miércoles, 6 de septiembre de 1995

Desatres balcánicos (I), Vivir y morir en Sarajevo













 
(Publicado en DIARIO 16)

La capital bosnia, que sufre un duro y sangriento asedio, intenta recuperar una normalidad, continuamente interrumpida por los francotiradores

Adnan recuerda todavía el sonido de los primeros disparos, en abril de 1992, al comienzo de esta pesadilla que sufren hasta hoy los ciudadanos de Sarajevo. “Acababa de terminar la fiesta musulmana del Bihran y la mayoría confundimos los tiros con los últimos petardos de la celebración —comenta haciendo un esfuerzo por recorrer con la memoria tantas jornadas de asedio—. Pero cuando las explosiones retumbaron entre los edificios del centro fuimos muchos los que intuimos que se avecinaban malos tiempos”.

El gueto de la muerte”, lo ha calificado el propio Aris Silajdzic, primer ministro de Bosnia. “La ratonera” prefiere denominarlo un destacado diplomático de Naciones Unidas. Lo cierto es que casi cuatrocientas mil personas llevan 2.150 días sometidas a un brutal acoso, sin luz, ni gas, ni agua corriente. Sin apenas probabilidad de escapatoria ante una agresión indiscriminada. Todo comenzó confundiéndose con las últimas celebraciones de una fiesta popular y desde entonces no ha habido ocasión para repetir más celebraciones en Sarajevo, transformada en una ciudad sin alegría.

En todo este tiempo, el paisaje urbano de lo que antaño fue una de las más hermosas ciudades de Europa Oriental, se ha ido deteriorando. Desde barrios enteramente arruinados hasta otros —sobre todo los situados más al norte— que han logrado quedar al margen de las áreas de castigo habitual por parte de los artilleros y francotiradores serbo-bosnios. Estos, impunemente desde las colinas próximas —o incluso desde los edificios de algunos barrios próximos al centro, bajo su control—, tienen sometidos a los habitantes de Sarajevo al más sádico de los tormentos: los rascacielos de la capital bosnia, algunos todo un prodigio de arquitectura moderna, están carcomidos por lo orificios de los proyectiles, y las calles y avenidas son escenario cotidiano para sus prácticas de tiro. Fachadas reventadas por los impactos, edificios ennegrecidos por el fuego, parapetos en las aceras y fortificaciones con sacos terreros, que los propios vecinos han levantado para protegerse. Se ha ido configurando en la ciudad un paisaje gris, sobrecogedor en la zona de los barrios nuevos y sus largas avenidas. Y, sin embargo, el otro extremo, en el casco viejo y a lo largo de sus calles empedradas, la ciudad parece recuperar su ajetreo. 



Por las callejuelas y los pequeños comercios, entre mezquitas e iglesias, se tiene la sensación de quedar más guarecido a la presencia cercana del enemigo. Incluso alguna de las calles peatonales del centro ofrecen por las mañanas de un día cualquiera el mismo panorama de otras ciudades europeas, con sus prisas, sus hombres encorbatados, taxis, mujeres con la bolsa de la compra. Entonces Sarajevo recobra una atmósfera sosegada en la que se respira la calma de sus calles casi sin tráfico, silenciosas. Pero de tanto en tanto un disparo sordo les devuelve a la realidad salvaje que los rodea. De nuevo se hace presente la amenaza que viene de las brumas de las colinas, más allá de los últimos barrios. Después, si el ataque no ha continuado, la escena recobra la normalidad y cada cuál sigue su camino entre las tiendas con escaparates vacíos.


