domingo, 20 de febrero de 2000

Escuelas para la Paz

Dedicado a todos los equipos de Acción contra el Hambre y, en particular, a Montse Escruela, trabajadora, luchadora y amiga.


La violencia sigue tristemente enquistada en diversas zonas de Colombia. En ellas, sus pobladores no consiguen salir de la espiral de pobreza. Los conflictos lastran el progreso de los pueblos y, a menudo, los hunden en un lodazal de miseria. Es en esos contextos donde la Cooperación tiene que llegar y buscar una doble vía: contribuir a mejorar la vida de la comunidad y, en consecuencia, favorecer condiciones que apoyen en lo posible la pacificación. Y viceversa.   

En las aldeas de esas regiones, en las más apartadas y golpeadas por la guerra, la última presencia del Estado suelen ser los maestros. Héroes olvidados, en muchas ocasiones, que se juegan la vida a diario por desempeñar esa labor imprescindible de formar a los chavales. El profesor Víctor Negrete, de la Universidad del Sinú, y experto conocedor de la región los describe así:

Muchos de ellos fueron maestros en fincas y deambularon de una en otra sin medir distancias ni cansancios, logrando sobrevivir al conflicto que no cesa en la zona. Los distintos actores armados los respetaron por su entrega desinteresada, su disposición a servir, su tolerancia y solidaridad, su ejemplo de vida y sobretodo su persistencia en la convivencia a pesar de las diferencias. Son dueños de una letra impecable, una narración fluida y sentimental, un respeto profundo por la patria, la familia y el pueblo donde viven. En varias comunidades los veneran.

Teníamos que centrar nuestro apoyo en la escuela. Convertirla en eje dinamizador de toda la comunidad y apostar por su mejora y su dignificación. Por eso el programa “Escuelas para la Paz” se ha venido extendiendo por el Sur de Córdoba, por los Montes de María, por la Sierra Nevada de Santa Marta e incluso hasta La Guajira.

Varias decenas de escuelas hundidas, tristes, insalubres, en pésimo estado material, han sido objeto de nuestro apoyo. Se ha intervenido en las infraestructuras escolares instalando o rehabilitando sistemas de saneamiento y de mejora de la distribución del agua, promoviendo los buenos hábitos de higiene y la educación para la salud. También se han impulsado huertos y granjas demostrativas. O actividades de remozado, pintura y embellecimiento del entorno, que suelen resultar muy participativas. En general, se ha tratado de movilizar a cada vereda, aldea o pueblo, para que surja de estas tareas una razón para la motivación, en medio de la hostilidad que les rodea. Así, las diferentes comunidades, los maestros, los estudiantes, han acogido con entusiasmo el programa y todos colaboran ahora con su mejor empeño.

A todos ellos, y al equipo que durante este tiempo ha venido orientando este programa, mis sinceras felicitaciones.

   
 
 


viernes, 11 de febrero de 2000

Masacre en la ciénaga

Los tiempos del cólera

 

Bocas de Aracataca, Magdalena, Colombia

Desde Cartagena de Indias, la carretera troncal del Caribe pasa por Barranquilla y cruza la desembocadura del río Magdalena por un enorme puente. A la salida de este, soldados en traje de combate tienen establecido un control por el que han de pasar, uno por uno, todos los vehículos. Van aparatosamente pertrechados con cascos, correajes de granadas, y esgrimiendo enormes ametralladoras. Evidencian que entramos en zonas de inseguridad. Nos dan el alto, para dejarnos pasar, una vez comprobada la documentación: “Bien puedan” —nos dice el oficial con un gesto de saludo.

Entonces, la carretera a Santa Marta comienza a atravesar los espesos manglares del Parque Nacional de la Isla de Salamanca: primeros kilómetros de un bosque de gigantescas raíces aéreas formado una maraña vegetal, tras la que se adivina el mar. Pero al poco rato, la vegetación se transforma y pasa a convertirse en un paisaje fantasmal. Mangles y mangles muertos durante un largo recorrido. No veremos más que el panorama de un extraño planeta sin vida. La construcción de la calzada que lleva a Ciénaga, Santa Marta y, más allá, la región de La Guajira, provocó hace años una catástrofe ecológica, cuyas consecuencias van sobrecogiendo a cada kilómetro que se avanza. Los troncos pelados y retorcidos que sobresalen del fango parecen haber sido calcinados por un pavoroso incendio. En realidad, ha sido la alteración del equilibrio de las aguas dulces del río y las saladas del mar, lo que ha mermado irreversiblemente un ecosistema lagunar que era tan rico y ahora estaba en plena pérdida. Conocida como Ciénaga Grande, en la desembocadura del río Magdalena, marca una etapa muy trágica en perdida de uno de los más relevantes espacios medioambientales. La construcción de la carretera fue el inicio del desastre. Con ello, ha venido la pérdida progresiva de la riqueza pesquera, de la que subsistían miles de personas, habitantes en poblados de su interior: pueblos palafíticos a los que únicamente se accede en embarcación. Pero cuando, más adelante, pasamos por el municipio de Pueblo Viejo y sus barrios aledaños, el paisaje se hace todavía más abrumador. Aparecen las míseras condiciones de sus lugareños, sumidos en fango, chabolas de latón, y basuras.

