jueves, 12 de mayo de 1988

El archipiélago de los indios kuna



Kuna Yala, Panamá


“Sigan, nomás— Por fin el policía de fronteras panameño sellaba nuestros papeles —que sea un viaje plagado de venturas”—.

Menos mal que ha acabado creándose un cierto ambiente de “solidaridad” entre los aduaneros. Al fin y al cabo, la expectativa creada a lo largo de tantas horas de espera y la perspectiva del fantástico viaje que tenemos por delante, ha despertado la simpatía de las autoridades del puerto de Colón. Tras días de burocracias y discusiones, nos van a dar finalmente el visto bueno a la documentación, ya sin más demoras. La barrera de control se levanta para nosotros. Llenamos los tanques de gasolina, ajustamos el cierre de los cascos, ceñimos los guantes y respiramos hondo. Un vistazo más al mapa y, de inmediato, nos lanzamos a las carreteras de Panamá. Siempre a velocidad prudente, probando que el equipaje está adecuadamente instalado a la grupa, y que las motos ruedan sin mayores contratiempos. Topo Pañeda, mi compañero de aventura, no cabe más en su gozo. Tras toda la energía acumulada durante meses de preparativos, nos disponemos a realizar una expedición más a lomos de nuestras pequeñas máquinas[1].

Nada más ponernos en ruta, desde un primero momento, el viaje afronta complicaciones en cuanto al itinerario a seguir, porque viajar de Centroamérica a Suramérica es mucho más complejo de lo que pudiera parecer sobre los planos. La principal dificultad se centra en cómo resolver la travesía del llamado “tapón” del Darién, un obstáculo natural que hace casi imposible cruzar por tierra de Panamá hasta Colombia: si miramos el mapa, observaremos que la carretera Panamericana —que desde Alaska recorre toda América hasta Tierra de Fuego—, está interrumpida al llegar a esta región del selvático oriente panameño. Precisamente aquí, entre un país y otro, una cadena montañosa y selvática —a la que sucede una extensión de ciénagas y tierras pantanosas— es, hasta hoy, prácticamente infranqueable con un vehículo. Incluso con nuestras ligeras máquinas. La carretera de asfalto llega hasta la localidad de Yavizá, convertida en un lodazal. Después, la ruta se pierde entre las colinas de los primeros poblados de indios emberá. Más allá, por delante, sólo quedan las junglas y cenagales infranqueables del Darién, reducto de guerrillas, paracos, narcotraficantes y malandros de toda calaña, entre los que nadie osa internarse.

Todo ello hace recomendable buscar otras alternativas para cruzar hasta Colombia. Una de ellas podía ser embarcarnos en un mercante directamente desde el puerto de Colón, a través del Caribe, hacia algún puerto colombiano. Pero es un fastidio tener que complicarnos la vida otra vez con las cuestiones aduaneras y portuarias. Por tanto, nos decidimos por otra ruta marítima más lenta, pero mucho más atrayente. La que, sin alejarse demasiado de la costa atlántica, recorre el archipiélago de San Blas, un paraíso de centenares de pequeñas islas habitadas por los indios kuna. 365 atolones, cubiertos de cocoteros, que brotan sobre las aguas azul turquesa del Caribe: Kuna Yala, el país de los kuna, pueblo autónomo apegado a sus tradiciones, y en cuyas embarcaciones a vela avanzaremos de isla en isla, hasta alcanzar la costa colombiana en cinco días.

