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Llanos Orientales (Puerto Ayacucho, Venezuela) |
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Plaza Mayor de Trujillo (Lima, Perú) |
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Desierto de Sechura, litoral peruano |
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La ruta del infierno, Sur de Bolivia |
Bitácora de apuntes, recuerdos y relatos breves sobre mil viajes por el mundo - A Junio de 2025 se muestran cronológicamente 281 notas, fotografías o artículos (desde 1966 hasta hoy). La vuelta al mundo en 281 entradas.
Departamento de Ambato, Ecuador. 16 de enero de1985
—“¡¡Deprisa, hay que salir de aquí yaaa!! ¡¡Nos van a moler a palos!!
No recuerdo bien quién lanzó el grito de alerta, pero la situación era de mucho riesgo, ya insostenible. De un momento a otro, la multitud encendida iba a empezar a apalearnos y a rematarnos a pedradas. Así que los cuatro reaccionamos al unísono, subiéndonos de un salto a las vespas, y abandonando precipitadamente todo el campamento. Aquello fue la espita que prendió el temido ataque y, al instante, nos vimos volando bajo una lluvia de piedras. Máxima aceleración, derrapando, tratando de no caer ante la falta de visibilidad. La noche estaba agravando el escenario con sus tinieblas. Una ululante marabunta de indígenas desbocados se nos venía encima.
Sin embargo, todo había comenzado unas horas antes en medio de un ambiente de cordialidad. Partimos de Quito aquella madrugada, en una etapa más del periplo en vespa por América del Sur. Salíamos de la capital ecuatoriana contentos y descansados, tras una semana dedicada a adaptarnos a la altura de los Andes, mientras paseábamos sin prisas por la ciudad blanca y sus bellas iglesias. Palacios, plazas y monumentos religiosos construidos en los siglos XVI y XVII: el casco antiguo de Quito se mantiene casi intacto como centro colonial de la época española. Toda una mañana la dedicamos a la majestuosa iglesia de la Compañía de Jesús. Su fachada, los ornamentados interiores de plata y oro, y la enorme plaza de acceso, plena de ambiente nativo con sus puestos de hortalizas y frutas. Diversidad de atavíos, sombreros, ponchos y mantones coloridos. Quito resulta esplendorosa. No te cansas de recorrer sus calles empedradas.
Aquella tarde, al entrar por una callejuela, tuvimos la fortuna de dar con el modesto taller de Galo Guascal, mecánico que nos acogió con los brazos abiertos y puso a disposición todo tipo de herramientas. Eso resultó providencial para efectuar distintas reparaciones que las máquinas, ya con unos duros 3.000 kilómetros a cuestas, estaban urgiendo. Tras esta reparadora escala, nos sentíamos recargados de entusiasmo. Estábamos realizando el sueño de viajar en nuestras pequeñas motonetas, por todas aquellas tierras lejanas. Conducíamos briosos por la carretera Panamericana, sobrecargados de equipaje, bidones y hasta neumáticos de recambio, enfilando ruta hacía el interior de Ecuador. La pista, de buen asfalto, va subiendo y subiendo la cordillera andina con cada curva. Y cada kilómetro, el paisaje resulta más sobrecogedor: tierras de un verde oscuro, parceladas por cultivos de gran variedad de tubérculos, raíces y granos. Campesinos de rostro cobrizo, siempre ataviados con sombrero y poncho, trabajando la tierra con abnegación. A medida que ascendemos las montañas hacia el sur, el paisaje se va haciendo más y más grandioso.
Llegada la tarde, se disiparon las nubes y aparecieron los volcanes cónicos del Tungurahua (activo) y su hermano, Chimborazo (5.023 y 6.263 msnm respectivamente). Impresionante. La visión fue tan espectacular que tomamos la decisión de instalar la carpa de campaña y pasar la noche en las faldas del llamado “Gigante negro”. El Tungurahua está activo y su nombre, quechua, está formado por los términos tungur (garganta) y rawra (llama de fuego). El lugar escogido fue una suave ladera desarbolada, y la tienda se clavó sin mayores problemas. No había un alma en muchas colinas a la redonda y solo se respiraba tranquilidad. Ya faltaba menos para la puesta del sol y se preveía un hermoso atardecer. Una vez culminada la instalación del campamento, procedimos a encender la hoguera para dar calorcito y asar algo de comida.
—¡Qué amanecer nos espera!, ¡Recordaremos toda la vida este lugar tan lleno de magia—sentenció Víctor!
