martes, 12 de julio de 1994

Isla de Palawan. Filipinas

Islote Coco, norte de Palawan, un lugar paradisíaco

miércoles, 15 de junio de 1994

miércoles, 9 de febrero de 1994

El camino inverosímil de la Patagonia

Carretera Austral
Carretera austral
Me había embarcado por los canales del sur de Chile, gigantesco laberinto de archipiélagos y fiordos al sur del continente americano.

Al día siguiente arribaría a Puerto Chacabuco, donde retomaría el rumbo terrestre, ya sobre la fiel moto roja que me venía transportando desde el Norte grande (más de 3.000 km arriba). Estaba surcando larga geografía chilena que ahora me esperaba una interminable pista de ripio y dura calamina entre montañas nevadas.

El objetivo inmediato era alcanzar la joven ciudad de Coyhaique, capital de la región de Aysén. Quería comenzar desde allí mi itinerario. Esta vez se trataba de una ruta que me llevarí a recorrer, en su totalidad, el llamado “Camino Longitudinal Austral”. Abierto recientemente, esta compleja obra de ingeniería había dado acceso, en los últimos años, todo el sector norte de la Patagonia chilena. 
 
En esos días se continuaba trabajando en el ambicioso proyecto, para prolongar la pista más al sur todavía. Los umbrales del fin del continente, en la lejana Tierra del Fuego, estaban en la mente ambiciosa de los ingenieros. Para ello, el Camino Austral debería sortear innumerables entradas del mar, cordilleras, lagos y valles poblados de bosques vírgenes. Las dificultades son inmensas. Ya en ruta, enormes glaciares se derraman sobre el mar, justo a la orilla del camino. En algunos tramos, incluso gigantescos campos de hielo hacían imposible cualquier itinerario por tierra firme. Las obras en varios sectores estaban pendientes de concluir todavía, pese al empeño por enlazar más territorios del sur, en la región de Magallanes y la Antártica chilena. 
 
Hoy por hoy esa ambición parece impracticable, debido al universo de fiordos y descomunales masas de hielo que surcan el territorio. La sola contemplación del proyecto sobre un mapa produce escalofríos (...) 

 
Reportaje completo publicado en la revista MOTOCICLISMO

domingo, 10 de octubre de 1993

Tierra infinita

Extracto de un reportaje publicado en la revista VIAJES 


Aldea de Parinacota, Arica (I Región), Chile



En el norte de Chile la inmensidad del desierto alberga lagunas verdes, una extraña flora, abundante y variada fauna, y formaciones de geología delirante. La carretera atraviesa sin fin la pampa y yo recorro entusiasmado, durante días, estos espacios mágicos.

Solo el murmullo de una brisa helada interrumpe la soledad de la cordillera andina. El paisaje es silencioso y solemne. Estoy en el extremo norte de la alargada geografía chilena, que se encarama desde cumbres volcánicas (que en casos superan los 6.000 msnm), y atraviesa el más desolado de los desiertos, para desplomarse en una costa de gigantescos acantilados sobre el océano Pacífico.

En medio de este grandioso escenario, aunque casi inadvertida, la aldea de Parinacota es un conjunto de vivienda de pastores aymara, en el corazón del Parque Nacional Lauca. Aquí, el refugio de la Corporación Nacional Forestal me sirve de excelente campamento base y punto de partida para un recorrido en moto, en solitario, por las sendas de parques y reservas de más de medio millón de hectáreas.

Bajo la omnipresencia de dos volcanes colosales y eternamente nevados (Parinacota, 6.330 mts; Pomerape, 6.240), estos lugares constituyen una síntesis espectacular del universo andino. Por el pedregoso camino que se adentra en la cordillera, se me cruzan a grandes saltos las primeras manadas de vicuñas. Algunas vizcachas -rodeador parecido a la chinchilla- duermen entre las rocas, y las guayatas, enormes gansos salvajes, despuntan las alas mostrando su pecho blanco. Cientos de llamas y alpacas pastan por doquier en grupos separados. A pesar de la sensación de soledad que producen las inmensidades esteparias y de la dureza del clima de la noche, me cruzo con multitud de especies animales. Resulta interesante la riqueza ornitológica de las lagunas de esta región, probablemente las más altas del mundo. Existe una gran diversidad de anátidas en las aguas esmeralda del lago Chungará y las lagunas Cota-cotani, donde se reflejan, como en un espejo, las impresionantes filas de cumbres nevadas.