Esa es la ruta elegida. Nos ponemos en camino. Queda atrás el puerto de Colón, junto a la entrada al Canal de Panamá. Del animado bullicio de sus últimos barrios de viviendas de madera, pasamos en apenas unos kilómetros a las colinas de la cadena del litoral, profusamente cuajadas de vegetación selvática. Como en toda la costa norte centroamericana, predomina la población de origen afro. De aquí, pasando por las ruinas coloniales de Portobello, hay que perderse por la vía a El Porvenir. Una trocha en muy mal estado que surcan escasos vehículos. Por ahí descendemos otra vez a la orilla. Desde las primeras islas, la ruta va a tener que realizarse transportando vertiginosamente las motos y equipos en canoas y, una vez en el interior del archipiélago, utilizando las embarcaciones de los kunas. Los indígenas emplean, para su comercio, pequeños botes con los que se desplazan intercambiando productos básicos. Va a resultar emocionante el zumbido de la caracola, que van haciendo sonar cada vez que zarpan hacia una próxima isla. Han acogido con plena disposición la propuesta de llevarnos a lo largo del archipiélago, con toda nuestra implementa, a condición únicamente de que colaboremos en algunas de las tareas de carga y descarga de los fardos de cocos que transportan. Nuestro periplo, lejos de comenzar con sencillez por cómodas carreteras asfaltadas, se sume ya por rutas enmarañadas. En esta primera ocasión, nada más y nada menos que saltando de isla en isla, a lo largo del apacible archipiélago costero de San Blas.

Es el paraíso de los cocoteros. Cada día, llegado el turno a bordo, nos reparten invariablemente un plato de arroz con coco. Y para beber, abrimos a machetazos algunos de los cocos que hay amontonados por todas partes. Lo más complicado resulta la siempre arriesgada operación de levantar las motos y colocarlas en el interior de cada nueva embarcación —en ocasiones ligerísimas canoas—, junto a todo el equipaje. Alzar las motos con cuidado y depositarlas en la siguiente embarcación, una y otra vez, de una isla a otra. Pero el esfuerzo vale la pena, porque el trayecto constituye para nosotros un itinerario de descubrimiento de este pueblo nativo, tan fiel a sus ritos: el fascinante mundo de los kuna, cuyas mujeres se visten con tejidos coloridos llamados “molas” y faldas anudadas a la cintura. Se adornan las orejas con aretes de oro y una argolla en la nariz. Utilizan pulseras y tobilleras de chaquiras y collares. También una pañoleta de color rojo y amarillo les cubre la cabeza, cada vez que salen de sus cabañas de caña.

La isla de Sasardi, la de Nabagandi, la de Mamitupo… cinco días y cuatro noches de navegación hasta Mulatupo, el último asentamiento kuna, a lo largo del archipiélago. Nos rodea el deslumbrante esplendor del Caribe, aguas cristalinas e intensamente azules en el horizonte, entre las que sobresalen los pequeños atolones de penachos de cocoteros. Cada noche en una isla distinta, pidiendo respetuosamente al shaila, el jefe del poblado, permiso para colgar las hamacas en alguna cabaña que nos sea asignada, y asistiendo a los solemnes rituales de cánticos que celebran al anochecer en la casa comunitaria. 

“Nada hay más importante para nosotros que el cuidado de nuestra cultura ancestral”—, me dijo una noche el shaila de la isla de Mamitupo, poco después de autorizar nuestro desembarco. —“Por encima del dinero rápido que pueda proporcionarnos el desarrollo que tratan de imponernos desde la capital, queremos ante todo seguir manteniendo la principal riqueza que tenemos: nuestras tradiciones y nuestra cultura.”—. Frases que resumen la sabiduría de un pueblo cuyo espíritu conservacionista, celosamente guardado por los jefes kuna, ha convertido al archipiélago de San Blas en uno de los lugares más extraordinarios del universo latinoamericano.

Desde aquí, para pisar tierra colombiana, solo nos queda cruzar las aguas agitadas del cabo Tiburón. Pero la siguiente canoa en la que hay que embarcarse, es esta vez mucho más ligera, y se mecerá peligrosamente durante toda la arriesgada maniobra. Todos a una: uno, dos, tres, y alzar entre varias personas cada moto y depositarla con precaución al interior de la piragua. Maniobras estas que nos permiten, siempre, buscar soluciones para sortear cualquier obstáculo que se presente en el viaje. Aunque en más de una ocasión —como ahora—, tengamos que hacerlo en vilo y conteniendo la respiración. Va a ser esta última travesía, la del sector de cabo Tiburón, la más difícil, porque en mar abierto el oleaje es mayor, y las olas nos balancean amenazadoramente. Pero no queda otro remedio que “tirar para adelante”, aunque sea agarrándonos temerosos en el interior de la frágil canoa, asustados por el riesgo de perder todo nuestro equipaje en caso de zozobrar. Y no tanto por el peligro de los escualos que andan al acecho en las aguas tenebrosas de cabo Tiburón