La capital bosnia fue un próspero enclave comercial, uno de los más pujantes de Yugoslavia. Hoy, la paralización de la industria y la escasa circulación de vehículos ha hecho desaparecer la polución atmosférica. En el sector oeste, que a duras penas se mantiene en pie, están los magníficos recintos construidos con motivo de los XIV Juegos Olímpicos, en invierno de 1984. Entre ellos, la propia Villa olímpica, modélica en su días. Y diversas instalaciones para nobles enfrentamientos deportivos, todas hoy destruidas. El estadio Kosovo, el Centro Cultural y Deportivo Skenderija, que tanto orgullo provocaba a los ciudadanos. A lo lejos, en las mortíferas laderas del monte Igman, se encuentran los trampolines para el salto de 70 y 50 metros, y las pistas por donde ya no descienden los esquiadores.

“Pazi snajper”. Los carteles advierten del peligro en las calles donde las acciones de los francotiradores son más frecuentes, lo que no siempre disuade a los peatones. Con los disparos, surge en la gente alguna inquietud momentánea, alguna carrera. Después la calle retoma su pulso. Aunque para el visitante es imposible no moverse siempre con esa sensación de que se está en el punto de mira de alguno de esos desalmados agazapados en los edificios al otro lado de la avenida.

Hay determinadas calles y ciertos cruces y pasos que conviene eludir. “Tienes que vivir sin pensar en ello, si no nunca puedes estar tranquilo. Es mejor no pensar” —dice Melina, una maestra de treinta años quien, como muchos habitantes, resiste conteniendo su rabia, soportando con enorme coraje vivir en estas circunstancias. “Este año, tras un periodo de calma relativa, desde abril, cerraron el aeropuerto, cortaron la luz, pararon todo y reiniciaron los bombardeos. La situación ha vuelto al principio, al infierno de siempre” (...)


Sarajevo, con la Biblioteca Nacional a orillas del río Miljacka

domingo, 16 de julio de 1995

La ciudad de la tristeza

(Publicado en DIARIO16)

Un año después de la tragedia, más de medio millón de ruandeses permanecen hacinados en los campos de Ngara, en Tanzania. 

 

Benaco, Lukule, Kumasi y Musuhura son los nombres de los cuatro grandes campamentos de refugiados que se extienden a lo largo de las sabanas del noroeste de Tanzania, apenas a unos kilómetros de distancia de las fronteras de Ruanda y Burundi. A ellos se ha unido más recientemente el campo de Kitale, surgido a raíz de las últimas oleadas de burundeses que huyen del terror que se desata, ahora, en las aldeas próximas.

Este paisaje de desolación forma un caos de calles interminables, donde una permanente nube de polvo rojizo envuelve las miles de diminutas cabañas sembradas, a lo largo y ancho de la colina. Largas hileras de hombres, mujeres y niños cargados con troncos, paquetes o bidones de agua, invaden las cunetas, repitiendo una escena que evoca la de su huida, precipitada y angustiosa, de hace apenas unos meses. En las calles de los campos, entre el bullicio, se han montado pequeños mercadillos donde venden puñados de hortalizas, sal, jabones, cigarrillos o botes de alimentos sustraídos a la Cooperación. En unos caminos se organizan corrillos de jugadores cartas. Otros han instalado sus talleres de reparación de bicicletas, alguna que otra peluquería, bares… Incluso hasta un par de hoteles-cobertizo anuncian su hospitalidad con el cartel de Caribu —'bienvenidos', en Suahili—. Más allá, los niños se arremolinan ante los grifos de uno de los puntos de distribución de agua, disputándose a empujones los turnos para llenar un bidón que luego deberán transportar sobre la cabeza hasta sus tiendas. Afuera, lejos del griterío, el cementerio se reconoce por algunos palos entrecruzados que sobresalen de los montículos de tierra recién removida.

En los recintos al aire libre destinados a escuelas, el cántico de los niños resuena apagado por un murmullo que está siempre latente sobre los campos. Los pequeños refugiados apenas sonríen y tienen una mirada de frialdad que no poseen los niños de ningún otro lugar africano. Cargan con demasiado sufrimiento acumulado, viven un presente muy duro y les espera un destino de incertidumbre, a quienes no son sino hijos del odio y del miedo, entre dos pueblos enfrentados irreconciliablemente. Estos niños envejecidos contrastan con una circunstancia particularmente dramática: no hay ancianos en los campos. Todos quedaron atrás durante la huida.

