sábado, 25 de diciembre de 1999

Cuento verraco de Navidad

Montería

Ni que decir que huí de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal.

Siempre me provoca un grato desconcierto la Navidad en el trópico. El calor sofocante no concuerda con las vivencias marcadas por la impronta del frío y la nieve en el Viejo mundo. Sin embargo, prefiero el dulce sopor pegado a la piel y la brisa bonancible del Caribe. 


Por ello había optado, una vez más, por pasar de viajes y de matracas, fiestones y bullicios, y quedarme en mi casa de Montería dedicado al disfrute de la vagancia, que se convierte en un placer para quienes nos pasamos la vida camellando como el Putas todo el santo año, sin apenas tiempo ni para el resuello. Nada de jaleos, ni tumultos, ni rumbas. Tan solo un par de bolas doradas colgadas en mi puerta. Además, unas Navidades que, en contra de lo que habían sido los últimos años, se presentaban esta vez sin noticia de terremotos, tsunamis, ni volcanes en erupción que pusieran en riesgo mi macanudo plan de amancebarme sobre el camastro, bien acopiada la cocina de jamón, mangos y ron, y con una pila de DVD, libros y periódicos sobre la mesilla del dormitorio. ¿Qué mejor colofón para compensar un año transcurrido entre batallas y amarguras…?
 
Nada más. Simplemente no quería nada más. Aquello era el mejor panorama navideño. Hice rapidito las llamadas familiares rituales, atendí las últimas felicitaciones e incluso me asomé a otear el coro de niños que recorría el barrio de puerta en puerta con sus villancicos. Hasta ahí. Pronto anocheció y los teléfonos quedaron en silencio. Realicé brevemente mi última conexión al correo y los noticieros, cerré las ventanas, y me dispuse a festejar de este modo tan intimista y poco sociable mi mejor Nochebuena.

Cinco o seis horas después, ya de madrugada, me hallaba despanzurrado sobre una cama desaliñada como un campo de batalla. Las almohadas por el suelo, la botella derramada, peladuras de mango, migas de bizcocho por todos lados. Pese a la larga siesta de la tarde, me había quedado dormido otra vez. Y todavía terminé de ver una segunda película e incluso me di a la lectura desganada de dos libros. Entre los efluvios del ron, el empacho de dulce y el hartazgo de tele, me tambaleé hasta el baño y tuve que hacer esfuerzos por no dar con mi cabeza en el interior del váter. Estaba saturado de todo. Había sufrido el frenesí de un atracón excesivo.

Pero era Nochebuena y no necesitaba más en la vida… ¿O sí? Súbitamente, empezó a recorrerme un escalofrío. Sin poder reaccionar, no pude evitar que, en cuestión de minutos, casi segundos, se fuera apoderando de mí una angustiosa sensación de vacío. Como si la mente, el alma y el cuerpo se me estuvieran desinflando. Náuseas. Vértigo existencial. Tristeza. Guayabazo. El sinsentido de la vida. La soledad abrumadora… la presión del cielo sobre mi cabeza.

Salí a tomar una bocanada de aire y el arrullo suave de la brisa me sentó bien. Era una noche hermosa. Me fui relajando. A lo lejos se oía el murmullo de la ciudad en festejos. Y más allá, el horizonte de oscuridad de los barrios marginales donde se venían desarrollando arduamente mis programas de trabajo. Pensé en tanta gente pobre que, en ese mismo instante, en aquellas callejas enfangadas tan próximas, estaría sufriendo el aplomo desalmado de la miseria y el hambre, del no tener nada, del no poder siquiera esbozar una sonrisa en un día tan entrañable como este. Desdichado mundo, unos tanto y otros tan poco. Unos hastiados de carne y vino, y otros suplicando por un pedazo de pan.

Entendí entonces la impetuosa sensación de vacío que me había sobrevenido momentos antes y resolví acercarme a aquellas pobres gentes injustamente privadas de Navidad. Ahora estarían arracimadas en sus cambuches de plástico y cartón, apenas a un par de kilómetros de donde me encontraba. Mi corazón percibió por un momento su atmósfera deprimida, y me sentí henchido por un arrebato de ternura que me empujó de un salto al coche, en cuyo interior coloqué dos botellitas de Viejo de Caldas. “Vayamos a compartir con los desheredados de la tierra. Ese es mi sino, y mucho más en Navidad”.

