Arica,
Chile. 1993
Me
había perdido otra vez, pero calculando mi posición sobre el mapa debía estar
ya cerca de la frontera de Bolivia con Chile. Iba a buen ritmo. Rodaba bien,
pero tenía el tiempo medido para alcanzar el poblado indígena de Parinacota.
Allí podría descansar de una dura jornada más. Daba igual volver a dormir en el
suelo, cenar cualquier resto que ofrecieran aquellos inescrutables aymarás.
Pero ansiaba ya quitarme botas y casco, y disponerme al sueño de la noche
andina.
Paré
a contemplar el paisaje, solo un instante. La inmensidad de la altiplanicie: el
filo montañoso, del cual emergían varios volcanes cónicos. El nevado Sajama,
sobresaliendo con sus imponentes 6.542 msnm, es la orientación principal. Ante
toda esta grandeza, recordaba ahora nítidamente las enseñanzas que había impartido
un anciano aymará, en una aldea boliviana dejada atrás: “Warawara es el dios
de las estrellas y el guía de los caminantes. Y Wairathata,
el Padre Viento, más poderoso incluso que Inti, el dios sol—.
Y
notaba que, cada vez más, las deidades andinas habían decidido acudir a la cita
con este intruso motorizado. Lanzado como insignificante nube de polvo por los
senderos del altiplano, sentí la impresión de estar profanando un espacio
sagrado: el territorio reservado a unos dioses que ahora, cruzando la frontera
del alajpacha (el cielo) y el akapacha (el mundo terrenal), parecían estar
observando mi avance sigilosamente. Recordé entonces que había sido tan guevón
de hacer caso omiso al rito obligado que deben observar todos los viajeros que
se adentran en estas pampas. En los márgenes de los senderos, los caminantes
van acumulando montículos o templetes de piedras —llamados apachetas—,
en singular ofrenda personal al más cercano achachila. En mi caso,
después de kilómetros de senderos altiplánicos, desde luego, había sido un
descuido no añadir siquiera un guijarro en cualquiera de uno de aquellos túmulos
que aparecían a la orilla de la ruta. Una irreverencia, tal vez.
Atardecía.
Ahora ya debía acelerar un poco. Poner más ritmo si no quería afrontar el
anochecer en ruta. A alta velocidad, arriesgando como no debe hacerse nunca (y
más viajando en solitario), aparecieron súbitamente unas rocas puntiagudas
desdibujando el sendero. Conseguí sortearlas, a punto de saltar en el aire. Temí
por un segundo caer violentamente contra la tierra. No hubiera sido ni la
primera ni la última, pero por fortuna, el dominio en el manejo, adquirido a lo
largo de tantos kilómetros de viaje, evitó la caída y todo quedó en un buen
susto. No obstante, algo se había trastocado en la máquina. Metros más adelante
tuve que detenerme en seco y bajé de la moto. Bastó una ojeada para darme
cuenta de que se complicaba el paseo celestial: amortiguador trasero
desencajado y eje partido. Una desgraciada avería sin solución en estos
terrenos accidentados y, sobre todo, tan apartados de cualquier punto habitado.
La circunstancia suponía un serio inconveniente, porque no lograría darle
arreglo con las herramientas que portaba encima. Aunque la moto conseguía
seguir rodando penosamente, precisaba un taller con soldadura y algunas piezas
para proceder a su desmonte y reparación.
El
ritmo de la marcha, a partir de ese momento, se ralentizaría peligrosamente. En
Perú había cometido la estupidez de despojarme del saco de dormir, por roto y
maloliente tras años de uso. Y afrontar las noches aquellas sin protección,
resultaba temerario. Nunca hay que confiarse demasiado con los cálculos. Toca
estar siempre preparado para pernoctar donde te sobrevenga y en las condiciones
que sean. Y ahora, pendejo de mí, no lo estaba en absoluto. Conocía que toda la
región norte de Chile está provista de una sucesión de pequeños refugios, que
mantenía la Corporación Nacional Forestal (CONAF). Pero ese era otro grave
exceso de confianza: hasta alcanzar una de esas guaridas, podían pasar horas
para un motero cojeante como yo. Las soluciones estaban lejos todavía, y yo
ahora no podía superar los 20 o 30 km/h de velocidad. La noche se echaba encima
y el frío no es bueno para las tortugas viajeras. Mi ritmo era desesperante. “Ese amortiguador puede partirse en cualquier
momento y aquí me quedo —pensé angustiado—, tengo que buscar en el mapa la población más próxima para resolver este
marronazo…”.