[1] Hondas 200 XL

 

sábado, 26 de marzo de 1988

1.000 km de playa en buggy

Playa de Jericacoara


Recorrimos la costa nordeste de Brasil en su totalidad, una sucesión casi ininterrumpida de hermosas y extensas playas. Conduciendo a la velocidad de un buggy rojo con motor de Volkswagen-escarabajo, avanzamos sin alejarnos de la orilla. Solo la abandonábmos cuando las formaciones rocosas nos impedían continuar o irrupían ciudades como Fortaleza, Natal o Recife. 

El mar de Ceará... ¿cómo olvidar las dunas de la playa de Jericacoara, la más bellas del mundo, o las orillas salvajes de Río Grande do Norte, salpicadas de cocoteros? Esta ruta a lo largo del litoral nordestino es otra aventura formidable. Recuerdo las remotas aldeas de pescadores que despertaban de su letargo con la llegada de los viajeros. La sensación intensa de libertad al rodar por una costa sin fin en la que se suceden playas desiertas de decenas de kilómetros. Y el placer de orientar el rumbo con ese mar inmenso, sin límites y siempre tranquilo. Playas de arena blanca y fina, junto a cuya costa crecen los bosques de mata atlántica.

martes, 21 de julio de 1987

Un obispo en la selva

Foto: Monseñor Alejandro Labaka con la comunidad huaorami

 

Provincia de Orellana, Ecuador

 

Los indios huaorani mataron a monseñor Alejandro Labaka clavándole 17 lanzas de dos metros cada una. A la monja que lo acompañaba, la colombiana sor Inés Arango, también acabaron lanceándola hasta morir.

Un año antes, habíamos compartido unas intensas jornadas en compañía de los misioneros capuchinos, que tienen en las selvas del río Napo su ámbito de operaciones. Habían establecidos una serie de pequeños campamentos a lo largo del curso medio del caudaloso río, en lo que actualmente es el Parque Nacional Yasuní. Tuvimos la oportunidad de recorrer su caudal en las pequeñas pangas en las que se movilizaban. El río nace con fuerza en las montañas andinas y es uno de los grandes afluentes del Amazonas. Permanecimos cuatro días con los capuchinos, conociendo de cerca su labor con la población. Se habían establecido en la región que albergaba la morada selvática de los huaorani, tribu indómita, parte de cuyos grupos permanecían ocultos en la floresta. Alejados, aislados de la “civilización”. Alejandro Labaka nos fue contando, noche tras noche, cómo aquellos silvícolas querían vivir rehuyendo el contacto. Su equipo, de apenas tres misioneros, dedicaba todo el tiempo que podía a recorrer los afluentes del gran río, estableciendo lazos con las familias ribereñas y paliando en los posible su aguda realidad marginal.

—La gente de la región quiere vivir en paz— nos contaban los capuchinos—. Trabajan a diario en sus chacras o pescando en el río sábalos, tucunarés y surubims—.

Toda esta existencia tranquila se quebró con el descubrimiento del petróleo en el subsuelo. De inmediato, llegaron las grandes empresas explotadoras. Texaco se hizo con la concesión de esta zona, donde había detectado una enorme bolsa de oro negro, intacta y dispuesta a ser absorbida con avidez durante años. La llegada de los ingenieros trajo los primeros problemas: utilizaban un método de sondeo basado en descargas de dinamita, que retumbaban en kilómetros a la redonda, espantando toda posibilidad de caza para los huaorani. Eso provocó la rebelión de los indígenas, quienes trasmitieron la voluntad de que nadie usurpara su tierra y la sometiera a aquellas pruebas brutales.

