jueves, 2 de abril de 2009

La isla de las morsas sonrosadas

Al-Fujairah, Emiratos Árabes Unidos. 2 de abril de 2009

Navego abordo del Costa Deliciosa, un gigantesco crucero abarrotado por 1.650 turistas de decenas de nacionalidades occidentales, todos embadurnados de cremas solares y ungüentos. También por 950 tripulantes filipinos e hindúes, encargados sobre todo de que comas, bebas y derroches durante los seis días que dura la travesía.  Hoy estamos atracados en el desolado puerto del emirato de Al-Fujairah, un minúsculo estado de 130.000 habitantes descolgado al pie de los contrafuertes rocosos de la cordillera de Shumayliyah, a orillas del Índico. Al-Fujairah es uno de los siete estados que componen los Emiratos Árabes Unidos y está a un paso del estrecho de Ormuz, que cruzaremos mañana rumbo a Abu Dhabi y Bahrein. Todo ello por las costas del norte de la península arábiga, región de una riqueza petrolera en contraste con el desaliento de sus paisajes yermos. La opulencia y la nada. Desiertos inhóspitos de roca gris, en alguno de cuyos rincones han surgido estos enclaves inverosímiles que serían más remotos que la propia luna, si no fuera por la importancia crucial del líquido oro negro en nuestros días. Petrodólares y arena. Dubái, el emirato más sorpredente acaba de terminar la torre Al-Burj, la más alta del mundo. Con 850 metros de altura, se perfila en las brumas del cielo como una aguja ciclópea proyectada al infinito. Desiertos inmensos y ciudades irreales de cartón, el decorado del frágil futuro de la humanidad.

Hasta aquí la breve descripción que tal vez podría provenir de algún viaje de mis tiempos épicos de mochila y botas de caminante. Pero no. En este momento voy por mi tercera cerveza en el salón-bar Liddo, el que está decorado de tonos carmesí en la octava planta de esta megalópolis naval. No he traído mochila para este viaje, sino dos enormes maletas (una, verde pistacho y otra, granate) que han superado los 60 kilos en la balanza del embarque aéreo. ¿Que qué traigo?, pues 2 trajes, una americana, 4 horribles corbatas, 3 pares de zapatos, un vestido y un gorrito árabe para la fiesta “Mil y una noches” que se celebra mañana en el barco... más el equipaje de mi familia, además de todos sus disfraces, sus cremas, e incluso las raquetas de tenis.

Embarcamos hace tres días y durante las primeras horas creí que acabaría saltando por la borda, sin importarme los jodidos tiburones del golfo Pérsico. El escenario de la aventura era —es, y seguirá siendo hasta el día 6— el de una cubierta salpicada de tumbonas sobre las que se desploman decenas de morsas sonrosadas. Parecería una de esas islas de la Antártida colonizada de otarios, si no fuera por el sol brillante y caluroso que cae y, sobre todo, por la tonalidad rosácea de las pieles. Minúsculas piscinas con sus aguas viscosas, superpobladas de niños meones. Centenares de metros de pasillos con bufés de comidas a cualquier hora del día. Las bandejas sobrecargadas de macarrones, filetes, huevos fritos, patatas… el derroche acaba resultando insultante. A babor y a estribor, amplias barras de bar donde encontrar en la cerveza un último consuelo. O en el cóctel Cocobeach, de aspecto lechoso y en oferta hoy. Por los altavoces resuenan estridentes los ritmos de “Crazy like a fool”, aquel tema estrella de BoneyM.

¿Hubo alguna vez una época de glamur en los cruceros?, ¿Existió el Queen Elisabeth? Probablemente todo quedó sumergido con el Titánic, en la gelidez abisal de los mares de Terranova, a 11.000 metros de profundidad. Sueño de pudientes, uno más que el dinero no comprará jamás. Las galas de orquesta y esmoquin junto al capitán quedaron suplantadas por la pensión completa con vino peleón y un camarero filipino que baila la danza del vientre disfrazado de grotesco Mohamed. Y ojo, que no me parece nada malo esta vulgarización extrema de lo que es una forma más (o la misma) de hacer turismo. Benidorm, Lloret o un crucero por el Pérsico. La democracia es también esto. La peluquera en el camarote de al lado y el tropel de italianos vociferantes. Hasta los chinos se van sumando a estos rituales masivos, aunque de momento no han perdido todo el pudor. ¡Menos mal, ya debe faltarles poco! Todo bien, muy bien, sobre todo para quien le guste. Estas bacanales masivas son las que la gente prefiere cada vez más, pero no son para mí desde luego, que sólo pienso en huir sin que se note de todo este infierno. Lo ridículo es que haya todavía quién se lo crea y viva la ilusión al comprar en viajes Halcón el paquete “Arabia mágica”. Sobre todo, porque luego no se sabe muy bien qué hacer con el vestido de tul negro, ceñido y “chicheante”, al codearse en la discoteca Capri con otros cruceristas sudorosos que sólo saben practicar el deporte del baboseo con chancleta y bermudas, tras cualquier trasero que se les cruce. El antiviaje. Para mí, que recorrí mundo pisando el barro de los caminos más perdidos es como el anticristo. Transgresión, sacrilegio, frustración. Comer y beber hasta reventar, encerrado en un castillo de oropel, rodeado de un mar que no puede ser más calmo y aburrido. Pisar fugazmente puerto extraño sorteando taxistas malencarados y rodeado de una legión de alemanes en fila india que atraviesan las galerías del bazar de los mil objetos de plástico. Ni descansar encerrado en el camarote te dejan, que a cada poco retumban los altavoces con mensajes en cinco idiomas. Eso, cuando no se cuela el zumbido al compás de una música machacona... eeeeyyyy, Maaaacarena. Aaaaajj!!. 

Pero dejemos todos estos complejos que me asaltan. ¿Quién no dice que lo pasaría bien si fuera capaz de desmelenarme un poco?, ¿De despojarme del muermo como un lagarto que cambia de piel?, ¿De dejarme de prejuicios y vivir la vida descomplicadamente.? ¿O acaso no he sido yo un macarra en mis buenos tiempos? En fin, pues. Hoy es la fiesta de gala, luciré mi traje negro de rayas, que para eso pagué un pastón en El Corte Inglés y lo he venido cargando como un gilipollas desde el otro lado del mundo. Y me haré fotos con el capitán, a 35 € la copia.

Pese a todo, también hay momentos adorables. A veces consigo instalarme en alguna butaca solitaria junto algún ventanal. Desde allí contemplo un mar muy azul y la belleza de esas costas de arena y roca. Ha sido emocionante ver en las pantallas del barco nuestro cruce por el estrecho de Ormuz. Por un momento, sueño que navego por el mar Arábigo en una faluca de vela, como hace miles de años, y me voy cruzando con pequeñas embarcaciones de mercaderes de ébano y marfil que vienen de África austral. Pero al rato se rompe la magia de mi ensoñamiento, una pareja de Manresa acaban de instalarse en el sofá de enfrente con dos mocosos gritones y consiguen sacarme de la nube que había logrado crear en este recodo del monumental buque. Iré entonces a coger tique para el bufé Napoli anticipándome a las hordas francesas y llenaré la bandeja de viandas con las que festejar que ya resuenan los motores presagiando que por fin zarpamos.