Eso
significaba abandonar todo el plan de ruta y cambiar el rumbo hacia la
localidad más cercana que, en realidad, se encontraba a muchos kilómetros de
allí: la remota urbe de Arica, ya en el litoral chileno, descendiendo la
cordillera. Todavía a cinco o siete horas de ruta incierta, o quién sabe si
más. No había otra alternativa que intentarlo. Suspendía pues, el tan calculado
itinerario de los chipayas, del Salar de Uyuni, de las lagunas coloreadas, para
improvisar uno nuevo por pistas insospechadas. Y con el riesgo de que la
amortiguación reventara definitivamente en cualquier bache y la moto quedara
varada allí mismo.
El
viento —el Padre Wairathata—, se hace presente por todas partes. Comienza
a soplar y a silbar con más fuerza, levantando remolinos de arena. El
resplandor de las laderas del volcán Parinacota (6.330 metros) se va
haciendo más intenso. Atardece deprisa. Por estos caminos a 4.500 metros de altura,
es obligado encontrar algún resguardo para evitar pasar la noche helada a la
intemperie. Vuelvo a detenerme un instante para arroparme, esta vez con todas
las camisetas, calcetines y más prendas disponibles en el equipaje. Unas sobre
otras, mientras voy exhalando vahídos que empañan las gafas. Estoy acojonao.
“Debo tranquilizarme y seguir conduciendo
con suma precaución —digo para mí reanudando la marcha—, a buen seguro que ahí abajo, en Chile,
tienen algo parecido al ron”. Me
infundí ánimos para aguantar el frío y continuar rodando por estos
caminos, que ahora comenzaban a elevarse por las primeras estribaciones de la
cordillera occidental. Cada cierto tiempo detengo nuevamente la marcha, para
estudiar los mapas y la brújula, una vez más. Entonces aprovecho para desempañar
las gafas y calentar las manos y los guantes acercándolos al motor. Debo
confesar que la inminencia de la noche, perdido como estoy en la inmensidad de
los Andes, me tiene hondamente preocupado, porque sabía bien que nunca
sobreviviría a una noche a la intemperie. La perspectiva de terminar congelado
en las montañas se cernía sobre mí, como una posibilidad cada vez más próxima.
La
noche era gélida. Envuelto en la oscuridad, como un solitario haz de luz
rodando entre unas tinieblas que parecían llevarme kilómetro a kilómetro hacia
el infierno, ¿estaba sufriendo acaso el castigo de los dioses andinos?, ¿habría
realmente ofendido a las deidades montañosas con mi avance motorizado? El aire
era hielo y los labios se cuarteaban, mientras continuaba adelante con el alma
en vilo y la desesperación ante un sendero interminable. No le quitaba ojo a la
brújula.
Finalmente,
por suerte, a medianoche y cuando el frío se hacía más insoportable y los dedos
apenas obedecían a los mandos, alcanzó a verse a lo lejos una luz diminuta.
Este signo de esperanza levantó mi moral y cuando, minutos más tarde, volvió a
aparecer, no pude contener un trino de felicidad. A gritos, entre el rugido del
motor, festejaba la salvación. Aquellas luces guiaban hasta el pequeño cuartel
fronterizo de los carabineros chilenos. ¡Los “pacos” me habían salvado la vida!
Algo
más tarde me descongelaba a base de mates de coca y tragos de pisco, junto a la
chimenea del cuartel del Parque Nacional Lauca, a 4.400 m de altura y ya en
territorio de Chile. Había conseguido librarme de una noche heladora que, de
otra manera, hubiera resultado mortal.
—¡Estáis
loco, español! — El carabinero alumbró el pasaporte y luego mi rostro, para
ver si coincidía con la foto. Tuve que quitarme el casco integral y en ese
momento tomé conciencia del frío que hacía. ¡Loco de remate, pó¡—
repitió alcanzándome la bombilla del mate con una sonrisa— Menúo susto nos
habéis dao, conchatumadre—.
Había
porotos de lata para la cena. Plato único pero abundante. Me hicieron un hueco
a su mesa. La conversación giró en torno a la “locura” de haberme extraviado
por aquellos territorios tan desolados. Contaban historias de contrabandistas a
los que sorprendió la noche. Entre trago y trago de pijco, anécdotas
truculentas de aquellos hombres acostumbrados a perseguir los escasos
movimientos en la región de frontera. Al fin y al cabo, mi aparición había
constituido una novedad en sus horas interminables de rutina. No es normal que
un gringo motorizado surja así, de repente, irrumpiendo en la noche.