La capacidad del hombre para adaptarse a la más hostil de las existencias es inagotable. Tal vez esto sea lo que más llama la atención a los miembros de las organizaciones internacionales de ayuda que trabajan en el campo. Unas treinta agencias, coordinadas por ACNUR, desarrollan su labor de asistencia médica y nutricional. Distribución alimentaria, acceso al agua y a la leña, y mil diversas tareas más hacen posible la supervivencia para todos estos seres humanos aquí concentrados.

Las sabanas de Ngara, donde hace solo unos meses crecían las acacias y los grupos de babuinos y gacelas, de la noche a la mañana, se convirtieron en la segunda «ciudad» más poblada de Tanzania. Ahora, los centenares de miles de familias hutus que huyeron de las masacres y de sus represalias son ya víctimas del olvido de la comunidad internacional. Dependen por completo de la ayuda humanitaria y los presupuestos de Naciones Unidas y del Programa Mundial de Alimentos están llegando a su fin.

Nadie en esta ciudad improvisada es capaz de entrever una solución a una situación que tiende a agravarse con el tiempo. Pocos confían en un regreso seguro a sus tierras de origen, tan próximas. Entretanto, cada amanecer comienza un día más afrontando el drama de vivir despojados de todo, bajo el implacable sol ecuatorial.

 





















sábado, 15 de abril de 1995

Contra el hambre, todos los esfuerzos


Madrid. 
Se consolida la oficina de la fundación Acción contra el Hambre que, con el apoyo de ACF Francia, abrimos para impulsar desde España el esfuerzo de la Ayuda Humanitaria en todo el mundo. 

De izquierda a derecha: 
Manuel Sánchez-Montero, Pablo Alcalde, Leonor Calvo, Olivier Longué y Patrick Mouton
 
www.accioncontraelhambre.org

lunes, 16 de enero de 1995

Las escuelas, embrión de un futuro sin odio



Los chavales de las aldeas de Kibungo(...) Pero el mañana de Rwanda tiene que empezar a ser sembrado desde estas escuelas derruidas o saqueadas. En ellas se siguen apiñando cada día miles de pequeños ruandeses incapaces de comprender el porqué de tanto odio, violencia y sufrimiento como han visto a su alrededor.

(Párrafo final extraído de un reportaje publicado en el 'Diario de Noticias' del 16/01/1995)




miércoles, 9 de noviembre de 1994

0,7% ya!, ¿alguien se acuerda?

Junto a mi tienda, la nº 32. Somos multitud en este campamento urbano

martes, 12 de julio de 1994

Isla de Palawan. Filipinas

Islote Coco, norte de Palawan, un lugar paradisíaco

miércoles, 15 de junio de 1994

miércoles, 9 de febrero de 1994

El camino inverosímil de la Patagonia

Carretera Austral
Carretera austral
Me había embarcado por los canales del sur de Chile, gigantesco laberinto de archipiélagos y fiordos al sur del continente americano.

Al día siguiente arribaría a Puerto Chacabuco, donde retomaría el rumbo terrestre, ya sobre la fiel moto roja que me venía transportando desde el Norte grande (más de 3.000 km arriba). Estaba surcando larga geografía chilena que ahora me esperaba una interminable pista de ripio y dura calamina entre montañas nevadas.

El objetivo inmediato era alcanzar la joven ciudad de Coyhaique, capital de la región de Aysén. Quería comenzar desde allí mi itinerario. Esta vez se trataba de una ruta que me llevarí a recorrer, en su totalidad, el llamado “Camino Longitudinal Austral”. Abierto recientemente, esta compleja obra de ingeniería había dado acceso, en los últimos años, todo el sector norte de la Patagonia chilena. 
 