Viajar es una sucesión de momentos así, y por ello valen la pena todos los esfuerzos.
La tarde fue cayendo y el silencio solemne de las montañas se vio interrumpido por la visita cordial de tres mujeres campesinas. De anchas polleras y todas luciendo sombreros negros, se aproximaron a nosotros e hicieron algunos comentarios en quechua que no logramos entender. No paraban de reír. Se diría que les resultábamos cómicos, con nuestras barbas y las enormes botas embarradas. Tal vez un poco como serían los encuentros pacíficos de los conquistadores españoles con la población indígena, hace unos siglos. Íbamos en son de paz y nos gustaba sentirnos bienvenidos.
Al rato llegaron dos hombres, seguidos de otros tres más. Venían alegres y entonaban algún cántico lánguido. Todos nos estrecharon la mano varias veces, entre risas. Para la llegada de la noche se habían congregado allí una veintena de personas. Y seguían llegando. ¿De dónde salían?
Horas más tarde, nuestro campamento era una fiesta y la chicha de maíz corría, en cuencos, de mano en mano. Unos bailaban y otros repetían algarabías monótonas, y nuevas personas iban surgiendo de la oscuridad para sumarse a la jarana. Llegaban gentes de otras comunidades, aquello se animaba por momentos. Nos unimos al baile con la torpeza propia del extranjero. Mujeres y hombres, no importaba quién, todos querían menearse agarrados a nosotros, ante el delirio colectivo. Tanta euforia no auguraba nada bueno, y las miradas que intercambiábamos entre nosotros —divertidas hacía apenas un rato—, ya eran muestra de preocupación. Perdidos en la oscuridad de la gran montaña, estábamos rodeados por cientos de indígenas a los que nuestra presencia parecía exaltar cada vez más. Hubo un momento en el que, sin entender por qué, se inició una riña entre lo que parecían ser grupos familiares. Empujones, griterío. En menos de un minuto se desató un enfrentamiento que se fue convirtiendo en masivo. El alcohol hacía su efecto y la masa se descontrolaba violentamente. Puñetazos, agarrones. Hasta que uno gritó por encima del tumulto y empezó a señalarnos a nosotros, uno por uno.
—¡Estos forasteros son los culpables! —parecía indicar. Aunque en aquella jerga incomprensible, quién sabe qué vino a decir realmente. ¿Culpables de qué?, ¿de allanar sus territorios, como nuestros antepasados hace siglos? ¿Por qué tanta agresividad, si hacia apenas instantes todos querían danzar con nosotros?
Empezaron a llover las primeras piedras, cantos del tamaño de puños. Muchos blandían gruesas varas que asomaron de debajo de los ponchos. Así que no tocó más remedio que montar rápidamente sobre las vespas y huir de allí como quien escapa del mismísimo diablo. Derrapando en cada curva, escapando de los bastonazos, incluso sintiendo alguna que otra pedrada en cascos y espaldas. Ya ardían algunos matorrales y se escuchaban silbidos de unas laderas a otras. La situación se había puesto muy fea y tuvimos que acelerar para salvar el pellejo. No paramos hasta varios kilómetros después, al llegar a las primeras luces de una aldea. Las calles estaban prácticamente desiertas por lo que, una vez revisados los daños, reparamos un pinchazo, y optamos por recorrer los 22 kilómetros que nos faltaban hasta Ambato, la cabecera cantonal. Aquí, todavía alterados por el peligro vivido, discutimos cómo proceder. ¿Ir directamente a la policía para tratar, al día siguiente, de recuperar lo que quedara de nuestros pertrechos?, ¿O mejor pasar página, seguir ruta, y dormir en Guayaquil?
Entonces dos curas aparecieron en escena: ¡Justo y Paco, dos misioneros españoles, aquello estaba resultando demasiado surrealista! El ruido de nuestros motores había llamado la atención en una parroquia cercana y habían salido a ver. Sorprendidos unos y otros, desmontamos de las máquinas y aceptamos el café que nos ofrecieron. Por la hora que era, ya intuían que veníamos huyendo de alguna calamidad, ¡habíamos escapado por los pelos!
En la relajación de su hogar, ya más calmados, relatamos nuestra odisea. Nos hablaron de la racha de robo de ganado que sufría la región de la que proveníamos, advirtiéndonos tener especial cuidado por las noches. Ante la indefensión que sufren, las comunidades se estaban organizando, cada vez más decididamente, frente al abigeato[1]. Charlamos con los curas hasta la madrugada, y nos alojaron con hospitalidad en su misión. Todavía con las primeras luces del nuevo día se escuchaban algunos silbidos y era perceptible un resplandor de fuego tras las montañas.