Al
día siguiente nos despedimos incluso con algunos abrazos. Había surgido buena
sintonía con aquel simpático grupo de carabineros. Aunque no conseguí que ninguno
revelara la razón personal de su destino en aquellas solitarias y gélidas
montañas. ¿Se debía a un castigo o, por el contrario, sumaba puntos en su
carrera policial? Pese a la conversación hasta la madrugada, no me quisieron
contar.
Con
el nuevo día, ya repuesto y reconfortado, inicié el descenso de la gran
cordillera, desde las alturas del altiplano, a las costas cálidas del Pacífico.
Atravesaba ahora el paisaje lunar del desierto costero chileno, donde a buen
seguro aguardaban ya los dioses de las pampas y los salares. Tal vez serían más
condescendientes conmigo, y con los futuros viajes que estaban por venir. Por
ello mismo, no debía desconsiderar amontonar algunas piedras a la orilla del
camino. Siquiera de vez en cuando.
Los
carabineros me habían animado para el descenso a la población de Arica, todavía
distante. Solo ahí lograría enmendar mis fallas mecánicas. Sin tregua y con
mucha cautela, descender lentamente. Allí abajo aguardaba un agradable vergel
en medio de la aridez de la Pampa Colorada. En el horizonte, ya el azul del
océano Pacífico. Grandes acantilados y magníficas playas soleadas. Nunca
llovía, el clima era excepcional. Aquí la moto va a poder recibir, por fin, la
oportuna atención de un taller. “Buscá a un tal Raúl Lombardi” —escribió
uno de los pacos en la libreta, al consultarle— “Es un agricultor
intrépido que produce en el desierto los mejores tomates. Dueño de una
factoría, con certeza tiene el taller más completo de la ciudad”. En
efecto, horas después pude comprobar también que Lombardi producía las más
gordas aceitunas que había visto nunca. Ya estaba en Arica. Raúl y yo enseguida
trabamos buena conversación, tras la cual se ofreció a alojarme en su hogar,
con su familia, mientras sus técnicos acababan de soldar y engrasar mi máquina.
Fue el principio de una amistad que ha durado hasta hoy. A lo largo de estas
correrías mundanas, nunca olvidas a la gente noble que te presta apoyo
desinteresadamente. Además, debe ser verdad que los dioses estaban con el
viajero, porque en aquella plácida ciudad costera conocí también a Claudia, la
mujer más hermosa de Chile. Me enamoré perdidamente a lo largo de esa primera
estancia en Arica, seguramente gracias a Warawara, dios de las estrellas
y guía de los caminantes. La deidad o ella, nunca lo sabré, fueron responsables
de que recorriéramos la región juntos, y después volviera varias veces a Chile,
hasta quedarme a vivir allí una buena temporada. Me atrapó Claudia, Arica y
Chile entero. “Por la razón o la fuerza”, como dice el escudo del país.
Con
Raúl, su esposa Cecilia, y “la” Claudia, iremos todas las mañanas a desayunar
al mercado del puerto. Muchas de las deliciosas variedades de mariscos (piures,
cholgas, locos, choritos) son nuevas para mí, pero me aficiono enseguida a ir
probando de todas las bandejas. Aquí están los ingredientes para la plena
recuperación física que necesitaba a estas alturas de viaje. Y el revulsivo fue
la “copa Martínez”, preparada con el caldo de todas esas ricuras marinas, más
un huevo y abundantes chorros de limón. ¡90 octanos diarios para mi sangre!
Llegó
finalmente el día de partir. Me costó. Al subirme nuevamente a la máquina, sentía
que extirpaban algo de mi corazón. La dura vida del viajero en su eterno ir y
venir… Pero tenía que marchar, a riesgo de perder el barco en Buenos Aires. Un
largo camino solitario esperaba todavía: debía atravesar el norte de Chile y
buena parte de Argentina. La motocicleta estaba reparada y dispuesta para
reemprender vuelo. Quedaban aguardando muchas apachetas por amontonar en las cunetas,
pero mi estancia en Arica tocaba a su fin. Aquella soleada ciudad, a orillas
del Pacífico, me había cautivado. Tanto, que volví en nuevas ocasiones, pasado
el tiempo. Siempre con la Claudia y los Lombardi. Y mi reconstituyente fiel, la
“copa Martínez”. Pero esa ya es otra historia.