En esos días se continuaba trabajando en el ambicioso proyecto, para prolongar la pista más al sur todavía. Los umbrales del fin del continente, en la lejana Tierra del Fuego, estaban en la mente ambiciosa de los ingenieros. Para ello, el Camino Austral debería sortear innumerables entradas del mar, cordilleras, lagos y valles poblados de bosques vírgenes. Las dificultades son inmensas. Ya en ruta, enormes glaciares se derraman sobre el mar, justo a la orilla del camino. En algunos tramos, incluso gigantescos campos de hielo hacían imposible cualquier itinerario por tierra firme. Las obras en varios sectores estaban pendientes de concluir todavía, pese al empeño por enlazar más territorios del sur, en la región de Magallanes y la Antártica chilena. 
 
Hoy por hoy esa ambición parece impracticable, debido al universo de fiordos y descomunales masas de hielo que surcan el territorio. La sola contemplación del proyecto sobre un mapa produce escalofríos (...) 

 
Reportaje completo publicado en la revista MOTOCICLISMO

domingo, 10 de octubre de 1993

Tierra infinita

Extracto de un reportaje publicado en la revista VIAJES 


Aldea de Parinacota, Arica (I Región), Chile



En el norte de Chile la inmensidad del desierto alberga lagunas verdes, una extraña flora, abundante y variada fauna, y formaciones de geología delirante. La carretera atraviesa sin fin la pampa y yo recorro entusiasmado, durante días, estos espacios mágicos.

Solo el murmullo de una brisa helada interrumpe la soledad de la cordillera andina. El paisaje es silencioso y solemne. Estoy en el extremo norte de la alargada geografía chilena, que se encarama desde cumbres volcánicas (que en casos superan los 6.000 msnm), y atraviesa el más desolado de los desiertos, para desplomarse en una costa de gigantescos acantilados sobre el océano Pacífico.

En medio de este grandioso escenario, aunque casi inadvertida, la aldea de Parinacota es un conjunto de vivienda de pastores aymara, en el corazón del Parque Nacional Lauca. Aquí, el refugio de la Corporación Nacional Forestal me sirve de excelente campamento base y punto de partida para un recorrido en moto, en solitario, por las sendas de parques y reservas de más de medio millón de hectáreas.

Bajo la omnipresencia de dos volcanes colosales y eternamente nevados (Parinacota, 6.330 mts; Pomerape, 6.240), estos lugares constituyen una síntesis espectacular del universo andino. Por el pedregoso camino que se adentra en la cordillera, se me cruzan a grandes saltos las primeras manadas de vicuñas. Algunas vizcachas -rodeador parecido a la chinchilla- duermen entre las rocas, y las guayatas, enormes gansos salvajes, despuntan las alas mostrando su pecho blanco. Cientos de llamas y alpacas pastan por doquier en grupos separados. A pesar de la sensación de soledad que producen las inmensidades esteparias y de la dureza del clima de la noche, me cruzo con multitud de especies animales. Resulta interesante la riqueza ornitológica de las lagunas de esta región, probablemente las más altas del mundo. Existe una gran diversidad de anátidas en las aguas esmeralda del lago Chungará y las lagunas Cota-cotani, donde se reflejan, como en un espejo, las impresionantes filas de cumbres nevadas.


Al día siguiente, mi ruta se desvía hacia el Este, para alcanzar los 5.000 mts. en el puerto de Tambo Quemado, que marca el límite con la vecina Bolivia. Un sendero permite continuar la incursión hacia la Reserva Nacional Las Vicuñas, en dirección sur. Avanzo por la altiplanicie jalonada de cumbres entre las que va apareciendo el penacho humeante del volcán Guallatire. Anima el itinerario la repentina aparición de una pareja de ñandús y me acompaña el vuelo vigilante de un cóndor.