Los capuchinos, que hacía tiempo que venían acercándose a los huaorani, poco a poco, con paciencia y comprensión, encontraron en aquel delicado escenario una motivación para mediar y defender los derechos de los indios ante el atropello de las petroleras. Probablemente nadie podía hacerse cargo mejor de ese compromiso. Desde el respeto. Sus aproximaciones a algunos grupos huaorani existían desde hacía tiempo y cada vez estrechaban más los contactos. No obstante, existía una comunidad en la profundidad de la selva, que permanecía al margen. Sin contacto alguno, ajenos en su mundo remoto.

Pero las multinacionales presionaban cada vez más, al ritmo que otros sondeos iban descubriendo nuevos yacimientos. Se empezaron a levantar altas torres de perforación y a construir un oleoducto. Al mismo tiempo, comenzaron a surgir incidentes. De tanto en tanto, el grupo lejano de indígenas hacía esporádicas apariciones y atacaba con sus flechas a los operarios.

—Esos indios… —decían los petroleros— Apenas es un grupo muy pequeño, ya tienen demasiada selva para ellos solos. No pueden oponerse al progreso de toda la nación. Que se marchen río abajo y nos dejen operar tranquilos.

Monseñor Labaka, había sido nombrado obispo de Aguarico, la provincia más oriental y despoblada de Ecuador. Esa decisión de la Alta jerarquía no había sido de su agrado. Alejandro prefería su callada labor pastoral con los pies en la tierra. En contacto directo deberían permanecer por unas largas horas pasillos de la Vicaría apostólica. Nadie como él conocía mejor a aquellos pueblos, después de 10 años de trabajos de acercamiento.

Justo en aquel entonces empezaron a producirse nuevas aproximaciones con el grupo menos accesible. Finalmente, el 21 de julio de 1987, monseñor Alejandro y la hermana Inés, fueron llevados en helicóptero a una apartada región de la jungla. Partían con el firme propósito de alcanzar el núcleo aislado huaorani y tratar de establecer una mediación que debía significar, a la larga, evitar su exterminio. Así pues, sobrevolaron el sector selvático que tenían identificado y fueron descendidos en un claro de la maraña vegetal. Allí, en ese mismo hueco de la selva, deberían ser recogidos un día después. El helicóptero levantó el vuelo sin ellos dos, ni siquiera llegó a posarse plenamente. Los misioneros aguardaron con emoción la aparición del grupo oculto, pero transcurrieron escasos minutos. Poco a poco fueron apareciendo mujeres y niños, que lo primero que hicieron fue despojarles de sus ropas por completo. Dejaron a obispo y monja desnudos de pies a cabeza, tal y como estaban los propios indígenas. Inicialmente fueron tratados con corrección, pero al rato no tardaron en hacer presencia los adultos cazadores. Fuertemente armados con sus lanzas, establecieron una discusión entre sí. Al rato, y sin más contemplaciones, decidieron matarlos. La hermana Inés contempló la cruel muerte de monseñor, que recibió 17 lanzas causantes de hasta 80 heridas. A ella le produjeron otras 70 heridas en su frágil cuerpo. Desangrados, quedaron allí tendidos tras el ritual de muerte. Al día siguiente, cuando el helicóptero acudió a buscarlos, desde la aeronave descubrieron los cadáveres lanceados de los religiosos.

Nunca sabremos las verdaderas razones que llevaron a la trágica muerte del obispo vasco, en manos de aquellos indígenas a los que había entregado su vida. Nadie ha sido capaz de explicar lo acontecido en esas horas. Premonitoriamente, años antes, Alejandro Labaka había escrito en uno de sus libros: “hoy, los que trabajen por las minorías deben tener vocación de mártires (Crónica huaorani, pág. 198)”.