Al día siguiente, mi ruta se desvía hacia el Este, para alcanzar los 5.000 mts. en el puerto de Tambo Quemado, que marca el límite con la vecina Bolivia. Un sendero permite continuar la incursión hacia la Reserva Nacional Las Vicuñas, en dirección sur. Avanzo por la altiplanicie jalonada de cumbres entre las que va apareciendo el penacho humeante del volcán Guallatire. Anima el itinerario la repentina aparición de una pareja de ñandús y me acompaña el vuelo vigilante de un cóndor.

La gran laguna blanca del salar de Surire, enclavada entre montañas, se cubre de destellos brillantes al caer la tarde. De nuevo, aparecen y desaparecen las vicuñas y, más lejos, grupos de flamencos añaden tonos rosados que se evaporan como nubes al emprender el vuelo. Tras el ocaso llegan las tinieblas y el altiplano se convierte en un infierno donde las temperaturas pueden llegar a bajar hasta los -35º.

Comenzando una nueva jornada y el amanecer inunda de luz los paisajes de la cordillera. En el camino, ya convertido en una trocha infernal y angosta, vuelven a surgir los rebaños de llamas y alpacas, anunciando la presencia humana. Se vislumbra la cumbre del volcán Isluga. A sus pies encontramos Enquelga e Isluga, pueblos del altiplano donde la población, dedicada a la trashumancia, vive en los lugares de pastoreo y solo acude al pueblo para las fiestas religiosas y de carnaval. El resto del año, la soledad se apodera de sus callejas y de sus casas que, construidas con piedra y barro y techadas con paja, forman hileras entorno a las iglesias encaladas.

Al norte del desierto de Atacama se encuentra la Pampa colorada. Casi completamente deshabitada, entre el océano y la cordillera, aparece sesgada por imponentes quebradas abiertas por los cauces de las aguas andinas. En su lento discurrir hacia el mar, aprovechando fallas geológicas en los cerros, erosionaron la tierra tan profundamente que nunca permitieron que el ferrocarril pudiera llegar hasta la ciudad de Arica. En este árido territorio surgen los salares. Son lagunas secas producidas por la filtración y evaporación de las aguas subterráneas que arrastran sales de origen volcánico y se depositan en la superficie. El aprovechamiento del salitre como abono nitrogenado constituyó una enorme fuente de riqueza entre los años 1880 y 1920, hasta que su obtención artificial la hizo desaparecer.

Al pie de las cumbres, el capricho de la naturaleza nos sorprende concediendo a una de estas quebradas una composición química y unas aguas subterráneas que permiten el nacimiento de un vergel longitudinal y frondoso atravesando la pampa: es el valle de Azapa. Allí brotan las guayabas, los plátanos, las palmeras, y hasta las aceitunas de centenarios olivos sevillanos. Al final de este valle se extiende la ciudad de Arica, muy cerca de la frontera con Perú, y excelente lugar para un buen descanso en sus playas.

lunes, 7 de junio de 1993

Por la costa de Senegal

Preparando el corderito al estilo de la Casamance

 

jueves, 8 de abril de 1993

Los dioses acompañan al viajero

Arica, Chile. 1993

Me había perdido otra vez, pero calculando mi posición sobre el mapa debía estar ya cerca de la frontera de Bolivia con Chile. Iba a buen ritmo. Rodaba bien, pero tenía el tiempo medido para alcanzar el poblado indígena de Parinacota. Allí podría descansar de una dura jornada más. Daba igual volver a dormir en el suelo, cenar cualquier resto que ofrecieran aquellos inescrutables aymarás. Pero ansiaba ya quitarme botas y casco, y disponerme al sueño de la noche andina.

