jueves, 11 de abril de 2002

Crónica de un secuestro exprés

 —¡Que cierre los ojos, hijuelagranputa! —La frase todavía resuena en mis oídos, unida al frío del cañón del revolver que me presionaba la sien.

Bogotá, Zona Rosa, 18:20 horas de una tarde de martes. El cielo gris amenaza aguacero vespertino pero, de vez en cuando, bien vale la pena dejarse sumergir por el remolino que forman las calles más comerciales, si es con un buen objetivo. Por ejemplo, recorrer librerías. El problema es que ya se me ha hecho un poco tarde y voy con prisa. Me espera una montaña de trabajo en casa, así que no me lo pienso, y cojo un taxi.

—Por favor, a la calle 92 con avenida Jiménez, donde la plaza de La Pola.

Me he subido al primero que ha asomado. Un carro desvencijado manejado por un conductor obeso que ni responde ni gira el cuello. Tan callado va que pareciera que las mollejas de su nuca me miraran ciegas y mudas.

Me gusta ir viendo el trajín de las calles desde la ventanilla. Es como seguir el ritmo del mundo agobiado de tareas, mientras uno lo contempla todo repanchingado en su sofá. Aunque en este caso, el asiento del taxi es duro como una silla de montar y las rodillas se me empotran en el asiento del orondo conductor.

—No tan deprisa, se lo ruego.

Siento vértigo con esas maniobras de malabaristas al volante que practican los taxis de Bogotá. Pero la nuca que tengo delante sigue enmudecida. Uno de esos escasos taxistas taciturnos, ¡qué le vamos a hacer! Se le ve concentrado en la ruta, escogiendo pequeñas callejuelas, apurando atajos por vericuetos que abrevian el camino y eluden las grandes avenidas, atestadas de tráfico a esta hora. Aunque realmente no tengo muy claro por qué barrios estamos atajando. No logro reconocer el paisaje de casas bajas y basuras acumuladas en los jardincillos. Empiezo a tener la impresión de que no vamos por el camino correcto y a sospechar que el chófer, tal vez, ha confundido mis instrucciones.

Justo en el momento en el que voy a avisarle del probable error, el taxista da un giro brusco al volante y, sorteando algunos baches, nos metemos por un callejón semioscuro que tiene pinta de no ir a ninguna parte. Algo empieza a resultarme muy extraño, una presunción incierta, y siento un leve destello de nervios en el estómago. Todo ocurre muy deprisa. En ese mismo instante, en cuestión de décimas de segundo, un tipo salta desde un seto de la acera y se abalanza sobre la puerta de mi derecha. La abre de un golpe, se mete violentamente dentro del taxi y me clava el cañón helado de un revólver en la sien.

—¡Cierra los ojos, hijuelagranputa! —grita dos veces y aprieta el cañón contra mi cabeza. El taxista ni se inmuta. Yo cierro los ojos de inmediato y trato de recalcular la jugada en un segundo. Mi cerebro asimila enseguida, tragando rápido, que soy víctima de un atraco. Se trata de un asalto de los llamados «paseos millonarios» que están proliferando cada día más en Bogotá.

No transcurren ni diez segundos cuando el carro aminora todavía más la velocidad y por la puerta izquierda se introduce otro fulano. Apenas entreabro un ojo para intentar ver qué es lo que está ocurriendo allí dentro, pero el que está a mi derecha empuja la pistola con fuerza sobre mi cabeza y repite su frase favorita:

—¡Que cierres los ojos, hijuelagranputa! —Y yo los cierro, claro está. Aprieto las cejas para que se vea bien que los cierro. No he podido ni ver el aspecto de los asaltantes. Son solo dos cuerpos comprimidos a cada lado y el gordo al volante. El taxi acelera su marcha y el tipo de la izquierda comienza a hurgar en el bolsillo de mi chaqueta. Nadie dice nada más, de momento. Yo solo trago saliva. La posibilidad de enfrentarme a un secuestro es lo que más adrenalina me provoca.

Pero ellos siguen concentrados en su atraco con avidez. Uno, encañonándome firmemente, pendiente de mis ojos y dispuesto a volarme la cabeza al más mínimo movimiento. El otro, al lado, recorriendo los pliegues de mi camisa. Sacando billetes y algunos carnets que llevo. Desde luego, el conteo del dinero parece que les pone de buen humor. Están dando un buen palo porque he salido de casa con bastante plata, pensando en comprar unos cuantos libros. Pero por suerte no llevo encima ninguna tarjeta de crédito —lo más interesante para ellos—, por lo que me salvo de verme sometido al periplo de ir de cajero en cajero, sacándome fondos de mi cuenta bancaria.