lunes, 1 de junio de 1987

Selvas y lagos de Guatemala

Templo del Jaguar, en la selva de Petén
 
Álvaro filmando en el lago Izabal

jueves, 14 de mayo de 1987

Con Gustavo en México


Texto pendiente

miércoles, 22 de abril de 1987

Publicado en la revista MOTOCICLISMO

sábado, 3 de enero de 1987

Luces y sombras en África Ecuatorial

Bata, Guinea Ecuatorial. 3 de enero de 1987

¡La aeronave se estrelló nada más despegar del aeropuerto de Bata! Era un aviocar CASA-212 del ejército español, en el que había volado tres veces en las últimas semanas. Se precipitó al realizar la maniobra de ascenso, sin conseguir remontar vuelo. Estalló contra las rocas de la playa de Asonga, y sus veintidós ocupantes murieron de inmediato, no hubo supervivientes. Acababa de volar en el mismo avión cinco días antes, me había salvado por los pelos.

El piloto había tratado de hacer una maniobra desesperada que eludiera el impacto contra tierra, pero fue en vano. Apenas aguantó unos segundos en el aire, antes de venirse violentamente abajo. Quedó destrozado en mil pedazos sobre las rocas de la orilla, no hubo ni vidas ni bienes que recuperar. Fue una desgracia terrible de la que nunca se supo bien qué había ocurrido.

Alfonso Fernández de Córdoba, Teniente Coronel del Ejército del Aire, que ejerció de piloto en Guinea Ecuatorial, declaraba en ABC el 11 de enero de 1987:

“El despegue de Bata siempre fue nuestra mayor preocupación. El avión cargado a tope, la pista justa, el calor agobiante (38º y 100 por 100 de humedad), la selva tropical delante, con sus ceibas gigantes… y el mar. Cada despegue, cuando el avión se iba al aire y nos encontrábamos a 1.000 pies de seguridad (unos 300 metros de altura), podíamos relajamos y respirar hondo.”

España tenía destinadas en Guinea Ecuatorial dos de estas aeronaves tan versátiles. Venían cumpliendo una función de apoyo fundamental para unir las dos regiones del país: la insular y la continental. Comunicaban cotidianamente la capital, Malabo, en la isla de Bioko, con la ciudad de Bata, en el continente. En Malabo enlazaba con el vuelo de Iberia a Madrid. Ocasionalmente también hacía de puente con la remota Annobón, pequeña isla ecuatoguineana de unos 2.000 habitantes aislados en el Atlántico. Transportaba mayormente población civil: autoridades locales, religiosos, cooperantes. En ese trágico vuelo perdió la vida toda la familia del ministro de Economía. Y también murió el misionero de Ebebiyín que nos había acogido un mes antes, en nuestra primera noche en el país. Proveníamos de Camerún y tuvo tal gesto de hospitalidad al poco de conocernos. Fue un duro impacto enterarnos del suceso, recién regresados a Madrid.

Un mes antes, nos encontrábamos cumpliendo la etapa final del largo viaje que nos había llevado a atravesar el Sáhara, recorrer las estepas y sabanas del Sahel, hasta alcanzar la selva ecuatorial. 10.000 km en motocicletas de 200 CC. Cuatro meses por Marruecos, Argelia, Níger, Nigeria, Camerún y, finalmente, Guinea Ecuatorial. Entramos en la antigua colonia hispana (independizada en 1968) cruzando en la barcaza del río Kié. Cumplíamos el objetivo de llegar a Guinea tras surcar toda África Occidental. En el puesto fronterizo, bajo el fuerte calor del trópico, resultaba muy llamativo ver a los policías guineanos vestidos con una familiar indumentaria marrón. Había sido cedida por el ministerio de Interior, al cambiar los uniformes de la policía española al color azul. La chapa con el escudo nacional todavía prendía en la boina. Y todavía era más sorprendente oírlos, con naturalidad, expresarse en castellano. Eran agentes muy bromistas, pero no dejaron de hacer un intensivo registro en los equipajes. Ya en Ebebiyín, en el extremo nororiental de la región continental, subsistían precariamente algunas construcciones coloniales, cerradas y con signos avanzados de ruina. Saludamos a algunas monjas y los misioneros nos invitaron a cenar rabo de cebú.