La gran laguna blanca del salar de Surire, enclavada entre montañas, se cubre de destellos brillantes al caer la tarde. De nuevo, aparecen y desaparecen las vicuñas y, más lejos, grupos de flamencos añaden tonos rosados que se evaporan como nubes al emprender el vuelo. Tras el ocaso llegan las tinieblas y el altiplano se convierte en un infierno donde las temperaturas pueden llegar a bajar hasta los -35º.

Comenzando una nueva jornada y el amanecer inunda de luz los paisajes de la cordillera. En el camino, ya convertido en una trocha infernal y angosta, vuelven a surgir los rebaños de llamas y alpacas, anunciando la presencia humana. Se vislumbra la cumbre del volcán Isluga. A sus pies encontramos Enquelga e Isluga, pueblos del altiplano donde la población, dedicada a la trashumancia, vive en los lugares de pastoreo y solo acude al pueblo para las fiestas religiosas y de carnaval. El resto del año, la soledad se apodera de sus callejas y de sus casas que, construidas con piedra y barro y techadas con paja, forman hileras entorno a las iglesias encaladas.

Al norte del desierto de Atacama se encuentra la Pampa colorada. Casi completamente deshabitada, entre el océano y la cordillera, aparece sesgada por imponentes quebradas abiertas por los cauces de las aguas andinas. En su lento discurrir hacia el mar, aprovechando fallas geológicas en los cerros, erosionaron la tierra tan profundamente que nunca permitieron que el ferrocarril pudiera llegar hasta la ciudad de Arica. En este árido territorio surgen los salares. Son lagunas secas producidas por la filtración y evaporación de las aguas subterráneas que arrastran sales de origen volcánico y se depositan en la superficie. El aprovechamiento del salitre como abono nitrogenado constituyó una enorme fuente de riqueza entre los años 1880 y 1920, hasta que su obtención artificial la hizo desaparecer.

Al pie de las cumbres, el capricho de la naturaleza nos sorprende concediendo a una de estas quebradas una composición química y unas aguas subterráneas que permiten el nacimiento de un vergel longitudinal y frondoso atravesando la pampa: es el valle de Azapa. Allí brotan las guayabas, los plátanos, las palmeras, y hasta las aceitunas de centenarios olivos sevillanos. Al final de este valle se extiende la ciudad de Arica, muy cerca de la frontera con Perú, y excelente lugar para un buen descanso en sus playas.

lunes, 7 de junio de 1993

Por la costa de Senegal

Preparando el corderito al estilo de la Casamance

 

jueves, 8 de abril de 1993

Los dioses acompañan al viajero

Arica, Chile. 1993

Me había perdido otra vez, pero calculando mi posición sobre el mapa debía estar ya cerca de la frontera de Bolivia con Chile. Iba a buen ritmo. Rodaba bien, pero tenía el tiempo medido para alcanzar el poblado indígena de Parinacota. Allí podría descansar de una dura jornada más. Daba igual volver a dormir en el suelo, cenar cualquier resto que ofrecieran aquellos inescrutables aymarás. Pero ansiaba ya quitarme botas y casco, y disponerme al sueño de la noche andina.

Paré a contemplar el paisaje, solo un instante. La inmensidad de la altiplanicie: el filo montañoso, del cual emergían varios volcanes cónicos. El nevado Sajama, sobresaliendo con sus imponentes 6.542 msnm, es la orientación principal. Ante toda esta grandeza, recordaba ahora nítidamente las enseñanzas que había impartido un anciano aymará, en una aldea boliviana dejada atrás: “Warawara es el dios de las estrellas y el guía de los caminantes. Y Wairathata, el Padre Viento, más poderoso incluso que Inti, el dios sol—.