El vehículo sigue dando vueltas por calles que no puedo ver. Intuyo el movimiento de otros carros alrededor o cuando nos detenemos en un semáforo. Percibo incluso la cercanía de peatones, el pitido de algún claxon y otros sonidos. Pienso por un momento en la posibilidad de gritar, de soltar codazos a diestro y siniestro, de escapar como sea de este encierro. Pero hay que mantener la calma. Calibrar muy sensatamente todo lo que me está pasando. Además, la permanente sensación fría del cañón en mi sien me disuade de cometer cualquier imprudencia y pienso: «Qué más da, que me quiten un buen puñado de pesos. Lo único que quiero es que no me hagan daño, que me dejen ir. Sobre todo, que esto acabe rápido y poder respirar aliviado cuando confirme que no se trata de un secuestro y que lo único que quieren es desplumarme».

Aquella tensión se prolongó durante minutos interminables. Hasta que, por fin, en alguna esquina apartada y discreta, el taxi se detuvo. El que me encañonaba me agarró del brazo y me zarandeó hacia afuera sin dejar de apuntarme con el arma. Pisé la acera y tropecé, pero no me giré ni un instante para verles las caras. Solo enderecé un paso tras otro, y lo seguí haciendo con mayor decisión si cabe cuando oí que me ordenaban con voces rudas:

—Camine pa´lante rapidito y ni se le ocurra voltearse, que le descerrajo entero el cargador, hijuelagranputa.

Y ni que decir tiene que tomé rumbo al frente con paso decidido, y no se me ocurrió parar ni dejar de mirar a las nubes, hasta que el rugido del carro se alejó. Tuve por fin la certeza de que aquellos tres cabrones habían huido.

jueves, 9 de agosto de 2001

jueves, 2 de agosto de 2001

Dulce Caribe

 

Moñitos, departamento de Córdoba, Colombia

 

Suaves, brillantes, dulcísimos, sabrosos. De un sensual amarillo enrojecido. He regresado de las playas agrestes de Córdoba, a pringarme de mango manos y labios. Los mangos más deliciosos del mundo. Y abundantes como maná, colgados de sus árboles frondosos. Cuando llega la época, los niños los recogen por millares, no se venden, se regalan. Todos los comen con alegría e incluso se los echan al ganado antes de que se pudran a montones. La exuberancia vegetal del trópico, un paisaje de mil colores. Cocoteros, guayacanes y buganvillas. Pequeñas aldeas de chozas de bahareque y palma, alrededor de las que juegan y corren siempre decenas de pelaos desnudos. Verde intenso, verde fulgor. En las callejas embarradas, a la puerta de la vivienda, como columnas salomónicas, enormes altavoces: salsa y vallenato a todo volumen. Esas picaps pareciera que van a reventar, si no lo hacen antes los oídos. Los hombres, morenos y fornidos, tumbados o jugando naipes, rara vez trabajando. Esa es el cometido de unas mujeres abnegadas y que se pasan la vida preñás. La dulce Colombia de charanga y acordeón, sonriente, bella, sosegada, pero que esconde bajo esa apariencia bucólica, la crudeza del subdesarrollo y la insalubridad. Sorteando el hambre gracias a esta naturaleza generosa que brinda los más deliciosos frutos, los pescados del mar y de los ríos, el ganado de la mejor carne.

Ya llegan las lluvias, ya caen cada atardecer. Relámpagos y truenos, fabulosos aguaceros inundando el paisaje como una fiesta tenebrosa que funde el cielo ennegrecido con la tierra roja. “Revuelta anda la vaina” —dicen siempre los colegas, sobre todo cuando hablo de irnos para Puerto Escondido (pronúnciese “puedto edido”, en costeño), por las sendas de los platanales, o a visitar a las familias de los barrios de invasión: ese infierno de inmundicia donde ni las ratas viven peor. Me acuerdo de cuando la guerrilla era poderosa por esta zona, y andaba a la toma de un pueblo tras otro, dueña de carreteras y aldeas, atosigando las poblaciones. El escenario está cambiando. Por supuesto, las FARC[1] siguen dando muy duro y por varios rincones del país: antier secuestraron a unos concejales en el Tolima; ayer mataron nueve soldados en una escaramuza en los Llanos Orientales; hoy reventó un cuartel en Putumayo. Pero, sobre todo, la desmovilización de los paramilitares ha acabado por extender por todo el país la siembra de jóvenes armados y sin rumbo, a los que el submundo de las mafias del narco no ha tardado en ir reclutando y devolver al terror por los pueblos. Un escenario de conflicto desdibujado, indefinido, confuso, donde nadie sabe bien dónde está el frente o qué clase de enemigo tiene agazapado entre la maleza.