Estábamos a tan solo algunas jornadas de nuestro destino final, Bata. Pero acudimos a conocer a los cooperantes y religiosos que trabajaban en el Hospital General. Álvaro y yo arrastrábamos unas fiebres palúdicas desde el norte de Camerún, unas dos semanas atrás. Miguel Ángel y Marta, los médicos españoles de MSF[1], nos hicieron un completo chequeo. Ninguno de los dos nos encontrábamos en nuestra mejor forma, pero había que hacer un esfuerzo y llegar a Bata. A media tarde, antes de reemprender la ruta, Miguel Ángel se nos acercó a despedir e hizo entrega de unas llaves:

Cuando lleguéis a la ciudad, dirigiros a la playa de Asonga, en las afueras— nos dijo sonriente— Quedaros a descansar en mi casa unas semanas. Es lo que necesitáis ahora para recuperaros bien.  

El cariñoso ofrecimiento que nos hacía resultaría providencial para recobrar la salud. Así que manejamos nuestras motos hacia Bata por caminos embarrados, haciendo únicamente tres escalas: Esong, donde el presidente del Consejo local nos homenajeó con vino peleón, tope y malanga, y Micomeseng, donde unos curas habían levantado una importante leprosería. Al día siguiente, ya enfilados al océano, hicimos la última escala en un lugar cuyo nombre no dejaba indiferente: “Sevilla de Niefang”, aunque era solo un poblado de chozas. Otros topónimos peculiares en el país eran “Valladolid de los Bimbiles, o “Mongomo de Guadalupe. El pasado colonial no estaba tan lejos.

En el poblado de Sevilla de Niefang nos alojó una familia en su humilde morada. A la vista estaba que carecían prácticamente de todo, sin embargo, esa noche se las arreglaron para ofrecernos una cena de lujo. Mataron un gallo viejo e hirvieron plátanos machos con yuca. Fue el mejor agasajo del que fueron capaces, y eso resultó conmovedor. La familia reunida entorno nuestro, observándonos con detalle bajo la tenue luz de un candil. Escuchando decenas de historias y testimonios de unos y de otros ¿La hospitalidad de los ecuatoguineanos hacia sus antiguos colonos? Mejor diría que la sencilla nobleza de unas gentes cautivadas por la repentina irrupción, en sus vidas tranquilas, de un grupo de jóvenes trotamundos con muestra de hambre y cansancio. Fue una noche emotiva, de esas que te muestran rasgos de la idiosincrasia de un país.

A la mañana siguiente, nos preguntamos cómo agradecer aquel gesto de la entrañable familia afrosevillana. Sabíamos que lo hacían por puro placer de conversar y conocernos mutuamente, pero decidimos contribuirles con algún dinero. Al menos lo que podía costar el gallo. Rodeados de precariedad como estaban, estimamos que les vendría bien algún tipo de aporte. Pero al momento de ponerle unos eukeles en su mano, de un plumazo desapareció la magia del encuentro. Con cara triste, el anciano intentó rechazar el dinero, pero insistimos. Finalmente, alargó la mano sin mirar a los ojos, tomó los billetes, y se escabulló en la penumbra de la choza sin decir nada más. Toda nuestra buena intención en un pozo, acabábamos de fastidiar una bonita historia. La amistad no se compra con dinero.

 

Llegamos a Bata justo cuando se venía encima un fuerte aguacero. Nos fuimos directos a casa de Miguel Ángel, frente al mar y entre palmeras. Estaba un tanto apartada, pero fue fácil de encontrar. Todo el mundo sabía darnos razón de la “casa del doctor”. Vacía, rodeada de cocoteros, y con varias hamacas tendidas en el porche. Un lugar idílico donde dormir tranquilos y recuperar nuestra condición. Podíamos despojarnos definitivamente del sudor y las lágrimas, y dedicarnos a comer y a pasear por el entorno. El merecido descanso de los raidistas. Conocimos bien Bata, pero incluso también nos aventuramos hasta Kogo, en el estuario del Río Muni, y los islotes de Elobey Chico, Elobey Grande y Corisco. Eran los escenarios por donde el explorador Manuel Iradier había comenzado su labor de colonización del golfo de Guinea. Hacía de ello más de un centenar años.