Paramos en Tasajera, la primera de estas aldeas de miseria, en la delgada línea entre la ciénaga y el mar. Surgida a orilla de la carretera, se ha venido llenando, año tras año, de familias que intentan sobrevivir de una pesca que se agota.

“La siénaga se nos muere, carajo —masculla un pescador que se acerca, al verme en el puesto que vende cucuruchos de gambas fresquísimas—. Mis abuelos, mis bisabuelos, mis tatarabuelos, sacaban de estas aguas las mejores lisas, los camarones más gruesos, cangrejos como cabezas, la pesca más abundante… y ahora vean mis redes vacías desde hace ya no sé cuántos días”.

“Puriticos pescados chiquiticos, es lo único que se pesca ya —apunta el muchacho de las gambas, con el mismo gracejo del acento costeño—. Oiga, no joda, hubiera usted visto aquellos tremendos camarones ‘tigres’ tan berracos que había por acá”. Estos testimonios, y el escalofriante panorama de pobreza que rodea, son un exponente claro de cómo la muerte de la naturaleza se acaba cobrando un precio en la condición de los humanos que viven en su entorno. Plásticos, latas, inmundicias por miles. La basura se acumula por doquier, en grandes cantidades. La propia gente la utiliza para paliar la subida de la marea frente a sus chozas. Están contribuyendo a destruir la ciénaga y ello los condena a su propia desdicha.

La madrugada del 11 de febrero, va a traer una nueva desgracia a la gran laguna. En el corregimiento de Bocas de Cataca, un poblado palafítico lejano situado al sureste de la Ciénaga Grande, el puñado de familias dedicadas a la pesca que lo habitan, va a sufrir por primera vez el embate de la violencia. Tres canoas, ocupadas hasta arriba por una unidad de fuerzas paramilitares, desembarca en los muelles de las primeras casas y, sin mediar preguntas, la emprende a tiros con todo el que va saliendo al paso. Doce muertos, deja la brutal visita. Al día siguiente de la masacre, el alcalde viajó a la aldea, en un intento por calmar a la población y evitar su desplazamiento. Pero fue en vano. Sus argumentos no calaron ante el impacto bestial del crimen. Toda la población de Bocas, atemorizada, emprendió la huida en sus embarcaciones hasta la cabecera municipal de Pueblo Viejo. Nadie quiso permanecer ante el rastro de sangre que habían regado aquellos desalmados.

Pasó el tiempo. La gente no volvió. Muy al contrario, el temor se fue extendiendo por todas las orillas de la ciénaga. Solo la principal población de la laguna, Nueva Venecia, otro poblado palafítico (a una hora de Bocas de Cataca en voladora), mantuvo a buena parte de sus 3.000 habitantes. Con mucho miedo. Saliendo a faenar solo con la luz del día. Pese a ese temor, quedarse allí daba la posibilidad de faenar todos los días y recabar el sustento diario. Marcharse, era la condena al desarraigo y la miseria.

Pero la sangre no demoró en correr de nuevo: a los diez meses, los paracos dieron otro de sus despiadados golpes de mano. Aquella nueva acción se conocería como “la ruta de la muerte” y fue de las mayores masacres sufridas en Colombia: esta vez dejó un rastro de 72 asesinados. Los moradores sobrevivientes, horrorizados, huyeron de inmediato dejando los cadáveres de sus vecinos, como macabros despojos para las gallinazas.

La unidad de las AUC[1], había salido de Barranquilla de madrugada y atravesó, con sus canoas motorizadas, el bosque de manglares de la Isla de Salamanca. Desde la orilla misma de la ciénaga, hasta las chozas del poblado sobre el agua, fueron ejecutando una atroz caravana de crímenes, en la que dieron caza a todo el que fue asomando. Hasta llegar al interior de la laguna. Lo peor vino en el poblado palafítico de Nueva Venecia, junto a la pasarela que lleva a la escuela. El espacio elegido fue la plazoleta que los lugareños habían ido rellenando a lo largo de los años, a base de arrojar piedras, basuras y todo tipo de residuos. Allí congregaron a los moradores, los sermonearon a gritos tachándoles de guerrilleros, de “vendepatrias”, y fueron llamando según una lista que portaban. Mataron de uno en uno, hasta completar los 72 de la lista. Y la población tuvo que asistir, aterrada y en silencio estricto. A uno de los ultimados le cortaron la cabeza con un machete y la hicieron rodar a patadas, como un balón. Después, se marcharon igual que habían venido: en sus pangas alargadas de potentes motores. Desparecieron por las aguas turbias del lago, dejando a los pobladores traumatizados y huyendo con tan solo algunos pertrechos. Sus canoas de vela tomaban un rumbo nada claro, hacía el horizonte brumoso. Esa avalancha de muerte cambió sus vidas trágicamente, para siempre.