Circulé por las últimas calles de Montería, directo al submundo lóbrego de los barrios marginales. “Al Cerrito”, me dije, dando un último trago. Y fui llegando a ese universo desolado de las más míseras barriadas.

Pero lo que descubrí al sumirme en el caos de sus callejuelas de barro hediondo no fue un panorama de tristeza ni mucho menos. Muy al contrario, al final del asentamiento, semiocultos por la falta de alumbrado, un gentío enfebrecido de más de cien o doscientas personas celebraba una tremenda parranda. Todas desparramando euforia, gritos y saltos como en un aquelarre de brujas mayestático.

En ese momento el carro enterró sus ruedas delanteras en el lodo excrementoso de una zanja y para mayor infortunio, al salir, metí los tobillos en un charco. Tinto en barro, me volví hacia el grupo parrandero y vociferé un ronco “¡¡Feliz Nochebuena, hermaaaaanos!!”, y me dirigí hacia ellos. Apenas di dos pasos cuando advertí que la turba, presa de una monumental borrachera colectiva, lanzaba una alocada y tumultuosa carrera hacia mí. Berreando, brincando, arrojando botellas vacías al aire, peleando entre sí, dando unos alaridos que resonaban terroríficos en la oscuridad de la noche.

Se me heló la sonrisa. Me acojoné. En un abrir y cerrar de ojos vi como la marabunta se venía encima al bramido de “¡¡¡juepuuuuuuuta…!!!”. Y no quise saber más. De un salto, volví al carro que por suerte se desatascó del fangal haciendo un derrape, y alcancé a enfilar la salida justo cuando los primeros borrachos me saltaban encima y unas botellas estallaban contra el techo.

Ni que decir tiene que hui de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal. De allí corrí al encuentro del calor navideño de mis amigos, rebuscando, uno por uno, en todos los garitos de la ciudad.

miércoles, 18 de noviembre de 1998

Ojos del mal

Tierradentro, valle del alto río San Jorge, Córdoba.

Sonaron dos tiros a media cuadra de donde yo estaba. Fueron dos detonaciones consecutivas. Después, un instante de silencio seguido de alaridos y lamentos. Las dos enfermeras y un grupo de madres que estaban en el Centro de Salud salieron despavoridas del edificio y vinieron corriendo hacia mí. No paraban de gritar:

―¡¡Han matado a César, han matado a César!!

Esa tarde las AUC* ejecutaron al médico municipal con el que nosotros tratábamos habitualmente, cuando llegábamos hasta aquel pueblo remoto de Tierradentro. César, tan joven y bonachón, ¿le habían matado? Dos disparos a bocajarro en el corazón. Su muerte fue fulminante.

Como las ratas abandonan un barco a la deriva, los últimos paramilitares fueron alejándose de la aldea con sigilo. En Tierradentro se hizo un silencio y cayó el día. Era demasiado tarde para evacuar a mi equipo del lugar, pese a la gravedad del suceso. No es recomendable adentrarse por las trochas del sur selvático de Córdoba durante la noche. Decidí que permaneceríamos concentrados en casa del cura, dando cuenta de lo que quedaba de nuestras provisiones. Guindamos las hamacas morroanas en el patio, a cubierto del aguacero que comenzaba a caer. Todos tensamos el nudo en torno al mástil central, formando una estrella colorida de humanos durmientes. O al menos, de humanos que intentaban dormir.

De madrugada levantamos el campamento y abandonamos la localidad en dos vehículos. Las normas me obligaban a evacuar al equipo tras un hecho así, aunque lo hiciéramos con las primeras luces del día. A partir de ese momento, no pude quitarme de la cabeza la preocupación por aclarar aquella desgracia- ¿Por qué habían matado a César, él médico?, ¿el ataque iba también contra nosotros?, ¿significaba aquello la inmediata suspensión de las actividades y abandonar a casi 2.000 familias desplazadas? 