Estábamos felices. La enfermedad había quedado prácticamente atrás y el país nos abría los brazos a su hermosura selvática. Disfrutamos de la hospitalidad de Miguel Ángel, frente al mar, aunque él finalmente no tuvo ocasión de dejar su ajetreo en Ebebiyín. Tras tres semanas de estancia, volamos de Bata a Malabo en el aviocar, sin poder despedirnos. Regresamos a Madrid el 26 de diciembre de 1986. Días después se estrelló el pequeño avión.

PD.: Querido Miguel Ángel, somos unos impresentables, tengo que admitirlo. Perdimos contacto contigo, pero si lees estas páginas algún día, por favor, te agradecería que dieras señales. Es un ruego, aunque quizás no tengas ni ganas. Te debemos una pata del mejor jamón de Jabugo. Un día encontré la que tenías tú, en un armario de la casa de Asonga que generosamente nos prestaste. No pude evitar cortar una lonchita, muy fina, confiando que no lo notara nadie. Fui muy ruin, sí. Pero lo peor es que me volvió la tentación a los pocos días. ¡Llevaba cuatro meses sin probar una delicia como aquella…! Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, días después, fui a pegar un nuevo tajo y, —oh, sorpresa—, pillé a mi compañero Víctor sigilosamente dedicado a la misma acción. Me miró con cara de inocente y aseguró que solo había sido un pedacito. Pero el jamón fue mermando. Menguaba por momentos. Otro día descubrimos a Álvaro, calladamente dedicado a la pata. “Que era solo un trocito”, aseguraba. El caso es que el jamón se fue reduciendo cada vez más, y allí no había ningún culpable. Nos reprochábamos uno al otro, pero la rapiña a escondidas no tenía freno. Finalmente, el jamón ya era un hueso con escasos adornos. No había sido ninguno… Y era un jamón recibido por valija diplomática. Una pieza única, una joya. Imposible de encontrar en toda Guinea. Y nos marchamos sin decir nada… Menudo mosqueo se agarraría Miguel Ángel cuando lo descubriera. He estado arrepentido toda mi vida, pero son cosas de este vagabundear juvenil, sin un duro y con un morro de zarigüeya. Un poco como nos pasó cuando nos colamos en aquella boda en Jaén. Con hambre y por la cara.

En fin, lo dicho: fuimos unos cabronazos. Te debemos un jamón. Un jamón de los muy buenos, enterito, que estaré encantado de reponerte, así hallan pasado todos estos años. Aquel fue un gesto indigno, tras tanta hospitalidad. Te pedimos disculpas y, además, enmendaremos esta bajeza haciendo una generosa donación a Médicos sin Fronteras. Prometido.


[1] Médicos sin Fronteras.

lunes, 22 de septiembre de 1986

Corisco, el paraíso estaba allí

 

Isla de Corisco, Guinea Ecuatorial.

Es mediodía y la luz que inunda la atmósfera ciega la vista al reflejarse en la arena más blanca que jamás pisé. Voy tras los pasos del explorador Iradier. Han pasado más de un siglo desde sus incursiones por el estuario del Río Muni y, sin embargo, el tiempo parece detenerse en las bocas frondosas de estas selvas del corazón del África ecuatorial.

Corisco es un penacho de esa selva concentrada en un islote rodeado de playas desiertas de fina arena. El mejor lugar, sin duda, para reposar y dejar el cuerpo al pairo, respirando hondo, entregado al sueño profundo de la hamaca, a los mangos jugosos, al agua de coco que aplaca la sed y al caminar descalzo por sus playas infinitas. Han sido diez mil kilómetros a lo largo de África, cuatro meses surcando los desiertos, las sabanas, hasta alcanzar la jungla.

En este recodo oculto del golfo de Guinea, me tumbo a recuperarme del cansancio y a digerir tantas vivencias, a lo largo de este fabuloso continente.