domingo, 11 de marzo de 2001

Buen viaje, compadre

Álvaro Hernández López

Adiós, Álvaro,

Pasa el tiempo 
pero te sigo sintiendo muy cerca. 
 
Vamos a dar más vueltas por el mundo, 
llenándome de sentidos positivos 
con tu desenfado 
y esa divertida ironía que siempre esgrimes
en los momentos tensos.
 
Buscando la manera inteligente de vivir, 
sin las complicaciones banales en las que tantas veces nos enredarnos los humanos.



Gran Pantanal del Mato Grosso, Brasil
Pirámide del Gran Jaguar, selva del Petén (Guatemala)
Transamazónica BR-174 a su cruce de la línea del Ecuador (Territorio de Roraima, Brasil)

lunes, 15 de enero de 2001

El día que Bernard-Henry vino a casa


El día que mi oficina de París me llamó para consultar si el afamado escritor y filósofo Bernard-Henry Levy podría alojarse en casa y compartir nuestro trabajo un par de semanas durante su inminente viaje periodístico a Colombia, sentí una mezcla de alegría y nerviosismo. Pese a la polémica que le suele acompañar, ser anfitrión de tan insigne personaje sería siempre una experiencia interesante, qué duda cabe. Pero, por otra parte, Levy venía a meterse en el conflicto, a hablar directamente con los protagonistas y conocer de primera mano la situación.

La región de Montería era en aquel entonces un territorio bajo control de las Autodefensas Unidas de Colombia, el principal grupo paramilitar. Yo vivía con bajo perfil y muchas cautelas, dirigiendo un equipo de una veintena de técnicos colombianos. Juntos, desarrollábamos un ambicioso programa de ayuda humanitaria para los varios miles de civiles afectados por la guerra, que se libraba en las montañas del sur del departamento de Córdoba.
 
Dedicatoria en el libro "El siglo de Sartre"
No contaré los detalles de cómo transcurrieron aquellos días. Bernard, desconocido en estos lugares, resultó un personaje entrañable y procuré aportar a su misión las mejores condiciones, las visitas más completas y los más útiles contactos. El filósofo profundizó en la realidad de las víctimas con las que trabajamos y también se interesó por el resto de protagonistas de la dura lucha que aquí se libra. Recorrió millas y sudó bajo el abrasador sol tropical, y lo hizo como periodista que viaja de incógnito.

Cuando, semanas, después cumplió el compromiso establecido de enviarme su reportaje antes de que viera la luz en la Prensa de todo el mundo, no tardé un minuto en localizar a Levy en París. ¡Aquello no podía publicarse así, era demasiado literal!. ¡Resultaba temerario!. Tuvimos una larga conversación y, al final, logramos un consenso. Hubo que eliminar detalles, sustituir nombres propios, omitir cuestiones y, en definitiva, proteger aspectos que nos hubieran traído complicaciones, a mi equipo y a mí, con el paso del tiempo. No se trataba de nada que tuviera que ver directamente con el trabajo que hacíamos con la comunidad, que creo que le causó muy buena impresión. Pero había un montón de cosas referidas al propio conflicto, que generarían confusión y que me pareció primordial aclarar. Había que despejar nítidamente nuestra labor de cualquier interpretación política. 
 
Debo decir que Bernard actuó noblemente, por fortuna para nuestra seguridad, y aceptó dar un sensato repaso a un trabajo que, sin duda, fue muy arduo de elaboración. Confieso que después me costó conciliar el sueño una buena temporada.
 
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Este es el reportaje que finalmente se publicó en una red de periódicos y revistas principales (Le Monde, Corriere della Sera, El Mundo, Diners...) de todo el mundo:


miércoles, 11 de octubre de 2000

La muerte puede ser una bella mirada

Selvas del Paramillo 

Nos había caído encima el invierno con toda su lluvia, con toda su furia, y el sendero definitivamente no nos dejaría seguir “ni pa’ tras, ni pa’ lante!”, como rezongaba el conductor entre maldiciones y cubierto de barro hasta la cabeza. Este muchacho era un jabato. No he conocido tipo más diestro al volante, sobretodo por estos caminos de la selva colombiana, en los que mejor no aventurarse si no tienes una cátedra en navegación y, especialmente, alguna buena razón por la que meter el hocico hasta allí tan adentro.

 
“¡¡Juepúchica, Pablo, de acá no nos saca ni el Putas!!”. Jorge estaba muy serio y le caían los goterones de sudor por las sienes. El lodazal en el que habíamos quedado atrapados era una masa de chocolate espeso que iba engullendo el vehículo a medida que pisaba y pisaba el acelerador. El motor rugía desesperado, pero intentar salir del infierno de fango seguía resultando inútil.