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[1] Hurto de ganado, en algunos países latinoamericanos
Departamento del río Meta, Colombia. 1984
Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!
La vorágine (final)
JOSÉ EUSTAQUIO RIVERA
La inundación nos impedía transitar por los caminos y hacía tres días que navegábamos en el “expreso de Ariporo” surcando el río Meta, afluente del Orinoco, que se abría paso por las marismas extendidas por toda la región. “Navegar” es un decir, porque aquella embarcación se deslizaba apenas con lentitud desesperante y sorteando grandes bancos de arena. En este territorio desolado que permanece cubierto de agua buena parte del año, fue el único medio que encontramos para poder seguir adelante. A la orilla norte se situaban las tierras del Apure, en Venezuela, y al sur, el horizonte silencioso del Vichada colombiano. En medio, grandes islotes de aluvión en los que dormitaban los yacarés y se arrodillaban a beber numerosos grupos de chigüires[1]. Volando bajo, nos pasaban por encima guacharacas, carraos, guacamayas, corocoros, zamuros, turpiales, bandadas de centenares de garzas… un universo ornitológico. El Meta y su parsimonioso fluir por los Llanos Orientales.
La nave, de unos doce metros de eslora, herrumbrosa y mugrienta, empujaba una plataforma repleta de barriles, en donde hallamos un rincón en el que ubicar las motos y montar un precario campamento en el suave discurrir sobre el río. Allí nos guarecimos los cuatro desde un primer momento. De la sala de máquinas salía mucho humo y un ruido ensordecedor que iba atronando las planicies anegadas que atravesábamos. Habíamos hecho un habitáculo con cajas, bidones y tablas bajo el que nos tumbábamos para protegernos del fuerte sol pues, en realidad, no había más espacio para nosotros en aquella desastrada chalana. Viajaban en ella tres hombres envejecidos, mudos como una tumba, y una mujer que cocinaba todos los días sancocho de arroz blando con pescado y arepas. Liderando el grupo estaba “el capitán Bedoya”, de edad indeterminada, pelo blanco y un panzón que amenazaba con reventarle la camiseta grasienta. Todas las mañanas Bedoya lanzaba una lata atada con una cuerda, para recoger agua del rio y meterse un buen trago mañanero. Después resonaba un gargajo en la planicie y comenzaba su batahola indescifrable con la que iba dando instrucciones a la tripulación. El calor era aplastante. Pronto tuvimos que beber también del turbio río, aunque usando un embudo y el algodón del botiquín para filtrar.
Las horas transcurrían con monotonía y pesada calma hasta que la anochecida animaba el horizonte con vivas nubes rojas. Luego, la oscuridad obligaba a detener el ritmo y varábamos en alguna orilla para pernoctar con mayor seguridad. Mientras, un hervidero de insectos iba obligando a cubrirse profusamente con las mosquiteras hasta que nos dejábamos caer, como benditos, en el sueño incierto de los Llanos.
Amanecía cuándo fui violentamente despertado por el cañón de un fusil kalashnikov apuntándome a la cabeza. Como sacudida por un zafarrancho, la embarcación acababa de ser asaltada por hombres armados hasta las cejas, que se distribuyeron por todas las esquinas. Asustados, la alarma prendió en el rostro de mis compañeros, pero no hubo tiempo de reaccionar. Eran unos ocho o diez y tenían controlado todo el espacio. Para mis adentros pensé: pobres pendejos, apenas dos días en Colombia y ya nos está cayendo la guerrilla encima.
—¡Abran todos sus pertrechos! —nos ordenó con firmeza un chaval que apenas pasaría de los dieciocho años. Arremetidos con tan malos modos en nuestra somnolencia, venía a continuación un interrogatorio y las frías respuestas de desconcierto:
—Somos españoles, venimos de Caracas y vamos a Buenos Aires en moto, a través de toda América del Sur… —¿Quién estaba más sorprendido por un repentino encuentro así?, ¿los guerrilleros?, ¿la tripulación? Desde luego nosotros cuatro lo estábamos. Bastante nerviosos todos, a excepción de Bedoya, curtido en mil avatares discurridos por años en aquella senda fluvial.