Paré a contemplar el paisaje, solo un instante. La inmensidad de la altiplanicie: el filo montañoso, del cual emergían varios volcanes cónicos. El nevado Sajama, sobresaliendo con sus imponentes 6.542 msnm, es la orientación principal. Ante toda esta grandeza, recordaba ahora nítidamente las enseñanzas que había impartido un anciano aymará, en una aldea boliviana dejada atrás: “Warawara es el dios de las estrellas y el guía de los caminantes. Y Wairathata, el Padre Viento, más poderoso incluso que Inti, el dios sol—.

Y notaba que, cada vez más, las deidades andinas habían decidido acudir a la cita con este intruso motorizado. Lanzado como insignificante nube de polvo por los senderos del altiplano, sentí la impresión de estar profanando un espacio sagrado: el territorio reservado a unos dioses que ahora, cruzando la frontera del alajpacha (el cielo) y el akapacha (el mundo terrenal), parecían estar observando mi avance sigilosamente. Recordé entonces que había sido tan guevón de hacer caso omiso al rito obligado que deben observar todos los viajeros que se adentran en estas pampas. En los márgenes de los senderos, los caminantes van acumulando montículos o templetes de piedras —llamados apachetas—, en singular ofrenda personal al más cercano achachila. En mi caso, después de kilómetros de senderos altiplánicos, desde luego, había sido un descuido no añadir siquiera un guijarro en cualquiera de uno de aquellos túmulos que aparecían a la orilla de la ruta. Una irreverencia, tal vez.

Atardecía. Ahora ya debía acelerar un poco. Poner más ritmo si no quería afrontar el anochecer en ruta. A alta velocidad, arriesgando como no debe hacerse nunca (y más viajando en solitario), aparecieron súbitamente unas rocas puntiagudas desdibujando el sendero. Conseguí sortearlas, a punto de saltar en el aire. Temí por un segundo caer violentamente contra la tierra. No hubiera sido ni la primera ni la última, pero por fortuna, el dominio en el manejo, adquirido a lo largo de tantos kilómetros de viaje, evitó la caída y todo quedó en un buen susto. No obstante, algo se había trastocado en la máquina. Metros más adelante tuve que detenerme en seco y bajé de la moto. Bastó una ojeada para darme cuenta de que se complicaba el paseo celestial: amortiguador trasero desencajado y eje partido. Una desgraciada avería sin solución en estos terrenos accidentados y, sobre todo, tan apartados de cualquier punto habitado. La circunstancia suponía un serio inconveniente, porque no lograría darle arreglo con las herramientas que portaba encima. Aunque la moto conseguía seguir rodando penosamente, precisaba un taller con soldadura y algunas piezas para proceder a su desmonte y reparación.

El ritmo de la marcha, a partir de ese momento, se ralentizaría peligrosamente. En Perú había cometido la estupidez de despojarme del saco de dormir, por roto y maloliente tras años de uso. Y afrontar las noches aquellas sin protección, resultaba temerario. Nunca hay que confiarse demasiado con los cálculos. Toca estar siempre preparado para pernoctar donde te sobrevenga y en las condiciones que sean. Y ahora, pendejo de mí, no lo estaba en absoluto. Conocía que toda la región norte de Chile está provista de una sucesión de pequeños refugios, que mantenía la Corporación Nacional Forestal (CONAF). Pero ese era otro grave exceso de confianza: hasta alcanzar una de esas guaridas, podían pasar horas para un motero cojeante como yo. Las soluciones estaban lejos todavía, y yo ahora no podía superar los 20 o 30 km/h de velocidad. La noche se echaba encima y el frío no es bueno para las tortugas viajeras. Mi ritmo era desesperante. “Ese amortiguador puede partirse en cualquier momento y aquí me quedo —pensé angustiado—, tengo que buscar en el mapa la población más próxima para resolver este marronazo…”.

