Los tiempos
del cólera
Bocas de Aracataca, Magdalena, Colombia
Desde
Cartagena de Indias, la carretera troncal del Caribe pasa por Barranquilla y
cruza la desembocadura del río Magdalena por un enorme puente. A la salida de
este, soldados en traje de combate tienen establecido un control por el que han
de pasar, uno por uno, todos los vehículos. Van aparatosamente pertrechados con
cascos, correajes de granadas, y esgrimiendo enormes ametralladoras. Evidencian
que entramos en zonas de inseguridad. Nos dan el alto, para dejarnos pasar, una
vez comprobada la documentación: “Bien
puedan” —nos dice el oficial con un gesto de saludo.
Entonces,
la carretera a Santa Marta comienza a atravesar los espesos manglares del
Parque Nacional de la Isla de Salamanca: primeros kilómetros de un bosque de
gigantescas raíces aéreas formado una maraña vegetal, tras la que se adivina el
mar. Pero al poco rato, la vegetación se transforma y pasa a convertirse en un
paisaje fantasmal. Mangles y mangles muertos durante un largo recorrido. No
veremos más que el panorama de un extraño planeta sin vida. La construcción de
la calzada que lleva a Ciénaga, Santa Marta y, más allá, la región de La
Guajira, provocó hace años una catástrofe ecológica, cuyas consecuencias van
sobrecogiendo a cada kilómetro que se avanza. Los troncos pelados y retorcidos
que sobresalen del fango parecen haber sido calcinados por un pavoroso
incendio. En realidad, ha sido la alteración del equilibrio de las aguas dulces
del río y las saladas del mar, lo que ha mermado irreversiblemente un
ecosistema lagunar que era tan rico y ahora estaba en plena pérdida. Conocida
como Ciénaga Grande, en la desembocadura del río Magdalena, marca una etapa muy
trágica en perdida de uno de los más relevantes espacios medioambientales. La construcción
de la carretera fue el inicio del desastre. Con ello, ha venido la pérdida
progresiva de la riqueza pesquera, de la que subsistían miles de personas,
habitantes en poblados de su interior: pueblos palafíticos a los que únicamente
se accede en embarcación. Pero cuando, más adelante, pasamos por el municipio
de Pueblo Viejo y sus barrios aledaños, el paisaje se hace todavía más abrumador.
Aparecen las míseras condiciones de sus lugareños, sumidos en fango, chabolas
de latón, y basuras.
Paramos en Tasajera, la primera de estas aldeas de
miseria, en la delgada línea entre la ciénaga y el mar. Surgida a orilla de la
carretera, se ha venido llenando, año tras año, de familias que intentan sobrevivir
de una pesca que se agota.
“La siénaga se nos muere, carajo —masculla
un pescador que se acerca, al verme en el puesto que vende cucuruchos de gambas
fresquísimas—. Mis abuelos, mis
bisabuelos, mis tatarabuelos, sacaban de estas aguas las mejores lisas, los
camarones más gruesos, cangrejos como cabezas, la pesca más abundante… y ahora
vean mis redes vacías desde hace ya no sé cuántos días”.
“Puriticos pescados chiquiticos, es
lo único que se pesca ya —apunta el muchacho de las gambas,
con el mismo gracejo del acento costeño—. Oiga,
no joda, hubiera usted visto aquellos tremendos camarones ‘tigres’ tan berracos
que había por acá”. Estos testimonios, y el escalofriante panorama de
pobreza que rodea, son un exponente claro de cómo la muerte de la naturaleza se
acaba cobrando un precio en la condición de los humanos que viven en su
entorno. Plásticos, latas, inmundicias por miles. La basura se acumula por
doquier, en grandes cantidades. La propia gente la utiliza para paliar la
subida de la marea frente a sus chozas. Están contribuyendo a destruir la
ciénaga y ello los condena a su propia desdicha.
La madrugada
del 11 de febrero, va a traer una nueva desgracia a la gran laguna. En el corregimiento
de Bocas de Cataca, un poblado palafítico lejano situado al sureste de la
Ciénaga Grande, el puñado de familias dedicadas a la pesca que lo habitan, va a
sufrir por primera vez el embate de la violencia. Tres canoas, ocupadas hasta
arriba por una unidad de fuerzas paramilitares, desembarca en los muelles de
las primeras casas y, sin mediar preguntas, la emprende a tiros con todo el que
va saliendo al paso. Doce muertos, deja la brutal visita. Al día siguiente de
la masacre, el alcalde viajó a la aldea, en un intento por calmar a la
población y evitar su desplazamiento. Pero fue en vano. Sus argumentos no
calaron ante el impacto bestial del crimen. Toda la población de Bocas,
atemorizada, emprendió la huida en sus embarcaciones hasta la cabecera
municipal de Pueblo Viejo. Nadie quiso permanecer ante el rastro de sangre que
habían regado aquellos desalmados.
Pasó el
tiempo. La gente no volvió. Muy al contrario, el temor se fue extendiendo por
todas las orillas de la ciénaga. Solo la principal población de la laguna,
Nueva Venecia, otro poblado palafítico (a una hora de Bocas de Cataca en voladora),
mantuvo a buena parte de sus 3.000 habitantes. Con mucho miedo. Saliendo a
faenar solo con la luz del día. Pese a ese temor, quedarse allí daba la
posibilidad de faenar todos los días y recabar el sustento diario. Marcharse, era
la condena al desarraigo y la miseria.
