—¡Que cierre los ojos, hijuelagranputa! —La frase
todavía resuena en mis oídos, unida al frío del cañón del revolver que me presionaba
la sien.
Bogotá, Zona Rosa, 18:20 horas de una tarde de
martes. El cielo gris amenaza aguacero vespertino pero, de vez en cuando, bien
vale la pena dejarse sumergir por el remolino que forman las calles más
comerciales, si es con un buen objetivo. Por ejemplo, recorrer librerías. El
problema es que ya se me ha hecho un poco tarde y voy con prisa. Me espera una
montaña de trabajo en casa, así que no me lo pienso, y cojo un taxi.
—Por favor, a la calle 92 con avenida Jiménez,
donde la plaza de La Pola.
Me he subido al primero que ha asomado. Un
carro desvencijado manejado por un conductor obeso que ni responde ni gira el
cuello. Tan callado va que pareciera que las mollejas de su nuca me miraran
ciegas y mudas.
Me gusta ir viendo el trajín de las calles
desde la ventanilla. Es como seguir el ritmo del mundo agobiado de tareas,
mientras uno lo contempla todo repanchingado en su sofá. Aunque en este caso,
el asiento del taxi es duro como una silla de montar y las rodillas se me
empotran en el asiento del orondo conductor.
—No tan deprisa, se lo ruego.
Siento vértigo con esas maniobras de
malabaristas al volante que practican los taxis de Bogotá. Pero la nuca que
tengo delante sigue enmudecida. Uno de esos escasos taxistas taciturnos, ¡qué
le vamos a hacer! Se le ve concentrado en la ruta, escogiendo pequeñas
callejuelas, apurando atajos por vericuetos que abrevian el camino y eluden las
grandes avenidas, atestadas de tráfico a esta hora. Aunque realmente no tengo
muy claro por qué barrios estamos atajando. No logro reconocer el paisaje de
casas bajas y basuras acumuladas en los jardincillos. Empiezo a tener la
impresión de que no vamos por el camino correcto y a sospechar que el chófer,
tal vez, ha confundido mis instrucciones.
Justo en el momento en el que voy a avisarle
del probable error, el taxista da un giro brusco al volante y, sorteando
algunos baches, nos metemos por un callejón semioscuro que tiene pinta de no ir
a ninguna parte. Algo empieza a resultarme muy extraño, una presunción
incierta, y siento un leve destello de nervios en el estómago. Todo ocurre muy
deprisa. En ese mismo instante, en cuestión de décimas de segundo, un tipo
salta desde un seto de la acera y se abalanza sobre la puerta de mi derecha. La
abre de un golpe, se mete violentamente dentro del taxi y me clava el cañón
helado de un revólver en la sien.
—¡Cierra los ojos, hijuelagranputa! —grita dos
veces y aprieta el cañón contra mi cabeza. El taxista ni se inmuta. Yo cierro
los ojos de inmediato y trato de recalcular la jugada en un segundo. Mi cerebro
asimila enseguida, tragando rápido, que soy víctima de un atraco. Se trata de un
asalto de los llamados «paseos millonarios» que están proliferando cada día más
en Bogotá.
No transcurren ni diez segundos cuando el carro
aminora todavía más la velocidad y por la puerta izquierda se introduce otro
fulano. Apenas entreabro un ojo para intentar ver qué es lo que está ocurriendo
allí dentro, pero el que está a mi derecha empuja la pistola con fuerza sobre mi
cabeza y repite su frase favorita:
—¡Que cierres los ojos, hijuelagranputa! —Y yo
los cierro, claro está. Aprieto las cejas para que se vea bien que los cierro.
No he podido ni ver el aspecto de los asaltantes. Son solo dos cuerpos
comprimidos a cada lado y el gordo al volante. El taxi acelera su marcha y el
tipo de la izquierda comienza a hurgar en el bolsillo de mi chaqueta. Nadie
dice nada más, de momento. Yo solo trago saliva. La posibilidad de enfrentarme
a un secuestro es lo que más adrenalina me provoca.
Pero ellos siguen concentrados en su atraco con
avidez. Uno, encañonándome firmemente, pendiente de mis ojos y dispuesto a
volarme la cabeza al más mínimo movimiento. El otro, al lado, recorriendo los
pliegues de mi camisa. Sacando billetes y algunos carnets que llevo. Desde
luego, el conteo del dinero parece que les pone de buen humor. Están dando un
buen palo porque he salido de casa con bastante plata, pensando en comprar unos
cuantos libros. Pero por suerte no llevo encima ninguna tarjeta de crédito —lo
más interesante para ellos—, por lo que me salvo de verme sometido al periplo
de ir de cajero en cajero, sacándome fondos de mi cuenta bancaria.
El vehículo sigue dando vueltas por calles que
no puedo ver. Intuyo el movimiento de otros carros alrededor o cuando nos
detenemos en un semáforo. Percibo incluso la cercanía de peatones, el pitido de
algún claxon y otros sonidos. Pienso por un momento en la posibilidad de
gritar, de soltar codazos a diestro y siniestro, de escapar como sea de este encierro.
Pero hay que mantener la calma. Calibrar muy sensatamente todo lo que me está
pasando. Además, la permanente sensación fría del cañón en mi sien me disuade
de cometer cualquier imprudencia y pienso: «Qué más da, que me quiten un buen
puñado de pesos. Lo único que quiero es que no me hagan daño, que me dejen ir.
Sobre todo, que esto acabe rápido y poder respirar aliviado cuando confirme que
no se trata de un secuestro y que lo único que quieren es desplumarme».
Aquella tensión se prolongó durante minutos
interminables. Hasta que, por fin, en alguna esquina apartada y discreta, el
taxi se detuvo. El que me encañonaba me agarró del brazo y me zarandeó hacia
afuera sin dejar de apuntarme con el arma. Pisé la acera y tropecé, pero no me
giré ni un instante para verles las caras. Solo enderecé un paso tras otro, y
lo seguí haciendo con mayor decisión si cabe cuando oí que me ordenaban con
voces rudas:
—Camine pa´lante rapidito y ni se le ocurra
voltearse, que le descerrajo entero el cargador, hijuelagranputa.
Y ni que decir tiene que tomé rumbo al frente con paso decidido, y no se me ocurrió parar ni dejar de mirar a las nubes, hasta que el rugido del carro se alejó. Tuve por fin la certeza de que aquellos tres cabrones habían huido.