miércoles, 20 de agosto de 1997

Sombras oscuras bajo las tormentas del trópico

Kinshasa, 
República Democrática del Congo

¿Cómo ganarse un tiro en la frente de la forma más absurda y rápida? Es fácil, sobre todo en un camino africano:

Hoy el aguacero vespertino ha caído como una tromba gigantesca y se ha prolongado hasta la noche, de suerte que no he tenido más remedio que tomar mi furgoneta. He emprendido la ruta de la oficina a casa, ya cansado de gestionar papeles y problemas insuperables. Dirijo la misión de ACF[1] en este inmenso y caótico país africano, pero siempre resulta difícil encontrar la manera de eludir los mil trámites burocráticos con los que las autoridades locales tratan de obstaculizar nuestra labor. En definitiva, estoy muy presionado para que enfoquemos los programas hacia la capital, en vez de apoyar a las sufridas poblaciones del Este del Congo. Cada uno mirando por su grupo y sus intereses, y sin prestarme el mínimo apoyo en las faenas que, a diario, me veo obligado a cumplimentar. Mañana, por ejemplo, es mi turno con el Ministro de Exteriores, que se estrena en el cargo, tras las últimas conquistas territoriales de las fuerzas de Kabila. Cuento con tener más fortuna, pues el nuevo gobernante pertenece a la etnia banyamulengue, precisamente la gente que habita las zonas entorno al lago Kivu, en las que nosotros venimos desplegando los diversos programas de ayuda. La relación de asuntos a resolver ocupa una carpeta que casi no me cabe bajo el brazo.

Pero volvamos a las calles, cada vez más inundadas por la tempestad. Ansío volver a casa, cenar y descansar profundamente hasta el amanecer. Debo apresurarme, los caminos y callejuelas amenazan con convertirse en ríos de lodo. Así es la estación de lluvias en el trópico: virulenta como un reflejo de la guerra que azota este país de un extremo a otro.

En el trayecto ha habido un momento de furiosa tormenta en el que apenas podía ver algo a través del parabrisas. He optado por conducir muy lentamente, alerta a cualquier movimiento, a algún caminante también desorientado, a alguna de esas vacas famélicas que se cruzan siempre de la nada. Y lo temido ha ocurrido: de repente he visto una sombra con forma humana bajo el diluvio. Un tipo descerebrado que, lejos de apartarse del camino, se ha abalanzado sobre mí con grandes aspavientos, hasta quedarse clavado justo delante, sin dejarme avanzar. No lo he atropellado de milagro, y me he llevado un susto de muerte. Bajo la tormenta no podía apreciar detalle, solo la figura de alguien gesticulando de forma amenazadora.

“Un asalto”, he pensado. “O un loco”. Un imbécil, mejor, al que he estado a punto de arrollar de la forma más absurda. Lo cierto es que la mente no ha activado sus mecanismos de prevención, esenciales en situaciones como esta, y lo único que se me ha ocurrido ha sido abrir la portezuela y salir airadamente, bajo el temporal, a reprender al tipo.

Con todo el aguacero sobre mí, entonces he logrado ver con mayor claridad que había un tronco atravesado en la carretera, y el energúmeno que tenía delante no era sino un jovencísimo soldado empuñando un fusil Kaláshnikov. Aún más asustado que yo, y gritándome como un desesperado:

—¡¡Control, control!!, ¡¡Passport, Passport!!

No me he ganado un tiro en la frente de milagro. Y es que a veces uno se juega la vida de la manera más desatinada.



[1] Action against Hunger.

domingo, 2 de marzo de 1997

La solidaridad como forma de vida


El aislamiento geográfico de los remotos valles de Calcha, al sur del departamento de Potosí, ha permitido a la población preservar el valioso tesoro de ricas tradiciones, fundamentadas en la cohesión de la comunidad. No obstante, en los tiempos que corren, eso significa un difícil equilibrio entre tradición y modernidad, entre comunidad e individuo. Sus formas de organización, basadas en la solidaridad y el apoyo mutuo entre todos sus miembros, se están desmoronando. Cada vez más, la creciente fractura social y cultural se traduce en un inevitable declive económico. El sentido atávico de mutua colaboración y de trabajo colectivo, que imperaba en estos valles bolivianos, ha ido desapareciendo por las influencias foráneas y la llegada de la propiedad privada a la región. La desestructuración del sistema social significa el progresivo debilitamiento de las poblaciones del valle.

Como reacción a esta situación, el pueblo calcha pretende combatir la pobreza recuperando sus costumbres ancestrales. Recurriendo a modos organizativos rescatados del pasado y todavía en práctica en algunas zonas rurales. Se trata de afrontar un futuro más esperanzador: mejorar la producción y la calidad de vida a través del sistema social, que ha imperado en esta región desde tiempos inmemoriales. Para ello, es imprescindible potenciar fórmulas de participación, de manera que las actividades productivas sigan protagonizadas por los colectivos de la comunidad, según su propio esquema organizativo. Todos participan en la siembra, la cosecha, el pastoreo o la apertura de canales y acequias. También la recuperación de la artesanía de los tejidos, extraordinariamente rica pero amenazada de extinción, constituye una de las principales actividades de los grupos de mujeres que cooperan activamente.

El hombre andino, ni siquiera en la aparente soledad del vasto territorio, puede existir aislado. Vive sumido en sus grupos primarios: la familia y la comunidad. Apenas puede tomar decisiones, ni organizar su trabajo, ni divertirse, ni rezar, si no es con referencia a esos grupos a los que pertenece. Son muchas las ocasiones, en aquellos momentos del ciclo agrícola de mayor intensidad, en que la unidad productiva familiar requiere de otras ayudas. Así, la población campesina dispone de mecanismos de participación y distribución de tareas entre las familias o involucrando al conjunto de la colectividad.

Se trata de sociedades basadas, en buena parte, en la solidaridad y en el apoyo mutuo. De hecho, las máximas decisiones que afectan al grupo son tomadas en asambleas en las que todos los individuos pueden participar. Este sistema de organización permanece vigente hoy a través de los ayllus o comunidades tradicionales. Estas poseen, desde tiempos prehispánicos, una gobernanza muy desarrollada de autoridades que articulan la vida de la gente. Dicho sistema de representatividad mantiene un programa rotativo, en el que todos los miembros del grupo van ocupando, por turnos, los diversos cargos necesarios para el funcionamiento de la colectividad. De esta manera, el criterio igualitario y participativo tiene más peso que la propia competencia, para el desempeño del puesto.

Un nuevo fortalecimiento de ese esquema puede ser uno de los factores determinantes para revertir el empobrecimiento del mundo andino. Y ese es un espacio donde la cooperación internacional juega un papel primordial.

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