El desplazamiento forzado de poblaciones civiles es un grave problema humanitario en Colombia. Según ACNUR**, la cifra de desplazados internos supera los 8 millones, la segunda más alta del mundo, después de Siria.

https://www.eltiempo.com/justicia/conflicto-y-narcotrafico/colombia-es-el-pais-con-mas-desplazados-internos-informe-acnur-378716

Cinco días después, Hans, el delegado del CICR***, un holandés rollizo y pelirojo, se dejaría caer por Montería. Quedamos en compartir un lomito en “La Bonga”, a la orilla del río Sinú. Era buen lugar para confidencias.

―Una muerte más, en estos valles salvajes, Pablo ―dijo masticando a dos carrillos―. Una más, y tú sabes que vendrán muchas otras. La zona es muy difícil y cada vez baja más gente de las veredas. Sin embargo, no sabría decirte si puedes continuar trabajando y moviéndote libremente con tu equipo. No tengo la respuesta ―me confesó mientras pedía otra cerveza―. De todas maneras
―continuó el martes voy a hacer una visita a la Comandancia, allí abajo. Vente conmigo y le preguntas directamente al mono Mancuso***.

En aquel entonces, algunos delegados de la Cruz Roja Internacional todavía aceptaban realizar acompañamientos de este tipo. De otro modo, resultaba temerario exponerse cara a cara con semejantes asesinos y encima pretender pedirles explicaciones.

Así pues, mantuve mi entrevista con Mancuso. Fue en los llanos de la finca de El Carmelo, camino de Tierralta, donde las Autodefensas tienen una de sus bases. El sol abrasaba como un horno. Al rato, vi sobrevolar un pequeño helicóptero que pilotaba el propio mono. A  los cinco minutos, lo tenía frente a mí. Era el máximo jefe militar entre las AUC que asolaban amplios territorios del país. Él mismo, en persona. Sonriente, impecablemente enfundado en traje de campaña con la pañoleta verde oliva al cuello. Dio un par de zancadas y me estrechó la mano con fuerza queriendo demostrar poderío. Intercambiamos una mirada durante unos instantes heladores. No he olvidado los ojos oscuros cargados de maldad. Me pareció una mirada envenenada. icia. Más o menos, este fue el guion del brevísimo diálogo que mantuvimos:

―La muerte de César: el médico andaba implicado en manejos turbios (no aclaró si de plata, de coca o de qué vainas). Le habían avisado varias veces.

―Sobre el trabajo de mi equipo apoyando a la población civil desplazada: conocían nuestros movimientos y actividades. Hasta ahora todo era correcto, pero debía advertirme (abandonando la sonrisa inicial), que no nos permitirían el más mínimo desliz. Que por nada del mundo erráramos en nuestro estricto mandato humanitario.

Y tal como vino, se marchó. El helicóptero levantó el vuelo como un tábano hacia las montañas del Nudo del Paramillo. 
 
A los pocos meses de este encuentro, Mancuso pasaría a ostentar el mando supremo de las AUC. Tras una sanguinaria trayectoria de violencia, bajo su mandato conquistaron todo el norte del país a sangre y fuego. La sangre de civiles inocentes y el fuego de las aldeas calcinadas por las que pasaron. El sur de Córdoba, los Montes de María, la Ciénaga Grande, el sur de Bolívar, la Sierra Nevada… Pocos años después de dirigir estas operaciones de destrucción, Mancuso acabaría extraditado en una prisión de los Estados Unidos. Pero esa es ya otra historia.


* AUC: Autodefensas Unidas de Colombia.
** ACNUR: Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
*** CICR: Comité Internacional de la Cruz Roja.
**** Mono Mancuso: Jefe paramilitar de las AUC.  En Colombia se acostumbra a llamar mono a las personas rubias.

viernes, 15 de mayo de 1998

Misión en Colombia



Montería, Puerto Libertador, Montelíbano, Tierralta, Moñitos, Calarcá, Sincelejo, Pueblo Nuevo y Santa Marta. Cinco años apasionantes.

Mi equipo berraco

Aquí estoy. Atrás han quedado los ajetreos del caótico Congo para, de un salto, aterrizar en este norte colombiano, tan tórrido y lleno de incertidumbres como aquel contexto africano del que provengo. Pero estoy en América Latina y eso me hace sentirme mejor, más identificado con la gente. Con la posibilidad de entender mucho mejor lo que pasa a mi alrededor y, sobretodo, con la fortuna de poder forjar un equipo próximo, de confianza, con el que trabajar codo con codo. En este momento, tan emocionante, del arranque de una nueva aventura en uno más de estos descarnados conflictos que golpean el mundo por uno y otro costado, desconozco por completo que estoy a punto de comenzar una de las aventuras personales y profesionales más apasionantes que viviré nunca.