Pero la
sangre no demoró en correr de nuevo: a los diez meses, los paracos
dieron otro de sus despiadados golpes de mano. Aquella nueva acción se conocería
como “la ruta de la muerte” y fue de las mayores masacres sufridas en Colombia:
esta vez dejó un rastro de 72 asesinados. Los moradores sobrevivientes,
horrorizados, huyeron de inmediato dejando los cadáveres de sus vecinos, como
macabros despojos para las gallinazas.
La unidad de
las AUC,
había salido de Barranquilla de madrugada y atravesó, con sus canoas
motorizadas, el bosque de manglares de la Isla de Salamanca. Desde la
orilla misma de la ciénaga, hasta las chozas del poblado sobre el agua, fueron ejecutando
una atroz caravana de crímenes, en la que dieron caza a todo el que fue
asomando. Hasta llegar al interior de la laguna. Lo peor vino en el poblado
palafítico de Nueva Venecia, junto a la pasarela que lleva a la escuela. El espacio
elegido fue la plazoleta que los lugareños habían ido rellenando a lo largo de
los años, a base de arrojar piedras, basuras y todo tipo de residuos. Allí
congregaron a los moradores, los sermonearon a gritos tachándoles de
guerrilleros, de “vendepatrias”, y fueron llamando según una lista que
portaban. Mataron de uno en uno, hasta completar los 72 de la lista. Y la
población tuvo que asistir, aterrada y en silencio estricto. A uno de los ultimados
le cortaron la cabeza con un machete y la hicieron rodar a patadas, como un
balón. Después, se marcharon igual que habían venido: en sus pangas alargadas
de potentes motores. Desparecieron por las aguas turbias del lago, dejando a
los pobladores traumatizados y huyendo con tan solo algunos pertrechos. Sus
canoas de vela tomaban un rumbo nada claro, hacía el horizonte brumoso. Esa
avalancha de muerte cambió sus vidas trágicamente, para siempre.
Las
masacres de la Ciénaga provocaron miles de familias desplazadas, aquel fatídico
año. La mayoría se fue para las aldeas ubicadas a orillas de la carretera de
Santa Marta, donde se establecieron como pudieron, invadiendo predios,
levantando cambuches de cartón y zinc. Ocuparon los rincones que consiguieron,
empleando toda la basura de la zona. Las condiciones fueron muy penosas desde
el principio, y lo siguen siendo.
Ante
la magnitud de la situación humanitaria, nos movilizamos inmediatamente movilizando
parte de los técnicos de mi equipo y establecimos una pequeña base. Contratamos
a seis personas de la localidad cercana de Ciénaga e iniciamos un programa que
crecería con el tiempo. Gran parte de la actividad ponía el énfasis en hacer
frente a las condiciones sanitarias de toda aquella multitud. Evidentemente,
era lo prioritario y constituía un verdadero reto para nosotros. Se
construyeron baterías de letrinas en puntos estratégicos, campañas de higiene.
Acordamos la limpieza interior de los carrotanques que distribuían el
agua de consumo por las calles. La mejora de las infraviviendas, la reparación
de pangas, motores y artes de pesca. Trabajamos incansablemente con las madres
en una mejor atención sanitaria para sus pequeños, afectados por la rasquiña
y un montón de otras complicaciones de la piel. Procuramos mejorar la
alimentación y la organización de la comunidad, a través del apoyo a las
cocinas populares (Ollas comunitarias) … Fue arduo, demasiado difícil. Y sobre
la inmensidad de las adversidades, nos dimos de bruces con la mentalidad de
aquellas familias: acostumbradas a vivir sobre las aguas, no había manera de
lograr una desadaptación de sus hábitos —muy poco higiénicos—, arraigados desde
décadas. También yo he procurado siempre ser respetuoso con las usanzas y no
imponer ningún modelo que la gente no esté dispuesta a asimilar. Las gentes de
la Ciénaga eran de carácter despreocupado, y la tragedia les volvió más
apáticos. Siempre pescaron individualmente, se mostraron reacios a la tarea
colectiva y al espíritu de lo comunitario. No hubo manera fácil de trabajar
unas rutinas higiénicas, en el titánico empeño de que valía la pena el esfuerzo
por mejorar sus condiciones. O muy posiblemente no supimos resolver aquella
compleja situación, pese a contar con el apoyo de buenos especialistas.
Al
final de la jornada, algunos atardeceres, agotado y, en muchas ocasiones
frustrado, caminaba hasta las playas más alejadas, queriendo poner por medio
unas horas de mar y arena limpia. Allí encontraba el Caribe apacible, y podía
pensar en otras cosas. Fue aquí donde volví a leer “El amor en los tiempos del
cólera”. Quién iba a decirnos que la maravillosa novela de García Márquez, y
otras muchas del propio escritor, ambientan sus páginas precisamente por estos
escenarios, donde desemboca el gran río Magdalena.
Pero
nunca encontré Macondo.