Las masacres de la Ciénaga provocaron miles de familias desplazadas, aquel fatídico año. La mayoría se fue para las aldeas ubicadas a orillas de la carretera de Santa Marta, donde se establecieron como pudieron, invadiendo predios, levantando cambuches de cartón y zinc. Ocuparon los rincones que consiguieron, empleando toda la basura de la zona. Las condiciones fueron muy penosas desde el principio, y lo siguen siendo.

Ante la magnitud de la situación humanitaria, nos movilizamos inmediatamente movilizando parte de los técnicos de mi equipo y establecimos una pequeña base. Contratamos a seis personas de la localidad cercana de Ciénaga e iniciamos un programa que crecería con el tiempo. Gran parte de la actividad ponía el énfasis en hacer frente a las condiciones sanitarias de toda aquella multitud. Evidentemente, era lo prioritario y constituía un verdadero reto para nosotros. Se construyeron baterías de letrinas en puntos estratégicos, campañas de higiene. Acordamos la limpieza interior de los carrotanques que distribuían el agua de consumo por las calles. La mejora de las infraviviendas, la reparación de pangas, motores y artes de pesca. Trabajamos incansablemente con las madres en una mejor atención sanitaria para sus pequeños, afectados por la rasquiña y un montón de otras complicaciones de la piel. Procuramos mejorar la alimentación y la organización de la comunidad, a través del apoyo a las cocinas populares (Ollas comunitarias) … Fue arduo, demasiado difícil. Y sobre la inmensidad de las adversidades, nos dimos de bruces con la mentalidad de aquellas familias: acostumbradas a vivir sobre las aguas, no había manera de lograr una desadaptación de sus hábitos —muy poco higiénicos—, arraigados desde décadas. También yo he procurado siempre ser respetuoso con las usanzas y no imponer ningún modelo que la gente no esté dispuesta a asimilar. Las gentes de la Ciénaga eran de carácter despreocupado, y la tragedia les volvió más apáticos. Siempre pescaron individualmente, se mostraron reacios a la tarea colectiva y al espíritu de lo comunitario. No hubo manera fácil de trabajar unas rutinas higiénicas, en el titánico empeño de que valía la pena el esfuerzo por mejorar sus condiciones. O muy posiblemente no supimos resolver aquella compleja situación, pese a contar con el apoyo de buenos especialistas.

Al final de la jornada, algunos atardeceres, agotado y, en muchas ocasiones frustrado, caminaba hasta las playas más alejadas, queriendo poner por medio unas horas de mar y arena limpia. Allí encontraba el Caribe apacible, y podía pensar en otras cosas. Fue aquí donde volví a leer “El amor en los tiempos del cólera”. Quién iba a decirnos que la maravillosa novela de García Márquez, y otras muchas del propio escritor, ambientan sus páginas precisamente por estos escenarios, donde desemboca el gran río Magdalena.

Pero nunca encontré Macondo.


[1] AUC, Autodefensas Unidas de Colombia, entonces en plena “conquista” del norte del país.

sábado, 25 de diciembre de 1999

Cuento verraco de Navidad

Montería

Ni que decir que huí de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal.

Siempre me provoca un grato desconcierto la Navidad en el trópico. El calor sofocante no concuerda con las vivencias marcadas por la impronta del frío y la nieve en el Viejo mundo. Sin embargo, prefiero el dulce sopor pegado a la piel y la brisa bonancible del Caribe. 


Por ello había optado, una vez más, por pasar de viajes y de matracas, fiestones y bullicios, y quedarme en mi casa de Montería dedicado al disfrute de la vagancia, que se convierte en un placer para quienes nos pasamos la vida camellando como el Putas todo el santo año, sin apenas tiempo ni para el resuello. Nada de jaleos, ni tumultos, ni rumbas. Tan solo un par de bolas doradas colgadas en mi puerta. Además, unas Navidades que, en contra de lo que habían sido los últimos años, se presentaban esta vez sin noticia de terremotos, tsunamis, ni volcanes en erupción que pusieran en riesgo mi macanudo plan de amancebarme sobre el camastro, bien acopiada la cocina de jamón, mangos y ron, y con una pila de DVD, libros y periódicos sobre la mesilla del dormitorio. ¿Qué mejor colofón para compensar un año transcurrido entre batallas y amarguras…?
 