Eso significaba abandonar todo el plan de ruta y cambiar el rumbo hacia la localidad más cercana que, en realidad, se encontraba a muchos kilómetros de allí: la remota urbe de Arica, ya en el litoral chileno, descendiendo la cordillera. Todavía a cinco o siete horas de ruta incierta, o quién sabe si más. No había otra alternativa que intentarlo. Suspendía pues, el tan calculado itinerario de los chipayas, del Salar de Uyuni, de las lagunas coloreadas, para improvisar uno nuevo por pistas insospechadas. Y con el riesgo de que la amortiguación reventara definitivamente en cualquier bache y la moto quedara varada allí mismo.

El viento —el Padre Wairathata—, se hace presente por todas partes. Comienza a soplar y a silbar con más fuerza, levantando remolinos de arena. El resplandor de las laderas del volcán Parinacota (6.330 metros) se va haciendo más intenso. Atardece deprisa. Por estos caminos a 4.500 metros de altura, es obligado encontrar algún resguardo para evitar pasar la noche helada a la intemperie. Vuelvo a detenerme un instante para arroparme, esta vez con todas las camisetas, calcetines y más prendas disponibles en el equipaje. Unas sobre otras, mientras voy exhalando vahídos que empañan las gafas. Estoy acojonao.

“Debo tranquilizarme y seguir conduciendo con suma precaución —digo para mí reanudando la marcha—, a buen seguro que ahí abajo, en Chile, tienen algo parecido al ron”. Me infundí ánimos para aguantar el frío y continuar rodando por estos caminos, que ahora comenzaban a elevarse por las primeras estribaciones de la cordillera occidental. Cada cierto tiempo detengo nuevamente la marcha, para estudiar los mapas y la brújula, una vez más. Entonces aprovecho para desempañar las gafas y calentar las manos y los guantes acercándolos al motor. Debo confesar que la inminencia de la noche, perdido como estoy en la inmensidad de los Andes, me tiene hondamente preocupado, porque sabía bien que nunca sobreviviría a una noche a la intemperie. La perspectiva de terminar congelado en las montañas se cernía sobre mí, como una posibilidad cada vez más próxima.

La noche era gélida. Envuelto en la oscuridad, como un solitario haz de luz rodando entre unas tinieblas que parecían llevarme kilómetro a kilómetro hacia el infierno, ¿estaba sufriendo acaso el castigo de los dioses andinos?, ¿habría realmente ofendido a las deidades montañosas con mi avance motorizado? El aire era hielo y los labios se cuarteaban, mientras continuaba adelante con el alma en vilo y la desesperación ante un sendero interminable. No le quitaba ojo a la brújula.

Finalmente, por suerte, a medianoche y cuando el frío se hacía más insoportable y los dedos apenas obedecían a los mandos, alcanzó a verse a lo lejos una luz diminuta. Este signo de esperanza levantó mi moral y cuando, minutos más tarde, volvió a aparecer, no pude contener un trino de felicidad. A gritos, entre el rugido del motor, festejaba la salvación. Aquellas luces guiaban hasta el pequeño cuartel fronterizo de los carabineros chilenos. ¡Los “pacos” me habían salvado la vida!

Algo más tarde me descongelaba a base de mates de coca y tragos de pisco, junto a la chimenea del cuartel del Parque Nacional Lauca, a 4.400 m de altura y ya en territorio de Chile. Había conseguido librarme de una noche heladora que, de otra manera, hubiera resultado mortal.

¡Estáis loco, español! — El carabinero alumbró el pasaporte y luego mi rostro, para ver si coincidía con la foto. Tuve que quitarme el casco integral y en ese momento tomé conciencia del frío que hacía. ¡Loco de remate, pó¡— repitió alcanzándome la bombilla del mate con una sonrisa— Menúo susto nos habéis dao, conchatumadre—.

Había porotos de lata para la cena. Plato único pero abundante. Me hicieron un hueco a su mesa. La conversación giró en torno a la “locura” de haberme extraviado por aquellos territorios tan desolados. Contaban historias de contrabandistas a los que sorprendió la noche. Entre trago y trago de pijco, anécdotas truculentas de aquellos hombres acostumbrados a perseguir los escasos movimientos en la región de frontera. Al fin y al cabo, mi aparición había constituido una novedad en sus horas interminables de rutina. No es normal que un gringo motorizado surja así, de repente, irrumpiendo en la noche.