Mañana madrugo para irnos a Moñitos, otra población costeña al norte del departamento, a realizar unas encuestas en un sector de aldeas aisladas y ver unos acueductos que el ingeniero Harold está terminando allá. Pero ahora, ya caída la noche y el aguacero, en un rato nos iremos a sacudirnos un tremendo lomito de res, jugoso sobre las brasas, la carne más sabrosa que probarse pueda. Es la tierra del calor, un calor pegajoso, a veces sofocante. Es curioso que todos los lugareños andan quejándose, echando pestes de la calima y del sopor. Que dicen que hace más calor que nunca. Y, sin embargo, lo llevo bastante bien. Estoy amañao. Además, de inmediato me ha quitado de encima un resfriado que se había pegado con el frío andino y que me tenía estornudando y moqueando todo el día.

La costa caribeña… Un amigo apuntó: —“viven en el Paraíso”—, pero no es verdad, a poco que escarbes en sus dificultades cotidianas. A menudo la belleza y las sonrisas ocultan las privaciones que acarrea la miseria. Aunque todo es relativo: realizando la encuesta para conocer mejor el perfil de población en el sector este de Moñitos, visitamos una familia numerosa que habitaba un chamizo aislado en lo más alto de una hacienda. Ciertamente, el emplazamiento era único, con las playas negras de la costa Caribe a los pies. En el horizonte marino, azul brumoso, se distinguía Isla Fuerte y nubes lejanas de una borrasca en camino. Ladera abajo pastaba un escuálido ganado entre la grama, y los cocoteros formaban una cortina que se mecía con el viento. El cabeza de familia se había desperezado de su hamaca al vernos llegar. Se levantó solícito y cordial, al tiempo que mandaba callar a toda aquella pelaera encuerada (conjunto de niños desnudos) exaltada con nuestra visita. Esos pelaos, todos mostraban unos barrigones hinchados y la piel sarpullida de dermatosis. El hombre era un viejo arrugado, acostumbrado a no hacer mayor esfuerzo que engendrar hijos, uno tras otro. La mujer, callada y en un segundo plano. En realidad, era ella quien hacia los esfuerzos allí: de parir, de cocinar, de sacar a toda aquella patulea adelante. Nos sentamos en un tronco a la sombra. La encuesta constataba las principales carencias: abastecimiento de agua de consumo: la charca verde distante a más de 300 mt. Disposición de excretas: a cielo abierto en torno a la vivienda. Características de la vivienda: paredes de caña y bahareque, techado de palma, suelo de tierra. Centro escolar más cercano: solo ocasionalmente acudían a la escuelita más próxima, distante a 3 km. Centro asistencial sanitario más próximo: en la cabecera municipal, a 32 km. Alimentación familiar para ese día: arroz con malanga, con algunos huesos de chancho. Así, fui cumplimentando datos con la sola observación, mientras el hombre miraba en silencio y la mujer permanecía oculta en el interior de la cabaña. Revisando toda aquella información, quise verificar con ellos antes de continuar. En resumen, un claro exponente de condiciones de vida muy precarias. Miseria extrema, quedó remarcado en el casillero correspondiente de la ficha. No obstante, al final de la pesquisa, había un espacio para que el encuestado participara con sus opiniones. Entre otras cuestiones, se le solicitaba que destacara sus tres problemas más acuciantes. El hombre se quedó callado ante mi pregunta. Pensó unos segundos. Miró alrededor unos instantes, mandó guardar silencio a la pelaera una vez más, y me espetó, sin el más mínimo empeño de dar más detalles:

¡Ajá, yo vivo acá bacanamente! ¡No tengo problema ninguno, dotor! —.


[1] Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.