Nada más. Simplemente no quería nada más. Aquello era el mejor panorama navideño. Hice rapidito las llamadas familiares rituales, atendí las últimas felicitaciones e incluso me asomé a otear el coro de niños que recorría el barrio de puerta en puerta con sus villancicos. Hasta ahí. Pronto anocheció y los teléfonos quedaron en silencio. Realicé brevemente mi última conexión al correo y los noticieros, cerré las ventanas, y me dispuse a festejar de este modo tan intimista y poco sociable mi mejor Nochebuena.

Cinco o seis horas después, ya de madrugada, me hallaba despanzurrado sobre una cama desaliñada como un campo de batalla. Las almohadas por el suelo, la botella derramada, peladuras de mango, migas de bizcocho por todos lados. Pese a la larga siesta de la tarde, me había quedado dormido otra vez. Y todavía terminé de ver una segunda película e incluso me di a la lectura desganada de dos libros. Entre los efluvios del ron, el empacho de dulce y el hartazgo de tele, me tambaleé hasta el baño y tuve que hacer esfuerzos por no dar con mi cabeza en el interior del váter. Estaba saturado de todo. Había sufrido el frenesí de un atracón excesivo.

Pero era Nochebuena y no necesitaba más en la vida… ¿O sí? Súbitamente, empezó a recorrerme un escalofrío. Sin poder reaccionar, no pude evitar que, en cuestión de minutos, casi segundos, se fuera apoderando de mí una angustiosa sensación de vacío. Como si la mente, el alma y el cuerpo se me estuvieran desinflando. Náuseas. Vértigo existencial. Tristeza. Guayabazo. El sinsentido de la vida. La soledad abrumadora… la presión del cielo sobre mi cabeza.

Salí a tomar una bocanada de aire y el arrullo suave de la brisa me sentó bien. Era una noche hermosa. Me fui relajando. A lo lejos se oía el murmullo de la ciudad en festejos. Y más allá, el horizonte de oscuridad de los barrios marginales donde se venían desarrollando arduamente mis programas de trabajo. Pensé en tanta gente pobre que, en ese mismo instante, en aquellas callejas enfangadas tan próximas, estaría sufriendo el aplomo desalmado de la miseria y el hambre, del no tener nada, del no poder siquiera esbozar una sonrisa en un día tan entrañable como este. Desdichado mundo, unos tanto y otros tan poco. Unos hastiados de carne y vino, y otros suplicando por un pedazo de pan.

Entendí entonces la impetuosa sensación de vacío que me había sobrevenido momentos antes y resolví acercarme a aquellas pobres gentes injustamente privadas de Navidad. Ahora estarían arracimadas en sus cambuches de plástico y cartón, apenas a un par de kilómetros de donde me encontraba. Mi corazón percibió por un momento su atmósfera deprimida, y me sentí henchido por un arrebato de ternura que me empujó de un salto al coche, en cuyo interior coloqué dos botellitas de Viejo de Caldas. “Vayamos a compartir con los desheredados de la tierra. Ese es mi sino, y mucho más en Navidad”.

Circulé por las últimas calles de Montería, directo al submundo lóbrego de los barrios marginales. “Al Cerrito”, me dije, dando un último trago. Y fui llegando a ese universo desolado de las más míseras barriadas.

Pero lo que descubrí al sumirme en el caos de sus callejuelas de barro hediondo no fue un panorama de tristeza ni mucho menos. Muy al contrario, al final del asentamiento, semiocultos por la falta de alumbrado, un gentío enfebrecido de más de cien o doscientas personas celebraba una tremenda parranda. Todas desparramando euforia, gritos y saltos como en un aquelarre de brujas mayestático.

En ese momento el carro enterró sus ruedas delanteras en el lodo excrementoso de una zanja y para mayor infortunio, al salir, metí los tobillos en un charco. Tinto en barro, me volví hacia el grupo parrandero y vociferé un ronco “¡¡Feliz Nochebuena, hermaaaaanos!!”, y me dirigí hacia ellos. Apenas di dos pasos cuando advertí que la turba, presa de una monumental borrachera colectiva, lanzaba una alocada y tumultuosa carrera hacia mí. Berreando, brincando, arrojando botellas vacías al aire, peleando entre sí, dando unos alaridos que resonaban terroríficos en la oscuridad de la noche.

Se me heló la sonrisa. Me acojoné. En un abrir y cerrar de ojos vi como la marabunta se venía encima al bramido de “¡¡¡juepuuuuuuuta…!!!”. Y no quise saber más. De un salto, volví al carro que por suerte se desatascó del fangal haciendo un derrape, y alcancé a enfilar la salida justo cuando los primeros borrachos me saltaban encima y unas botellas estallaban contra el techo.

Ni que decir tiene que hui de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal. De allí corrí al encuentro del calor navideño de mis amigos, rebuscando, uno por uno, en todos los garitos de la ciudad.