“Hágale duro, mijo, que esta noche estaremos ya tranquilos con unas Águilas heladas en la posada de Puerto Libertador”, y me escuchó las palabras de aliento como si fueran parte de la lluvia.

Ni modo, carajo, ni modo. Definitivamente el fangal se tragaba la insignificancia del todoterreno. Las cunetas del camino eran una pared de vegetación tupida y desmesurada, esa exuberancia fantástica del mato costeño que no ha sufrido nunca machete. Y afuera, más allá de esos contrafuertes de follaje, habitaban los mil sonidos del atardecer de la jungla.
 Campamento de desplazados de Tierradentro

¿Todavía será esto zona paraca o nos metimos ya en tierra del Frente 58?. Hice otra pregunta al aire, aprovechando que Jorge se había dejado caer junto a una de las ruedas hundidas. La mirada de mi compinche bastó como respuesta. “La misma vaina” quiso decir, y yo le entendí muy bien. Lo había aprendido con nitidez tras todos estos años en Colombia. Aquí existen espacios nunca bien definidos, inmensas extensiones de tierra sin ley, en las que la autoridad puede ser cualquiera que le surja al paso de entre la maleza.

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“Esta vaina se va a poner pero que bien berraca”. Alias Pedro, jefe paramilitar del Bloque Sinú, me lo había confiado la última vez que nos sorprendimos mutuamente en una vereda de Tierralta. Botas pantaneras, pañuelo verde en la cabeza, ojillos de víbora. Brazalete amarillo de las AUC, pistola al cinto y dos granadas de mortero insertadas en la chaquetilla de camuflaje. Con su dedo índice siempre amenazante, parecía inspirarse en el sopor del mediodía tropical para entonar ese torpe discurso que era la letanía de siempre. La de los sanguinarios paramilitares que asolaban pueblos enteros sin respetar ni a los críos más críos. También la de los combatientes de las FARC, capaces igualmente, de tumbar cualquier cosa que se interpusiera a su paso cada vez que bajaban de las montañas a llevarse a los chavales, además del arroz y el ron, que arramplaban de las míseras casuchas campesinas de bahareque.

Por las calles del pueblo los rostros de la gente resumían el panorama con miradas sombrías. Los unos, apurándose a cargar sus últimos trastos en la colorida buseta de los martes. Los otros, recién llegados de las veredas, apurados también, pero por el miedo, el cansancio y el vértigo de a quién se le ha agotado el derrotero, tal vez para siempre.

“Se me llevaron a la niña, don Pablo”, me vertió susurrando su desconsuelo doña Clara, al cruzármela en la esquina de la iglesia. Sofía era apenas una peladita de catorce años. Cómo decirle a la buena señora que ya me había topado con su hija en el camino, nomás el jueves pasado, y que la niña lucía bien atractiva con su cincha de balas al pecho y el tremebundo fusil AK colgado del hombro. Cómo decirle a doña Clara que la muchacha me quitó el teléfono con una sonrisa diciendo casi con dulzura: “colabórenos con la lucha, compañero”, mientras me miraba fijamente con sus hermosos ojos rasgados, negros como tizón. Ojos de una expresividad envolvente que no se sabe muy bien si ríen o maldicen; si proponen un revolcón tras la palmera o si me va a descerrajar el AK al mínimo movimiento. Jodida guerra ésta en la que los que matan relumbran tanta belleza en sus rasgos y en sus poses. Tanta, que uno no sabe si le van a invitar a bailar o a ponerse a desfilar ante la muerte… Jodida guerra esta en la que hasta esa muerte tiene la mirada tan bella... la que me espera a mi, la que le espera a ella.

viernes, 26 de mayo de 2000

Paella en prisión


Cada vez que tenía que ir desde mi oficina a los barrios del oriente de Montería, pasaba por delante de esa fortaleza de cemento sucio que es la prisión de Las Mercedes. Siempre me ha estremecido la proximidad a las cárceles y el presentir la multitud hacinada tras esos muros, que marcan radicalmente un mundo aparte. Un gran portón cerrado a cal y canto, y los pequeños ventanucos a través de cuyos barrotes asoman caídos los brazos anónimos de los reclusos. Como si acariciando el aire exterior con las manos pudieran aliviar su hastío y soñar que mueven el cuerpo dotados de alas. 
 