Y notaba que, cada vez más, las deidades andinas habían decidido acudir a la cita con este intruso motorizado. Lanzado como insignificante nube de polvo por los senderos del altiplano, sentí la impresión de estar profanando un espacio sagrado: el territorio reservado a unos dioses que ahora, cruzando la frontera del alajpacha (el cielo) y el akapacha (el mundo terrenal), parecían estar observando mi avance sigilosamente. Recordé entonces que había sido tan guevón de hacer caso omiso al rito obligado que deben observar todos los viajeros que se adentran en estas pampas. En los márgenes de los senderos, los caminantes van acumulando montículos o templetes de piedras —llamados apachetas—, en singular ofrenda personal al más cercano achachila. En mi caso, después de kilómetros de senderos altiplánicos, desde luego, había sido un descuido no añadir siquiera un guijarro en cualquiera de uno de aquellos túmulos que aparecían a la orilla de la ruta. Una irreverencia, tal vez.

Atardecía. Ahora ya debía acelerar un poco. Poner más ritmo si no quería afrontar el anochecer en ruta. A alta velocidad, arriesgando como no debe hacerse nunca (y más viajando en solitario), aparecieron súbitamente unas rocas puntiagudas desdibujando el sendero. Conseguí sortearlas, a punto de saltar en el aire. Temí por un segundo caer violentamente contra la tierra. No hubiera sido ni la primera ni la última, pero por fortuna, el dominio en el manejo, adquirido a lo largo de tantos kilómetros de viaje, evitó la caída y todo quedó en un buen susto. No obstante, algo se había trastocado en la máquina. Metros más adelante tuve que detenerme en seco y bajé de la moto. Bastó una ojeada para darme cuenta de que se complicaba el paseo celestial: amortiguador trasero desencajado y eje partido. Una desgraciada avería sin solución en estos terrenos accidentados y, sobre todo, tan apartados de cualquier punto habitado. La circunstancia suponía un serio inconveniente, porque no lograría darle arreglo con las herramientas que portaba encima. Aunque la moto conseguía seguir rodando penosamente, precisaba un taller con soldadura y algunas piezas para proceder a su desmonte y reparación.

El ritmo de la marcha, a partir de ese momento, se ralentizaría peligrosamente. En Perú había cometido la estupidez de despojarme del saco de dormir, por roto y maloliente tras años de uso. Y afrontar las noches aquellas sin protección, resultaba temerario. Nunca hay que confiarse demasiado con los cálculos. Toca estar siempre preparado para pernoctar donde te sobrevenga y en las condiciones que sean. Y ahora, pendejo de mí, no lo estaba en absoluto. Conocía que toda la región norte de Chile está provista de una sucesión de pequeños refugios, que mantenía la Corporación Nacional Forestal (CONAF). Pero ese era otro grave exceso de confianza: hasta alcanzar una de esas guaridas, podían pasar horas para un motero cojeante como yo. Las soluciones estaban lejos todavía, y yo ahora no podía superar los 20 o 30 km/h de velocidad. La noche se echaba encima y el frío no es bueno para las tortugas viajeras. Mi ritmo era desesperante. “Ese amortiguador puede partirse en cualquier momento y aquí me quedo —pensé angustiado—, tengo que buscar en el mapa la población más próxima para resolver este marronazo…”.

Eso significaba abandonar todo el plan de ruta y cambiar el rumbo hacia la localidad más cercana que, en realidad, se encontraba a muchos kilómetros de allí: la remota urbe de Arica, ya en el litoral chileno, descendiendo la cordillera. Todavía a cinco o siete horas de ruta incierta, o quién sabe si más. No había otra alternativa que intentarlo. Suspendía pues, el tan calculado itinerario de los chipayas, del Salar de Uyuni, de las lagunas coloreadas, para improvisar uno nuevo por pistas insospechadas. Y con el riesgo de que la amortiguación reventara definitivamente en cualquier bache y la moto quedara varada allí mismo.