La paz de los Llanos se había quebrado. Guardando la calma que nunca perdía, se aproximó a mediar ante los guerrillos: —Son “gringos de España” —explicó el capitán —Los he recogido en Puerto Carreño y van para Bogotá. Con sus motonetas no pueden atravesar toda esta región inundada, y tienen que transitar por el río. En un par de días los desembarcaré en Orocué—. El que llevaba la voz cantante lucía un brazalete con las iniciales “ELN” en rojo sobre fondo negro. No era de extrañar que hubieran aparecido en escena, pues el frente oriental del Ejército de Liberación Nacional campaba a sus anchas por un territorio inmenso, que iba desde la Serranía del Perijá, en La Guajira, hasta las tierras ganaderas del Guainía. Regiones vastísimas, poco pobladas, salvajes y llanas, pero ricas en petróleo. Su control proporcionaba al ELN un considerable poderío.
—Son buena gente —añadió el capitán oportunamente, porque aquella tropa ya andaba hincándole diente a nuestro equipaje.
—¡Al menos entreguen estos sacos de dormir! —Hubo que explicar que nos encontrábamos casi al inicio de un largo viaje. Que íbamos a recorrer toda Suramérica y necesitaríamos el material para lograrlo. Las motos, entre los bidones, lo evidenciaban.
Tuve la misma sensación que casi siempre he tenido en Colombia frente a los grupos armados: chavales muy jóvenes, acostumbrados a llevar una dura vida de privación y aislamiento pero que, al rato, una vez constatada nuestra nula vinculación con el conflicto, mostrarán más simpatía y curiosidad que odio en sus gestos. Bastó la mediación del capitán y algunas palabras aclaratorias, para que nos dejaran en paz. Estoy convencido de que les resultábamos tan extraños como inofensivos.
En un momento del episodio crucé la mirada con un guerrillero jovencísimo que nos escudriñaba, de arriba abajo, desde unos enormes ojos de color azabache. Mantuve esa mirada unos instantes, tensos, en los que tratar de adivinar sus pensamientos. ¿Qué tendrá en la cabeza este adolescente que no ha conocido otra existencia que las largas caminatas o los combates cotidianos?, ¿habrá comido bien hoy?, ¿tendrá familia?, ¿tal vez novia? ¿amigos o solo estos rudos compañeros? Una vida de sobresaltos, de no parar de enfrentar el riesgo cada día. ¿Sabrá que más allá de estas selvas hay otros horizontes y también otro futuro?, ¿O quién sabe si se le está pasando por la cabeza vaciar el cargador entero de su brillante AK sobre estos forasteros venidos de no se sabe dónde?
Pronto llegó la orden. Utilizando una jerga, o más bien un dialecto indígena, el mando del grupo dio apenas tres voces. Los jóvenes combatientes se movieron con sigilo y con una agilidad de micos[2]. Antes de irse, compartimos unos traguitos de ron aprovechando para contarnos algo sorprendente: un cura español, Manuel Pérez Martínez (“el cura Pérez”), era el máximo jefe del Comando Central del grupo insurgente. Casi nada.
—Mi comandante vino de Saragosa, creo —dijo uno, resbalando las Eses.
—Igual que yo, soy de allí también— mentí como un cosaco, pues en realidad no había ningún maño entre nosotros.
El susto inicial fue rebajándose poco a poco. Los guerrilleros no podían permanecer expuestos cerca de la orilla y andaban ya con prisa por volver a sumergirse en la maraña vegetal. Finalmente levantaron las armas, se ajustaron los correajes y cartucheras, y marcharon en su canoa voladora. Y sin llevarse ni un peso. Los vimos esparcirse por la vorágine[3] y nuestro periplo consiguió continuar. Podíamos haber perdido mucho: las motos, la plata, incluso la vida. El viaje estuvo a punto de haber terminado ahí, pero hubo suerte ese día, estaba el bueno del capitán Bedoya como nuestro ángel de la guarda.
Los Llanos Orientales permanecerían inundados quizá durante un mes, o dos más todavía. Anhelábamos la aparición de la tierra firme del Casanare y desembarcar de aquella nave humeante cargada de contrabando. Solo restaba seguir aguantando un par de días más con el barullo del motor, llevadero gracias a los joropos[4] a todo volumen de la señora cocinera. Con su cántico melodioso, el arroz pastoso y la monotonía del paisaje sabanero, navegábamos la soledad del gran río de los Llanos en el “expreso de Ariporo”, sin más contratiempos. La quietud ya solo se vería alterada por la afluencia de las toninas[5] que nos visitaban y miles de insectos formando una permanente nube alrededor.
