jueves, 9 de agosto de 2001

jueves, 2 de agosto de 2001

Dulce Caribe

 

Moñitos, departamento de Córdoba, Colombia

 

Suaves, brillantes, dulcísimos, sabrosos. De un sensual amarillo enrojecido. He regresado de las playas agrestes de Córdoba, a pringarme de mango manos y labios. Los mangos más deliciosos del mundo. Y abundantes como maná, colgados de sus árboles frondosos. Cuando llega la época, los niños los recogen por millares, no se venden, se regalan. Todos los comen con alegría e incluso se los echan al ganado antes de que se pudran a montones. La exuberancia vegetal del trópico, un paisaje de mil colores. Cocoteros, guayacanes y buganvillas. Pequeñas aldeas de chozas de bahareque y palma, alrededor de las que juegan y corren siempre decenas de pelaos desnudos. Verde intenso, verde fulgor. En las callejas embarradas, a la puerta de la vivienda, como columnas salomónicas, enormes altavoces: salsa y vallenato a todo volumen. Esas picaps pareciera que van a reventar, si no lo hacen antes los oídos. Los hombres, morenos y fornidos, tumbados o jugando naipes, rara vez trabajando. Esa es el cometido de unas mujeres abnegadas y que se pasan la vida preñás. La dulce Colombia de charanga y acordeón, sonriente, bella, sosegada, pero que esconde bajo esa apariencia bucólica, la crudeza del subdesarrollo y la insalubridad. Sorteando el hambre gracias a esta naturaleza generosa que brinda los más deliciosos frutos, los pescados del mar y de los ríos, el ganado de la mejor carne.

Ya llegan las lluvias, ya caen cada atardecer. Relámpagos y truenos, fabulosos aguaceros inundando el paisaje como una fiesta tenebrosa que funde el cielo ennegrecido con la tierra roja. “Revuelta anda la vaina” —dicen siempre los colegas, sobre todo cuando hablo de irnos para Puerto Escondido (pronúnciese “puedto edido”, en costeño), por las sendas de los platanales, o a visitar a las familias de los barrios de invasión: ese infierno de inmundicia donde ni las ratas viven peor. Me acuerdo de cuando la guerrilla era poderosa por esta zona, y andaba a la toma de un pueblo tras otro, dueña de carreteras y aldeas, atosigando las poblaciones. El escenario está cambiando. Por supuesto, las FARC[1] siguen dando muy duro y por varios rincones del país: antier secuestraron a unos concejales en el Tolima; ayer mataron nueve soldados en una escaramuza en los Llanos Orientales; hoy reventó un cuartel en Putumayo. Pero, sobre todo, la desmovilización de los paramilitares ha acabado por extender por todo el país la siembra de jóvenes armados y sin rumbo, a los que el submundo de las mafias del narco no ha tardado en ir reclutando y devolver al terror por los pueblos. Un escenario de conflicto desdibujado, indefinido, confuso, donde nadie sabe bien dónde está el frente o qué clase de enemigo tiene agazapado entre la maleza.

Mañana madrugo para irnos a Moñitos, otra población costeña al norte del departamento, a realizar unas encuestas en un sector de aldeas aisladas y ver unos acueductos que el ingeniero Harold está terminando allá. Pero ahora, ya caída la noche y el aguacero, en un rato nos iremos a sacudirnos un tremendo lomito de res, jugoso sobre las brasas, la carne más sabrosa que probarse pueda. Es la tierra del calor, un calor pegajoso, a veces sofocante. Es curioso que todos los lugareños andan quejándose, echando pestes de la calima y del sopor. Que dicen que hace más calor que nunca. Y, sin embargo, lo llevo bastante bien. Estoy amañao. Además, de inmediato me ha quitado de encima un resfriado que se había pegado con el frío andino y que me tenía estornudando y moqueando todo el día.