El viento —el Padre Wairathata—, se hace presente por todas partes. Comienza a soplar y a silbar con más fuerza, levantando remolinos de arena. El resplandor de las laderas del volcán Parinacota (6.330 metros) se va haciendo más intenso. Atardece deprisa. Por estos caminos a 4.500 metros de altura, es obligado encontrar algún resguardo para evitar pasar la noche helada a la intemperie. Vuelvo a detenerme un instante para arroparme, esta vez con todas las camisetas, calcetines y más prendas disponibles en el equipaje. Unas sobre otras, mientras voy exhalando vahídos que empañan las gafas. Estoy acojonao.

“Debo tranquilizarme y seguir conduciendo con suma precaución —digo para mí reanudando la marcha—, a buen seguro que ahí abajo, en Chile, tienen algo parecido al ron”. Me infundí ánimos para aguantar el frío y continuar rodando por estos caminos, que ahora comenzaban a elevarse por las primeras estribaciones de la cordillera occidental. Cada cierto tiempo detengo nuevamente la marcha, para estudiar los mapas y la brújula, una vez más. Entonces aprovecho para desempañar las gafas y calentar las manos y los guantes acercándolos al motor. Debo confesar que la inminencia de la noche, perdido como estoy en la inmensidad de los Andes, me tiene hondamente preocupado, porque sabía bien que nunca sobreviviría a una noche a la intemperie. La perspectiva de terminar congelado en las montañas se cernía sobre mí, como una posibilidad cada vez más próxima.

La noche era gélida. Envuelto en la oscuridad, como un solitario haz de luz rodando entre unas tinieblas que parecían llevarme kilómetro a kilómetro hacia el infierno, ¿estaba sufriendo acaso el castigo de los dioses andinos?, ¿habría realmente ofendido a las deidades montañosas con mi avance motorizado? El aire era hielo y los labios se cuarteaban, mientras continuaba adelante con el alma en vilo y la desesperación ante un sendero interminable. No le quitaba ojo a la brújula.

Finalmente, por suerte, a medianoche y cuando el frío se hacía más insoportable y los dedos apenas obedecían a los mandos, alcanzó a verse a lo lejos una luz diminuta. Este signo de esperanza levantó mi moral y cuando, minutos más tarde, volvió a aparecer, no pude contener un trino de felicidad. A gritos, entre el rugido del motor, festejaba la salvación. Aquellas luces guiaban hasta el pequeño cuartel fronterizo de los carabineros chilenos. ¡Los “pacos” me habían salvado la vida!

Algo más tarde me descongelaba a base de mates de coca y tragos de pisco, junto a la chimenea del cuartel del Parque Nacional Lauca, a 4.400 m de altura y ya en territorio de Chile. Había conseguido librarme de una noche heladora que, de otra manera, hubiera resultado mortal.

¡Estáis loco, español! — El carabinero alumbró el pasaporte y luego mi rostro, para ver si coincidía con la foto. Tuve que quitarme el casco integral y en ese momento tomé conciencia del frío que hacía. ¡Loco de remate, pó¡— repitió alcanzándome la bombilla del mate con una sonrisa— Menúo susto nos habéis dao, conchatumadre—.

Había porotos de lata para la cena. Plato único pero abundante. Me hicieron un hueco a su mesa. La conversación giró en torno a la “locura” de haberme extraviado por aquellos territorios tan desolados. Contaban historias de contrabandistas a los que sorprendió la noche. Entre trago y trago de pijco, anécdotas truculentas de aquellos hombres acostumbrados a perseguir los escasos movimientos en la región de frontera. Al fin y al cabo, mi aparición había constituido una novedad en sus horas interminables de rutina. No es normal que un gringo motorizado surja así, de repente, irrumpiendo en la noche.

Al día siguiente nos despedimos incluso con algunos abrazos. Había surgido buena sintonía con aquel simpático grupo de carabineros. Aunque no conseguí que ninguno revelara la razón personal de su destino en aquellas solitarias y gélidas montañas. ¿Se debía a un castigo o, por el contrario, sumaba puntos en su carrera policial? Pese a la conversación hasta la madrugada, no me quisieron contar.

