en la zona. Quería que la conocieran, que se grabaran bien su
cara. Que quedara claro que era nuestra técnica destinada a aquella zona y que
en ningún caso debían molestarla. También era mi intención que ella viera bien
aquellos rostros y escuchara su discurso. Montse, sabiamente, y mostrando saber
leer lo que se cocía en su entorno, me confesó: —Los paras están tratando de
poner en marcha acciones sociales, en paralelo a su guerra— Sabíamos que habían
estado indagando por cada una de las Ollas comunitarias; realizando
“inteligencia”, como ellos decían, atraídos por el proceso organizativo en colectividades
tan desestructuradas. —Temo que quieran proponernos algo conjunto…—apunté.
Era una noticia preocupante. Bajo ningún concepto uniríamos tareas a los paracos.
Habría que buscar la manera de solventar una cuestión irrebatible. Con buenas
maneras y sin discusiones. Pero tajantemente.
Así
que, llegado el día, acudimos a nuestra entrevista. Para mayor discreción,
monseñor Vidal, el obispo, nos cedió una casa de retiros que estaba vacía.
Montse y yo, y los dos paracos. Sin testigos. Nadie más en el entorno. Ellos
dos venían de paisano, arreglados como en domingo, y llevando por delante unas
pequeñas mariconeras donde ocultaban, a buen seguro, sus respectivas
armas. El aspecto funesto les delataba. La reunión duró casi dos horas. Aquellos
tipos hablaron y hablaron todo el tiempo, sin apenas intervenciones nuestras.
Que si la guerrilla estaba infiltrada en todas partes, que si ellos solo
querían proteger al pueblo, que si la “limpieza social” era una necesidad del
conflicto para expulsar la insurgencia que campaba por la región. Ya me conocía
esa perorata. Asistíamos impasibles a ella, solo deseando que no hicieran
ninguna propuesta, se callaran ya, y se fueran por donde habían venido. Y así
fue, para nuestro alivio. Pero antes de irse estuvieron comentando las penurias
de los desplazados, la dura vida en los cambuches, el hambre de los
niños. Aseguraron tener “mucha familia entre toda esa pobre gente”, y que
agradecían el trabajo de apoyo que estábamos dando a la comunidad. Supimos
sortear esos momentos de tensión, escuchar la monserga, y mantener la actitud
de “buenos chicos”. Traspasada la hora del almuerzo, consideraron que ya era
bastante y debían marcharse. Se fueron por fin. Aparentemente nada cambiaría
allí y nuestra labor seguiría adelante sin mayores trabas.
De
regreso a la oficina, Montse, que se veía feliz y relajada, me confesó: —Esta
gente traía buenos planteamientos, quizás quieran cambiar de actitud y ayudar a
la gente—.
¡No,
Montse!, ¡todo es falso! —contesté con contundencia— Probablemente
no hallamos estado nunca ante semejante calaña asesina. ¡Aunque la mona se
vista de seda, mona se queda!
Ya los habíamos
escuchado. Ahora había que mirar adelante, centrarnos en nuestros planes, y
procurar que aquella gentuza no se nos volviera a cruzar en el camino.
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con Montse, pasados los años
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