El único punto alegre podía venir de las hileras de ropa tendida que colgaban por las paredes, sin embargo, esos calzones viejos y las camisetas descoloridas acrecentaban la desolación. Uno se imagina tantas historias en el interior de la cárcel. La mayoría, historias de rabia y desconsuelo. Me angustia el destino truncado de la gente obligada a permanecer cautiva ahí dentro. Estando al otro lado, libre, es inevitable sentir compasión por los centenares de personas que ven pasar sus días en reclusión.

Por eso, el día que Milene Andrade, Defensora del Pueblo del departamento de Córdoba, me comentó que había ingresado “una paisana mía” en Las Mercedes, me pareció buena idea visitarla. La única española entre toda la población reclusa colombiana. Pensé que quizás conseguiría hacerle la vida más llevadera
a mi me habría gustado en una situación similar―.


La prisión de Montería es un centro bastante grande, pero el módulo de mujeres se reducía, en aquel entonces, a una treintena de toda edad y condición. Cada día, en horario diurno, se podía acceder previa autorización. De hecho, las colas de familiares en ocasiones doblaban la esquina. Así que, en una oportunidad que tuve aquel mismo mes, me acerqué a Las Mercedes. Previamente pasé por un supermercado, no era cuestión de aparecer por allí con las manos vacías. ¿Pero qué sé puede llevar a una reclusa a quién no conoces de nada?

La atmósfera de la prisión era sofocante a mediodía. El portón de la entrada no estaba abierto, sino que todo el mundo entraba y salía desde una puerta lateral, tras pasar varios controles y requisas. Para llegar al módulo de las mujeres, había que atravesar todo el patio central: un enorme y lóbrego cuadrilátero enrejado, en cuyos cuatro pisos se hacinaban un gran número de hombres con las extremidades asomando entre los barrotes. El griterío reinante era ensordecedor, como si atravesaras una densa nube de abejas blandiendo una antorcha. Al final de dicho espacio, semiescondida, había una sala aparte que constituía la celda común para el grupo de reclusas. Dentro, había que dejar por un instante que los ojos se habituasen a la penumbra. Empezabas entonces a percibir los detalles del sitio que pisabas. Cada interna tenía su recodo, unas escasas pertenencias y el colchón en el suelo. La intimidad era nula, unas junto a otras. No estaban apretadas, pero tampoco sobraba sitio. Incluso las letrinas y los baños estaban en la misma sala, separadas apenas por unas cortinas de hule. El olor era rancio, como de ratonera.

Acompañado por dos guardianes que no tardaron en retirarse, fui recibido con curiosidad y cierto regocijo. Sin embargo, en todo momento, me sentí tranquilo. En el centro de la sala, sonriente, me esperaba Paty. No sé bien por qué, nos dimos un abrazo. Sentí ternura desde el primer momento. Su acento delataba un origen gallego, y se veía que era una muchacha resuelta, curtida por la vida. Paty tenía edad indefinida, no creo que hubiera cumplido los cuarenta. Se movía por allí como si fuera su casa, y parecía llevarse bien con todo el mundo. En una primera impresión, me pareció notar cierta hostilidad de algunas de aquellas mujeres, o al menos, miradas de extrañeza. Ella también debió percibirlo, porque no se apartó de mí ni un momento. Al cabo de un rato, saludando a unas y a otras reclusas, acabé sintiéndome bien acogido. Paty tuvo mucho que ver en ello, al hablarme abiertamente, con gracejo, queriendo mostrarme que abundaba la buena gente por allí. En apariencia, todas ellas parecían guardar un ambiente de convivencia. Al menos, esa impresión me dio.

El tiempo permitido para el encuentro fue muy breve, pero dió para conversar con varias de ellas. Por supuesto, principalmente con Paty, que se veía contenta y no paraba de hacerme preguntas. En ese corto lapso de tiempo, y con las lógicas reservas, tuvo ocasión de hacerme un resumen muy somero de sí misma, aunque con cierta desgana. 
 
Era de la Ría de Arousa, pero llevaba años sin ir por su pueblo  ―demasiados años ―dijo poniéndose seria por unos instantes. No entró en ningún detalle sobre las circunstancias que habían rodeado su infortunio, ni yo quise preguntar nada de ello. No era ese mi propósito. Estaba allí por un problema de trasiego de cocaína, yo ya lo sabía, y me pareció que no era la primera vez que cumplía condena por una cosa así. No me enteré tampoco de la pena que le quedaba por cumplir. ―Aquí no me tratan tan mal ―repitió en un par de ocasiones, bajando la mirada. Todavía se conservaba atractiva, pese a los palos de la vida, que llevaba bien marcados en las ojeras. Diría que por primera vez en mucho tiempo, se había maquillado porque era la única allí con los ojos y los labios pintados.