Al día siguiente nos despedimos incluso con algunos abrazos. Había surgido buena sintonía con aquel simpático grupo de carabineros. Aunque no conseguí que ninguno revelara la razón personal de su destino en aquellas solitarias y gélidas montañas. ¿Se debía a un castigo o, por el contrario, sumaba puntos en su carrera policial? Pese a la conversación hasta la madrugada, no me quisieron contar.

Con el nuevo día, ya repuesto y reconfortado, inicié el descenso de la gran cordillera, desde las alturas del altiplano, a las costas cálidas del Pacífico. Atravesaba ahora el paisaje lunar del desierto costero chileno, donde a buen seguro aguardaban ya los dioses de las pampas y los salares. Tal vez serían más condescendientes conmigo, y con los futuros viajes que estaban por venir. Por ello mismo, no debía desconsiderar amontonar algunas piedras a la orilla del camino. Siquiera de vez en cuando.

Los carabineros me habían animado para el descenso a la población de Arica, todavía distante. Solo ahí lograría enmendar mis fallas mecánicas. Sin tregua y con mucha cautela, descender lentamente. Allí abajo aguardaba un agradable vergel en medio de la aridez de la Pampa Colorada. En el horizonte, ya el azul del océano Pacífico. Grandes acantilados y magníficas playas soleadas. Nunca llovía, el clima era excepcional. Aquí la moto va a poder recibir, por fin, la oportuna atención de un taller. “Buscá a un tal Raúl Lombardi” —escribió uno de los pacos en la libreta, al consultarle— “Es un agricultor intrépido que produce en el desierto los mejores tomates. Dueño de una factoría, con certeza tiene el taller más completo de la ciudad”. En efecto, horas después pude comprobar también que Lombardi producía las más gordas aceitunas que había visto nunca. Ya estaba en Arica. Raúl y yo enseguida trabamos buena conversación, tras la cual se ofreció a alojarme en su hogar, con su familia, mientras sus técnicos acababan de soldar y engrasar mi máquina. Fue el principio de una amistad que ha durado hasta hoy. A lo largo de estas correrías mundanas, nunca olvidas a la gente noble que te presta apoyo desinteresadamente. Además, debe ser verdad que los dioses estaban con el viajero, porque en aquella plácida ciudad costera conocí también a Claudia, la mujer más hermosa de Chile. Me enamoré perdidamente a lo largo de esa primera estancia en Arica, seguramente gracias a Warawara, dios de las estrellas y guía de los caminantes. La deidad o ella, nunca lo sabré, fueron responsables de que recorriéramos la región juntos, y después volviera varias veces a Chile, hasta quedarme a vivir allí una buena temporada. Me atrapó Claudia, Arica y Chile entero. “Por la razón o la fuerza”, como dice el escudo del país.

Con Raúl, su esposa Cecilia, y “la” Claudia, iremos todas las mañanas a desayunar al mercado del puerto. Muchas de las deliciosas variedades de mariscos (piures, cholgas, locos, choritos) son nuevas para mí, pero me aficiono enseguida a ir probando de todas las bandejas. Aquí están los ingredientes para la plena recuperación física que necesitaba a estas alturas de viaje. Y el revulsivo fue la “copa Martínez”, preparada con el caldo de todas esas ricuras marinas, más un huevo y abundantes chorros de limón. ¡90 octanos diarios para mi sangre!

Llegó finalmente el día de partir. Me costó. Al subirme nuevamente a la máquina, sentía que extirpaban algo de mi corazón. La dura vida del viajero en su eterno ir y venir… Pero tenía que marchar, a riesgo de perder el barco en Buenos Aires. Un largo camino solitario esperaba todavía: debía atravesar el norte de Chile y buena parte de Argentina. La motocicleta estaba reparada y dispuesta para reemprender vuelo. Quedaban aguardando muchas apachetas por amontonar en las cunetas, pero mi estancia en Arica tocaba a su fin. Aquella soleada ciudad, a orillas del Pacífico, me había cautivado. Tanto, que volví en nuevas ocasiones, pasado el tiempo. Siempre con la Claudia y los Lombardi. Y mi reconstituyente fiel, la “copa Martínez”. Pero esa ya es otra historia.

miércoles, 10 de febrero de 1993

El Salvador, por fin la paz


La pequeña república centroamericana ha puesto fin a doce años de guerra civil. Se abre ahora para el pueblo salvadoreño un periodo de paz donde todos deberán aunar esfuerzos para reconstruir el país y combatir las difíciles condiciones actuales.