Mi agradecimiento y mi abrazo a todos y cada uno de los miembros de aquel equpo entrañable, a lo largo de cinco años de gran intensidad.

jueves, 18 de diciembre de 1997

Siempre tus ojos

Beni
Conocí a Beni, un niño liberiano de nueve años, cuando estaba ya muy débil. Lo buscaba entre los pequeños del Centro Nutricional de Colila y solía encontrarlo tumbado sobre su esterilla o en un rincón del cuarto. Al verme intentaba levantarse con esfuerzo. Creo que llegamos a establecer una buena relación.

Sus ojos grandes me seguían con la mirada, todavía los llevo clavados. También recuerdo su voz, era como un susurro, pero transmitía un tono leve de esperanza. Había momentos en los que era capaz de sonreír, entonces, su rostro cobraba una expresión más vital dando un nuevo brillo a sus ojos. Beni estaba condenado a una vida de miseria por la brutalidad de unos pocos y la indiferencia de la mayoría. Pienso a menudo en él, como un símbolo de tantos niños que están en la encrucijada entre la vida y la muerte.

Estuve dos meses visitando casi a diario aquel centro nutricional, situado en una aldea del interior del país que había sufrido el paso de la guerra. Después me marché de Liberia y ya no volví a saber de Beni. Pasado un largo tiempo, las enfermeras que solían atenderle no supieron darme más información. No sé si salió del centro sano y recuperado o fue incapaz de superar la tuberculosis y la desnutrición. Confío en que lograra sobrevivir, escapándose a la cruel estadística de la mortalidad infantil en los países en conflicto. Quién sabe si a lo mejor, sano y sonriente, se acuerda alguna vez de mí. Ojalá el destino haya querido darle una tregua.

Muchas veces me vuelven al corazón los ojos de Beni. Y su mirada me hace preguntas a las que, conociendo la respuesta, no encuentro manera de contestar. 


La geografía del hambre

Acabo de recorrer la geografía del hambre. Durante tres semanas he seguido al doctor Mike Golden, de la Universidad de Aberdeen, grabando imágenes para su proyecto de formación médica. Nuestra misión nos ha llevado a entrar en barriadas al sur y al norte de Mogadiscio. También hemos visitado la población de Gbarnga en Liberia y los campamentos de Gulú y Kitgum en Uganda; para acabar en los asentamientos de la periferia de Bujumbura en Burundi. En definitiva, hemos viajado siguiendo el mapa de las hambrunas en el mundo de hoy.

«Hambruna» es una palabra cruel. Define esas manifestaciones extremas que condenan al sufrimiento por inanición a pueblos que, en ocasiones, gozaban de prosperidad años o meses atrás. Son situaciones puntuales que provoca la guerra o una catástrofe natural. Las hambrunas golpean de manera atroz y diezman poblaciones y regiones enteras, en determinadas regiones del planeta.

Nunca he podido acostumbrarme y cuando piso uno de estos territorios infernales azotados por el hambre, siempre me acaba sucediendo lo mismo. Entre la multitud de niños famélicos, sumido en la marea sofocante de calor, descubro siempre a ese niño cuyos ojos asustados se clavan en mí. No sé por qué, pero su mirada se singulariza de manera especial entre decenas de expresiones de dolor. Entonces, un escalofrío me recorre el cuerpo: «esa mirada ya la he visto antes en otro sitio» me digo.

Al instante, recuerdo a Beni, el niño liberiano al que acompañé durante dos meses en la desolada aldea de Gbarnga. También a Liza, la pequeña que tuve en los brazos en la visita a los campos del sur de Burundi, meses atrás. O a Benzú, el niño del campamento de Mogasdicio… 

Siempre son los mismos ojos, la misma mirada que penetra el alma como un cuchillo afilado y nunca me abandona. Ojos de tristeza infinita que miran agotados sin suplicar nada, pero interrogándome sobre el porqué de tanta injusticia truncando sus cortas vidas.