Al fin, después de dos días de calor achicharrante, las siluetas de unos montes aparecieron por el Este, mostrando una alargada cordillera que sobresalía entre la manigua: eran los primeros contrafuertes de los Andes asomando en el horizonte. ¡Los Andes soñados! Iban a ser nuestro derrotero durante los próximos meses.
Recorriendo las entrañas de Colombia, todavía recordaría en mi mente los enormes ojos azabache del guerrillero y la crudeza de su vida.
[1] Capibaras, enormes roedores suramericanos.
[2] Monos. Colombia cuenta con cerca de 38 especies diferentes, de las cuales 10 son endémicas.
[3] “La vorágine” (1924), obra del escritor José Eustaquio Rivera que trascurre en las profundidades salvajes de los Llanos.
[4] Música y danza tradicional de los Llanos de Venezuela y Colombia.
[5] Delfines de río de color sonrosado que pueden alcanzar los 200 kg. de peso.
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Centenares de ejemplares se acumulan en el pasillo, en espera de su expurgo y probable envío allende los mares |
Tres amigos paseábamos tranquilamente por la orilla de la larguísima playa senegalesa de Mboro. La luna se reflejaba en las olas del mar de aquel lugar casi desierto. Al fondo se veía el resplandor de una farola difusa. Cuando la alcanzamos, descubrimos a un grupo de cuatro chavales entorno a un libro. Se apretaban unos contra otros, desafiando una nube de mosquitos y tratando de abarcar el haz de luz. El mayor de ellos leía con teatralidad, escenificando cada pasaje, el resto asistía enmudecido al relato. Nos habíamos acercado en silencio a la escena, tratando de unirnos al grupo y sin interrumpir ese momento mágico. Y así, permanecimos durante al menos quince o veinte minutos más. Todos absortos en la lectura de no recuerdo ya qué título. Entonces, repentinamente, la luz de la farola se apagó y nos quedamos en penumbra. Todos regresaron a su casa, pero sin dejar de comentar por el camino los episodios revividos con la imaginación. Los muchachos nos explicaron que, cada vez que caía un nuevo libro en sus manos, corrían a reunirse bajo la farola de la playa. Nosotros tres quedamos conmovidos por aquella vivencia. De vuelta a nuestra pensión, pedimos unas cervezas y, esa noche, decidimos crear Libros para el Mundo, una asociación que tendría como objetivo acercar los libros a la gente sin medios, pero deseosa de lectura.
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El grupo de amigos que fundamos Libros para el Mundo |
Así fue como, desde ese día, empezamos a reunir libros y libros, y más libros, hasta ir agrupándolos en cajas que ocupaban cuartos enteros de mi casa. Libros para el Mundo fue una idea luminosa: un grupo de amigos dedicados a recabar afanosamente buena literatura para enviar a todas las bibliotecas del mundo, cuyos fondos pudieran estar escaseando. Se trataba de que los libros se leyeran miles de veces y resultaran accesibles para todas las personas con inquietud por leer.
La idea cuajó. Pronto pasamos de apilar ejemplares en los cuartos y pasillos del piso de Madrid, a alquilar un almacén en la calle Carretas. También se llenó en cuestión de semanas. La voz se corrió y mucha gente fue sumándose con sus aportaciones. Recuerdo que, al principio, nos iban dejando bolsas llenas de libros en la portería. Para nuestra desesperación, la mayoría eran volúmenes inservibles, desechados por falta de calidad o en mal estado, o por la magnífica oportunidad de deshacerse de la morralla acumulada en casa. En particular, había montones y montones de tomos obsoletos y pintarrajeados.
Viene a mi memoria aquel stand que la Feria del Libro de Sevilla nos cedió el primer año. Acudieron, sobre todo, madres deseosas de desprenderse de pilas de textos escolares cuyas páginas se caían al tocarlas, de tan manoseadas. Los traían con una sonrisa y con la mejor intención, pero después de aquello, decidimos volvernos estrictos. Resolvimos que no aceptaríamos ejemplares en mal estado, ni ningún libro de texto. Nada de política ni religión. Al final, solo nos quedábamos con un veinte por ciento de todo lo que la gente entregaba, pero eso ya era una excelente cosecha para nuestros objetivos.