Chalatenango. Puente volado por el FMLN horas antes 
Hospital de niños hundido durante el terremoto
 
Llegué a El Salvador por primera vez durante 1987, en plena guerra civil. Al recorrer la carretera costera que une la vecina Guatemala con la capital, San Salvador, encontrabas soldados con cara de niño que se aferraban a sus fusiles. Estaban apostados cada 200 metros, soportando una lluvia fina e incesante. Eran tiempos muy duros en los que la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional –FMLN– no cesaba de asestar golpes contra las unidades de un ejército magníficamente armado pero incapaz de contener las continuas incursiones de los insurgentes. La torpeza y el salvajismo de los mandos y de los grupos paramilitares habían llevado a algunos batallones a perpetrar asesinatos y matanzas de civiles, terminando por teñir el conflicto salvadoreño de una crueldad extrema. Nadie hubiera podido predecir que a la desgracia del pueblo salvadoreño se iba a sumar, ahora, un castigo igualmente doloroso y destructivo: el violento terremoto que sacudió el país una madrugada de octubre de 1986.

Las minas son otro gran riesgo en los caminos
 
San Salvador ofrecía entonces un triste panorama de edificios derruidos, de calles levantadas y escombros amontonados. El temblor de tierra registrado hacía unas semanas había sepultado 10.000 vidas, y la ciudad estaba sumida en una neblina gris que acentuaba la desolación. Recuerdo que, de camino hacia el centro, superados los últimos suburbios, un escalofrío me recorrió al encontrarme de frente con una construcción de cuatro plantas, desplomada una sobre otra. En lo que quedaba de fachada colgaba un letrero oxidado en el que todavía podía leerse: “Hospital de niños”. El amasijo de vigas quebradas y escombros permitía imaginar el horror que debió sufrirse allí dentro segundos después de producirse el seísmo.

Resultaba penoso asimilar que este pequeño país pudiera soportar tantas desgracias juntas. Era fácil caer en el abatimiento. Horas después de la llegada a la capital, me alojé en una modesta pensión cercana a la plaza de la catedral, mis pensamientos me fueron sumiendo en el desánimo, obligándome a salir a las calles a pasear entre las ruinas y los centenares de vendedores ambulantes que, a gritos, pugnaban por combatir su miseria vendiendo los más diversos artículos. Fue entonces cuando, algunas cuadras más allá, al doblar una esquina y como si de una aparición se tratase, me sobrevino una visión que desde siempre llevo ya asociada a mi concepción del mundo latinoamericano: en una gran explanada, decenas de parejas bailaban avivadamente al son de unas guitarras. Grupos de jóvenes compartían tacos de chicharrón entre trago y trago de aguardiente, sin parar de reír. Al pie de una noria ardía una hoguera, alrededor de la cual se mezclaban las conversaciones animadas, los chistes, las carcajadas. Niños descalzos corrían por todas partes jugando con guirnaldas y papeles de colores, y no faltaba el estallido de inocentes petardos, cuyo olor a pólvora era lo único que, en este espectáculo de diversión, hacía recordar que era aquél un pueblo asolado por la guerra y el desastre.