Con el nuevo día, ya repuesto y reconfortado, inicié el descenso de la gran cordillera, desde las alturas del altiplano, a las costas cálidas del Pacífico. Atravesaba ahora el paisaje lunar del desierto costero chileno, donde a buen seguro aguardaban ya los dioses de las pampas y los salares. Tal vez serían más condescendientes conmigo, y con los futuros viajes que estaban por venir. Por ello mismo, no debía desconsiderar amontonar algunas piedras a la orilla del camino. Siquiera de vez en cuando.

Los carabineros me habían animado para el descenso a la población de Arica, todavía distante. Solo ahí lograría enmendar mis fallas mecánicas. Sin tregua y con mucha cautela, descender lentamente. Allí abajo aguardaba un agradable vergel en medio de la aridez de la Pampa Colorada. En el horizonte, ya el azul del océano Pacífico. Grandes acantilados y magníficas playas soleadas. Nunca llovía, el clima era excepcional. Aquí la moto va a poder recibir, por fin, la oportuna atención de un taller. “Buscá a un tal Raúl Lombardi” —escribió uno de los pacos en la libreta, al consultarle— “Es un agricultor intrépido que produce en el desierto los mejores tomates. Dueño de una factoría, con certeza tiene el taller más completo de la ciudad”. En efecto, horas después pude comprobar también que Lombardi producía las más gordas aceitunas que había visto nunca. Ya estaba en Arica. Raúl y yo enseguida trabamos buena conversación, tras la cual se ofreció a alojarme en su hogar, con su familia, mientras sus técnicos acababan de soldar y engrasar mi máquina. Fue el principio de una amistad que ha durado hasta hoy. A lo largo de estas correrías mundanas, nunca olvidas a la gente noble que te presta apoyo desinteresadamente. Además, debe ser verdad que los dioses estaban con el viajero, porque en aquella plácida ciudad costera conocí también a Claudia, la mujer más hermosa de Chile. Me enamoré perdidamente a lo largo de esa primera estancia en Arica, seguramente gracias a Warawara, dios de las estrellas y guía de los caminantes. La deidad o ella, nunca lo sabré, fueron responsables de que recorriéramos la región juntos, y después volviera varias veces a Chile, hasta quedarme a vivir allí una buena temporada. Me atrapó Claudia, Arica y Chile entero. “Por la razón o la fuerza”, como dice el escudo del país.

Con Raúl, su esposa Cecilia, y “la” Claudia, iremos todas las mañanas a desayunar al mercado del puerto. Muchas de las deliciosas variedades de mariscos (piures, cholgas, locos, choritos) son nuevas para mí, pero me aficiono enseguida a ir probando de todas las bandejas. Aquí están los ingredientes para la plena recuperación física que necesitaba a estas alturas de viaje. Y el revulsivo fue la “copa Martínez”, preparada con el caldo de todas esas ricuras marinas, más un huevo y abundantes chorros de limón. ¡90 octanos diarios para mi sangre!

Llegó finalmente el día de partir. Me costó. Al subirme nuevamente a la máquina, sentía que extirpaban algo de mi corazón. La dura vida del viajero en su eterno ir y venir… Pero tenía que marchar, a riesgo de perder el barco en Buenos Aires. Un largo camino solitario esperaba todavía: debía atravesar el norte de Chile y buena parte de Argentina. La motocicleta estaba reparada y dispuesta para reemprender vuelo. Quedaban aguardando muchas apachetas por amontonar en las cunetas, pero mi estancia en Arica tocaba a su fin. Aquella soleada ciudad, a orillas del Pacífico, me había cautivado. Tanto, que volví en nuevas ocasiones, pasado el tiempo. Siempre con la Claudia y los Lombardi. Y mi reconstituyente fiel, la “copa Martínez”. Pero esa ya es otra historia.