Tratando de hacer pedagogía, acuñamos un lema: «Dona tu libro preferido». Es decir, no nos des montones de títulos que tú mismo desprecias, sino aporta algo que tú consideres valioso. En eso consiste la solidaridad. Nuestro apoyo a las bibliotecas no se caracterizó nunca por la cantidad, sino por la calidad, por la dignidad que emanaban aquellos envíos. Es preferible un buen título que apreciemos, cuya lectura hayamos disfrutado, que decenas de legajos, textos raídos, o cualquier novela carcomida que no interesa a nadie.
Poco a poco el proyecto fue ganando simpatizantes. Cayó particularmente bien entre el colectivo de bibliotecarios que, de esta manera, unificaban también pequeñas iniciativas que venían desarrollando. La cosa se volvió seria. Se trataba de un empeño formal y nos tomábamos el mayor el interés por cada nueva petición. Todos los envíos debían ser fruto de una selección previa que considerase el perfil de los lectores a quienes iba dirigido. Cualquier biblioteca, por remoto o pobre que fuera el pueblo en el que se encontrara, merecía albergar lo mejor para leer.
Valió la pena. Solo fue necesario el tiempo y el tesón de un puñado de voluntarios, para lograr poner en marcha una maquinaria que no paraba de enviar pequeños cargamentos de libros, a unos y otros rincones del mundo. En apenas pocos años, logramos enviar más de doscientos mil títulos a unas ciento y pico bibliotecas, unas de nueva creación y otras ampliadas. El listado es largo.
Nuestros envíos salieron para Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Guatemala, México, Cuba, República Dominicana, Guinea Ecuatorial, Campamentos de Tindouf (Argelia) y no sé cuántos sitios más. También para los albergues de personas sin hogar que hay en Madrid. O a las misiones donde hacían su trabajo los cooperantes españoles de alguna ONG. En definitiva, rincones remotos del planeta donde el acceso a un buen libro no siempre era tarea fácil.
Libros para el Mundo creció lentamente, apoyando a bibliotecas en nuevos lugares. La responsabilidad de su gestión pasó a otros voluntarios. Y de estos, a otros equipos. Y así como surgió en su día, al cabo de los años, el proyecto fue decayendo. Fuimos tan pendejos como para dejarlo desaparecer… Quizás porque acabó su momento, no sé. Me pilló muy lejos. Pero lo lamenté, como lo sigo lamentando hoy, cuando visito alguna de esas pequeñas escuelas sin apenas libros, donde solo encuentras estanterías llenas de precariedad. Entonces, recuerdo aquellos días lejanos entre cajas y cajas, con polvo hasta las orejas, expurgando títulos en la madrugada con la ilusión de revivir aquellos libros y apoyar escuelas y pequeñas bibliotecas.
En ese momento, echo mano de mi mochila, saco el libro que acabé de terminar ayer y, con modestia, se lo extiendo al profesor proponiendo:
—Tome, quiero donar mi libro preferido.
Tiene unos 80 km de largo y un ancho máximo de unos 16 km; su superficie es aproximadamente de 810 km². Recibe agua del río Jordán, de otras fuentes menores y de la escasa precipitación que se produce sobre el lago, y el nivel de sus aguas es el resultado del balance entre estos aportes y la evaporación. Una de las razones por las que el mar Muerto es tan salado se debe a que está ubicado en una cuenca hidrográfica endorreica , es decir, no hay salidas. Los minerales que desembocan en él se quedan allí para siempre. La mayoría de los cuerpos de agua dulce tienen puntos de salida, como los ríos y arroyos, lo que les permite disponer de los minerales disueltos que pueden fluir en ellos de otras fuentes. Hay varios ríos y arroyos que desembocan en el mar Muerto, pero ninguno que drene hacia afuera.
El agua del mar Muerto tiene una densidad de 1,24 kg / litro, lo que hace que el cuerpo humano pueda flotar sin esfuerzo en el agua, porque la densidad de este último es menor que la densidad del agua salada del propio lago.
(Wikipedia)
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El Confidencial |
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Singapur, oficialmente conocida como República de Singapur, es una ciudad-Estado y país insular, situada en el corazón marítimo del Sudeste asiático. Enclavada entre el estrecho de Malaca, el estrecho de Singapur, el mar de la China Meridional y el estrecho de Johor, tiene una posición geográfica estratégica que ha influido significativamente en la historia de la región. El territorio del país comprende una isla principal y 63 islas e islotes satélites y una periférica. Sus proyectos de tierras ganadas al mar han aumentado la superficie combinada en aproximadamente un 25 % desde la independencia del país.
725 kms2, 63 islas, 6 millones de habitantes