La costa caribeña… Un amigo apuntó: —“viven en el Paraíso”—, pero no es verdad, a poco que escarbes en sus dificultades cotidianas. A menudo la belleza y las sonrisas ocultan las privaciones que acarrea la miseria. Aunque todo es relativo: realizando la encuesta para conocer mejor el perfil de población en el sector este de Moñitos, visitamos una familia numerosa que habitaba un chamizo aislado en lo más alto de una hacienda. Ciertamente, el emplazamiento era único, con las playas negras de la costa Caribe a los pies. En el horizonte marino, azul brumoso, se distinguía Isla Fuerte y nubes lejanas de una borrasca en camino. Ladera abajo pastaba un escuálido ganado entre la grama, y los cocoteros formaban una cortina que se mecía con el viento. El cabeza de familia se había desperezado de su hamaca al vernos llegar. Se levantó solícito y cordial, al tiempo que mandaba callar a toda aquella pelaera encuerada (conjunto de niños desnudos) exaltada con nuestra visita. Esos pelaos, todos mostraban unos barrigones hinchados y la piel sarpullida de dermatosis. El hombre era un viejo arrugado, acostumbrado a no hacer mayor esfuerzo que engendrar hijos, uno tras otro. La mujer, callada y en un segundo plano. En realidad, era ella quien hacia los esfuerzos allí: de parir, de cocinar, de sacar a toda aquella patulea adelante. Nos sentamos en un tronco a la sombra. La encuesta constataba las principales carencias: abastecimiento de agua de consumo: la charca verde distante a más de 300 mt. Disposición de excretas: a cielo abierto en torno a la vivienda. Características de la vivienda: paredes de caña y bahareque, techado de palma, suelo de tierra. Centro escolar más cercano: solo ocasionalmente acudían a la escuelita más próxima, distante a 3 km. Centro asistencial sanitario más próximo: en la cabecera municipal, a 32 km. Alimentación familiar para ese día: arroz con malanga, con algunos huesos de chancho. Así, fui cumplimentando datos con la sola observación, mientras el hombre miraba en silencio y la mujer permanecía oculta en el interior de la cabaña. Revisando toda aquella información, quise verificar con ellos antes de continuar. En resumen, un claro exponente de condiciones de vida muy precarias. Miseria extrema, quedó remarcado en el casillero correspondiente de la ficha. No obstante, al final de la pesquisa, había un espacio para que el encuestado participara con sus opiniones. Entre otras cuestiones, se le solicitaba que destacara sus tres problemas más acuciantes. El hombre se quedó callado ante mi pregunta. Pensó unos segundos. Miró alrededor unos instantes, mandó guardar silencio a la pelaera una vez más, y me espetó, sin el más mínimo empeño de dar más detalles:

¡Ajá, yo vivo acá bacanamente! ¡No tengo problema ninguno, dotor! —.


[1] Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

domingo, 11 de marzo de 2001

Buen viaje, compadre

Álvaro Hernández López

Adiós, Álvaro,

Pasa el tiempo 
pero te sigo sintiendo muy cerca. 
 
Vamos a dar más vueltas por el mundo, 
llenándome de sentidos positivos 
con tu desenfado 
y esa divertida ironía que siempre esgrimes
en los momentos tensos.
 
Buscando la manera inteligente de vivir, 
sin las complicaciones banales en las que tantas veces nos enredarnos los humanos.



Gran Pantanal del Mato Grosso, Brasil
Pirámide del Gran Jaguar, selva del Petén (Guatemala)
Transamazónica BR-174 a su cruce de la línea del Ecuador (Territorio de Roraima, Brasil)

lunes, 15 de enero de 2001

El día que Bernard-Henry vino a casa


El día que mi oficina de París me llamó para consultar si el afamado escritor y filósofo Bernard-Henry Levy podría alojarse en casa y compartir nuestro trabajo un par de semanas durante su inminente viaje periodístico a Colombia, sentí una mezcla de alegría y nerviosismo. Pese a la polémica que le suele acompañar, ser anfitrión de tan insigne personaje sería siempre una experiencia interesante, qué duda cabe. Pero, por otra parte, Levy venía a meterse en el conflicto, a hablar directamente con los protagonistas y conocer de primera mano la situación.

La región de Montería era en aquel entonces un territorio bajo control de las Autodefensas Unidas de Colombia, el principal grupo paramilitar. Yo vivía con bajo perfil y muchas cautelas, dirigiendo un equipo de una veintena de técnicos colombianos. Juntos, desarrollábamos un ambicioso programa de ayuda humanitaria para los varios miles de civiles afectados por la guerra, que se libraba en las montañas del sur del departamento de Córdoba.
 
Dedicatoria en el libro "El siglo de Sartre"
No contaré los detalles de cómo transcurrieron aquellos días. Bernard, desconocido en estos lugares, resultó un personaje entrañable y procuré aportar a su misión las mejores condiciones, las visitas más completas y los más útiles contactos. El filósofo profundizó en la realidad de las víctimas con las que trabajamos y también se interesó por el resto de protagonistas de la dura lucha que aquí se libra. Recorrió millas y sudó bajo el abrasador sol tropical, y lo hizo como periodista que viaja de incógnito.

Cuando, semanas, después cumplió el compromiso establecido de enviarme su reportaje antes de que viera la luz en la Prensa de todo el mundo, no tardé un minuto en localizar a Levy en París. ¡Aquello no podía publicarse así, era demasiado literal!. ¡Resultaba temerario!. Tuvimos una larga conversación y, al final, logramos un consenso. Hubo que eliminar detalles, sustituir nombres propios, omitir cuestiones y, en definitiva, proteger aspectos que nos hubieran traído complicaciones, a mi equipo y a mí, con el paso del tiempo. No se trataba de nada que tuviera que ver directamente con el trabajo que hacíamos con la comunidad, que creo que le causó muy buena impresión. Pero había un montón de cosas referidas al propio conflicto, que generarían confusión y que me pareció primordial aclarar. Había que despejar nítidamente nuestra labor de cualquier interpretación política. 
 