Saqué de la mochila las cosas que traía para ella. Una  colonia y un champú pero también almendras, algunas frutas, chocolate y unas latas. Había venido cargado, para que pudiera compartir. Y efectivamente, no tardó en hacerse un corro a nuestro alrededor. Cuando salió la lata de paella, aquello ya era una fiesta. ―La voy a preparar ahora mismo ―dijo con  entusiasmo. Y movilizó al personal. Se puso a trajinar con un hornillo y con distintos cacharros que fueron sacando sus compañeras. Nos pusimos a comer como si hubiera motivo de celebración, y alcanzó un pequeña ración para cada una. Al rato no quedaba un grano de arroz amarillo. ¡Quién me iba a decir a mí que encontraría una paella enlatada en un supermercado de Montería y que, además, acabaría teniendo tanto éxito entre las convictas de la prisión!

Quedé en regresar al cabo de unas cuantas semanas, pero pasó el tiempo. Cuando quise volver, la Defensora del Pueblo me advirtió que Paty ya no estaba en Las Mercedes. Había sido trasladada recientemente a España, donde cumpliría el resto de la condena. No volví a saber de ella, y me alegré de su cambio. Puede ser que en un tiempo, o tal vez en unos años, estuviera ya libre por su Galicia natal. La había conocido apenas durante unos minutos, un intercambio fugaz de afectos en la sordidez de una celda llena de mujeres. Pero en más de una ocasión la he recordado, encerrada entre aquellos muros, feliz por unos instantes con su lata de paella. 



domingo, 20 de febrero de 2000

Escuelas para la Paz

Dedicado a todos los equipos de Acción contra el Hambre y, en particular, a Montse Escruela, trabajadora, luchadora y amiga.


La violencia sigue tristemente enquistada en diversas zonas de Colombia. En ellas, sus pobladores no consiguen salir de la espiral de pobreza. Los conflictos lastran el progreso de los pueblos y, a menudo, los hunden en un lodazal de miseria. Es en esos contextos donde la Cooperación tiene que llegar y buscar una doble vía: contribuir a mejorar la vida de la comunidad y, en consecuencia, favorecer condiciones que apoyen en lo posible la pacificación. Y viceversa.   

En las aldeas de esas regiones, en las más apartadas y golpeadas por la guerra, la última presencia del Estado suelen ser los maestros. Héroes olvidados, en muchas ocasiones, que se juegan la vida a diario por desempeñar esa labor imprescindible de formar a los chavales. El profesor Víctor Negrete, de la Universidad del Sinú, y experto conocedor de la región los describe así:

Muchos de ellos fueron maestros en fincas y deambularon de una en otra sin medir distancias ni cansancios, logrando sobrevivir al conflicto que no cesa en la zona. Los distintos actores armados los respetaron por su entrega desinteresada, su disposición a servir, su tolerancia y solidaridad, su ejemplo de vida y sobretodo su persistencia en la convivencia a pesar de las diferencias. Son dueños de una letra impecable, una narración fluida y sentimental, un respeto profundo por la patria, la familia y el pueblo donde viven. En varias comunidades los veneran.

Teníamos que centrar nuestro apoyo en la escuela. Convertirla en eje dinamizador de toda la comunidad y apostar por su mejora y su dignificación. Por eso el programa “Escuelas para la Paz” se ha venido extendiendo por el Sur de Córdoba, por los Montes de María, por la Sierra Nevada de Santa Marta e incluso hasta La Guajira.

Varias decenas de escuelas hundidas, tristes, insalubres, en pésimo estado material, han sido objeto de nuestro apoyo. Se ha intervenido en las infraestructuras escolares instalando o rehabilitando sistemas de saneamiento y de mejora de la distribución del agua, promoviendo los buenos hábitos de higiene y la educación para la salud. También se han impulsado huertos y granjas demostrativas. O actividades de remozado, pintura y embellecimiento del entorno, que suelen resultar muy participativas. En general, se ha tratado de movilizar a cada vereda, aldea o pueblo, para que surja de estas tareas una razón para la motivación, en medio de la hostilidad que les rodea. Así, las diferentes comunidades, los maestros, los estudiantes, han acogido con entusiasmo el programa y todos colaboran ahora con su mejor empeño.

A todos ellos, y al equipo que durante este tiempo ha venido orientando este programa, mis sinceras felicitaciones.