Aquel día descubrí la verdadera alma de los salvadoreños, uno de los pueblos más alegres y laboriosos a los que el destino y los intereses estratégicos y económicos de las grandes potencias, ha obligado a pasar la más amarga página de su historia.

sábado, 27 de junio de 1992

viernes, 10 de abril de 1992

El bailarín magrebí

Al paso por las ruinas de Volubilis

Nos empeñamos en pasar la Nochevieja en alguna población sureña de Marruecos, donde las costumbres islámicas nos mantendrían al margen de bullicios o celebraciones navideñas convencionales. Nada de Villancicos, ni campanadas en la Puerta del Sol. Estábamos lejos de Madrid y nos sentíamos atraídos por ese ambiente apacible que reina en tierras morunas, con el sol brillante incluso en invierno y las noches para disfrutar de cielos de millones de estrellas. Por casualidad, para el día final del año fuimos a caer a un lugar llamado Agz, a la entrada del gran palmeral que crece por el cauce del río Draa. Pueblo de riquísimos dátiles que saben como caramelos de miel y crecen en abundancia a lo largo de un oasis que no tiene fin. Con las últimas luces del día desaparecía cualquier ambiente callejero dando paso al canto de los grillos y la mayoría de los pobladores se recogían en sus casas hasta el día siguiente, sin esperar mayor novedad.

Dimos con un hostal de gran patio para caravanas que se encontraba completamente vacío. No había turistas en el lugar y, por tanto, seríamos los únicos huéspedes durante aquella noche. Tras negociar un buen precio, el dueño ofreció organizar una pequeña fiesta con el concurso del grupo de música tradicional de la localidad. El plan perfecto para despedir el año en buena sintonía.

Éramos ocho amigos que nos conocíamos de Madrid desde hacía años, animados ahora en marchar juntos, repartidos en tres vehículos, para pasar esos días libres recorriendo los pueblos del sur del Magreb. Agz, un pueblo sosegado y modesto como su nombre, apareció en la ruta al quinto día de atravesar el Estrecho de Gibraltar. En el cruce por Ceuta habíamos hecho buen acopio de güisqui, que más al sur sería imposible encontrar. No habrían de faltar unos buenos tragos en fechas tan señaladas. Estábamos en el sur de Marruecos, muy lejos de casa. Trabajo y problemas del día a día habían quedado atrás. Eran las seis de la tarde y horneaban ya los tayines de la cena en el hostal, pero dio tiempo a un rato de descanso en nuestras habitaciones.

Quedamos en encontrarnos a las ocho para yantar, coincidiendo con los primeros sones del grupo musical: se trataba de música Chaâbi, folclore originario de Argelia que antaño sonaba en los mercados, pero imperaba ya en cualquier celebración. Un grupo formado por siete intérpretes y los instrumentos regionales: mandolina, banjo, derbake (tamborcillo), ney (flauta), tar (laúd), viola y qanun (parecido a la cítara). Resultaron ser unos virtuosos, bien capaces de animar la noche. Desde el principio nos gustaron mucho los rasgos de flamenco que emanaba de aquel conjunto, envolviendo el salón en un ambiente árabe, bereber y andalusí.

Tomamos asiento en el suelo alfombrado y entre cojines, e instalaron unas mesitas bajas en donde colocaron varios cuencos de humus y cestas de esos panes deliciosos que preparan los hornos de aquí y que las más de las veces hacen la función de los cubiertos. Al poco rato desfiló la selección de manjares que no dejó a nadie inapetente: abrieron el banquete las bandejas de bissara (puré de habas), pastilla de pichón y un delicioso zaaluk de berenjenas, para dar paso al plato estrella: el mejor tajín de cuscús que he probado en mi vida, con cordero, dátiles, verduras, almendras y garbanzos, condimentado con jengibre, laurel, mantequilla rancia, pimentón y comino. Tres camareros, dignamente trajeados con chaquetillas y fes, fueron trayendo las fuentes y recipientes, además de zumo de naranjas, leche de almendras y té con mucha hierbabuena. Al final llegaron los postres en un delirio colectivo al que se sumó el propio dueño del hostal, que apareció con una enorme bandeja surtida de dulces variados. Estábamos todos extasiados. Y si algo faltaba, ya se ocuparon Raúl, Carmen y Ávaro de traer e ir pasando —con cierta discreción—, las botellas del güisqui para la ocasión.

Además, según esas ricuras eran servidas, la música parecía incrementar de ritmo y volumen, impulsando más y más hacia el frenesí en forma de baile. Al final de la cena el festejo estaba ya en el apogeo. En la intimidad y con aquel grupo musical fastuoso que no paraba de tocar, se iba llenando de fantasía el ambiente.