Debo decir que Bernard actuó noblemente, por fortuna para nuestra seguridad, y aceptó dar un sensato repaso a un trabajo que, sin duda, fue muy arduo de elaboración. Confieso que después me costó conciliar el sueño una buena temporada.
 
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Este es el reportaje que finalmente se publicó en una red de periódicos y revistas principales (Le Monde, Corriere della Sera, El Mundo, Diners...) de todo el mundo:


miércoles, 11 de octubre de 2000

La muerte puede ser una bella mirada

Selvas del Paramillo 

Nos había caído encima el invierno con toda su lluvia, con toda su furia, y el sendero definitivamente no nos dejaría seguir “ni pa’ tras, ni pa’ lante!”, como rezongaba el conductor entre maldiciones y cubierto de barro hasta la cabeza. Este muchacho era un jabato. No he conocido tipo más diestro al volante, sobretodo por estos caminos de la selva colombiana, en los que mejor no aventurarse si no tienes una cátedra en navegación y, especialmente, alguna buena razón por la que meter el hocico hasta allí tan adentro.

 
“¡¡Juepúchica, Pablo, de acá no nos saca ni el Putas!!”. Jorge estaba muy serio y le caían los goterones de sudor por las sienes. El lodazal en el que habíamos quedado atrapados era una masa de chocolate espeso que iba engullendo el vehículo a medida que pisaba y pisaba el acelerador. El motor rugía desesperado, pero intentar salir del infierno de fango seguía resultando inútil.

“Hágale duro, mijo, que esta noche estaremos ya tranquilos con unas Águilas heladas en la posada de Puerto Libertador”, y me escuchó las palabras de aliento como si fueran parte de la lluvia.

Ni modo, carajo, ni modo. Definitivamente el fangal se tragaba la insignificancia del todoterreno. Las cunetas del camino eran una pared de vegetación tupida y desmesurada, esa exuberancia fantástica del mato costeño que no ha sufrido nunca machete. Y afuera, más allá de esos contrafuertes de follaje, habitaban los mil sonidos del atardecer de la jungla.
 Campamento de desplazados de Tierradentro

¿Todavía será esto zona paraca o nos metimos ya en tierra del Frente 58?. Hice otra pregunta al aire, aprovechando que Jorge se había dejado caer junto a una de las ruedas hundidas. La mirada de mi compinche bastó como respuesta. “La misma vaina” quiso decir, y yo le entendí muy bien. Lo había aprendido con nitidez tras todos estos años en Colombia. Aquí existen espacios nunca bien definidos, inmensas extensiones de tierra sin ley, en las que la autoridad puede ser cualquiera que le surja al paso de entre la maleza.

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“Esta vaina se va a poner pero que bien berraca”. Alias Pedro, jefe paramilitar del Bloque Sinú, me lo había confiado la última vez que nos sorprendimos mutuamente en una vereda de Tierralta. Botas pantaneras, pañuelo verde en la cabeza, ojillos de víbora. Brazalete amarillo de las AUC, pistola al cinto y dos granadas de mortero insertadas en la chaquetilla de camuflaje. Con su dedo índice siempre amenazante, parecía inspirarse en el sopor del mediodía tropical para entonar ese torpe discurso que era la letanía de siempre. La de los sanguinarios paramilitares que asolaban pueblos enteros sin respetar ni a los críos más críos. También la de los combatientes de las FARC, capaces igualmente, de tumbar cualquier cosa que se interpusiera a su paso cada vez que bajaban de las montañas a llevarse a los chavales, además del arroz y el ron, que arramplaban de las míseras casuchas campesinas de bahareque.

Por las calles del pueblo los rostros de la gente resumían el panorama con miradas sombrías. Los unos, apurándose a cargar sus últimos trastos en la colorida buseta de los martes. Los otros, recién llegados de las veredas, apurados también, pero por el miedo, el cansancio y el vértigo de a quién se le ha agotado el derrotero, tal vez para siempre.

“Se me llevaron a la niña, don Pablo”, me vertió susurrando su desconsuelo doña Clara, al cruzármela en la esquina de la iglesia. Sofía era apenas una peladita de catorce años. Cómo decirle a la buena señora que ya me había topado con su hija en el camino, nomás el jueves pasado, y que la niña lucía bien atractiva con su cincha de balas al pecho y el tremebundo fusil AK colgado del hombro. Cómo decirle a doña Clara que la muchacha me quitó el teléfono con una sonrisa diciendo casi con dulzura: “colabórenos con la lucha, compañero”, mientras me miraba fijamente con sus hermosos ojos rasgados, negros como tizón. Ojos de una expresividad envolvente que no se sabe muy bien si ríen o maldicen; si proponen un revolcón tras la palmera o si me va a descerrajar el AK al mínimo movimiento. Jodida guerra ésta en la que los que matan relumbran tanta belleza en sus rasgos y en sus poses. Tanta, que uno no sabe si le van a invitar a bailar o a ponerse a desfilar ante la muerte… Jodida guerra esta en la que hasta esa muerte tiene la mirada tan bella... la que me espera a mi, la que le espera a ella.