En un momento dado me asomé a la calle, a tomar un soplo de aire. Con el acontecimiento que rompía la monotonía de Agz, al menos para los avispados que decidieron acercarse a curiosear, se fue congregando un pequeño grupo de lugareños atraídos por el evento de la noche. Aquella gente se acercó para darme cortésmente la mano y no tuve otra idea que flanquearles la entrada e invitarles a pasar al baile, cosa que algunos de ellos aceptaron de buen grado. Al interior, en aquel salón que destilaba alegría, fueron tomando la alternativa Miriam, Asía, Bea y, al poco, Almudena y Álvaro. Todos en el centro de la estancia para dar algunos meneos.

A medianoche el salón del hostal hervía de euforia. Corría el güisqui bajo las mesas y sonaba la música con intensidad. Esa mandolina y ese laúd, el banjo, la flauta), la viola… a ello se unían las voces a coro de los lugareños presentes. Todos felices y confraternizados. Entre nosotros cada cuál bailaba como la inspiración le movía, algunos agarrados a su pareja, otros individualmente para abrazarse con el que se le cruzaba. Poco a poco los paisanos iban decidiendo a sumarse libres al movimiento y entre ellos destacaba sobremanera Solimán, al principio tímidamente pero que no tardó en animarse sin rubor. Mientras, los parroquianos (cuatro o cinco) se movían con monotonía, prácticamente hieráticos, pero nuestro mozo no paraba. Bailó con todos y todas, pero a medida que se fue desinhibiendo tomó preferencia por los hombres, y con alguno en particular. En un momento dado, Raúl dejo los arrumacos a su novia y se lanzó a la pista decido a “torear” con el muchacho marroquí, cada vez más lanzado. Esa salida a la plaza contó con el acompañamiento de todos nosotros, formando un corillo alrededor de la pareja de danzantes, cada vez más indiscretos.

El chaval, cuya inspiración iba creciendo y creciendo, era bastante bajo de estatura, de complexión achaparrada pero fuerte. Pelo al uno, mirada torva, ojos saltones algo bizqueantes. Lucía un traje brillante y ajustado que mostraba marcadamente sus pectorales y su trasero respingón y, en particular, llamaba la atención el prominente paquete que más bien parecía un relleno de quién sabe qué. Se contorneaba con agilidad, moviendo las caderas con unos rítmicos vaivenes —adelante-atrás, atrás-alante—, cada vez más insinuantes. Raúl le seguía el juego, con cara de estar pasando un momento glorioso. Y así fue transcurriendo la fiesta, todos animados, algunos desbocados. A cada poco había un alto en los movimientos para coger nuevas fuerzas y, al tiempo, para recargar los vasos de güisqui. El amigo Solimán también, por supuesto. Bebía a tragos y no acababa un vaso que Raúl se ocupaba de rellenárselo hasta desbordarlo. Así dos o tres veces. Pensé que aquella sobredosis en tan poco tiempo acabaría mal. Pero no tanto. Recuerdo ver al morito contornearse desfogadamente entorno a un Raúl ya con cara de preocupación. La vaina estaba caliente. Y la siguiente imagen que tengo de ello es la del joven magrebí derrotado sobre uno de los sofás, despatarrado y profundamente dormido. Así había terminado la “batalla de los danzarines”, con mi amigo exultante y abrazado a su novia como si fuera el triunfador de un combate de luchadores.

Aquí termina el relato de una bonita noche festiva donde cundió la alegría. Una buena manera de pasar el fin de año felices, en fraternidad y con nuestro nuevo amigo, el efebo Solimán, que acabó completamente fuera de combate. Amaneció un nuevo día y nuestro viaje continuó por Marruecos y sus paisajes de ensueño y palmeras.

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10 de abril de 2022. Este texto quiere recordar a nuestros entrañables Almudena (cuyo segundo aniversario de ausencia se cumple en un mes) y Álvaro (se acaban de cumplir los veintiún años), y para darle una palmada de ánimo a Raulito y Hernán, ahora en horas tristes.