lunes, 27 de julio de 2020

Una noche en Urgencias


Hospital en Madrid


    El trayecto de la ambulancia hasta el camastro del cubículo asignado en Urgencias es trepidante. En minutos te adentras en un viaje sin frenos a las cavernas del gran hospital…

Nos situamos en el año 2020, tan nefasto de virus y de calores extremos. De la muerte de mi entrañable madre y mis dos tías maternas; de la marcha de Almudena; de la del bueno de Jordi. Extraño sería que toda está mala racha no me incluyera a mí en el paquete. Pero estoy acostumbrado a no quejarme, a no ser pesado, a no cansar al personal, que ya bastante tiene con lo que tiene.

Por mi enfermedad, soy visitante cotidiano de los hospitales, sea para consultas, o analíticas, o tacs, o resonancias, o muy diversos controles y ajustes. El otro día, por ejemplo, estuve ingresado en Urgencias. Curiosamente, y con el historial que acumulo, era la primera vez que visitaba el lugar. Un síncope vasovagal, una pérdida de conocimiento de más de diez minutos, me tumbó en pleno almuerzo con amigos, en una tasca del centro de Madrid. La ambulancia llegó volando y se apresuró en llevarme a la planta baja del hospital, donde permanecí más de 10 horas ingresado realizando todo tipo de pruebas. Yo me sentía prácticamente recuperado de ese bajón pasajero, pero de allí no saldría hasta que los médicos determinaran que ese desmayo no ocultaba mayores consecuencias.

Mi permanencia todas esas horas en Urgencias, permitió acercarme a la zona caliente de la batalla médica diaria, más caliente ahora que nunca, en tiempos de Coronavirus. Urgencias es, a ojos del que ingresa, y una vez traspasas el umbral que te separa del mundo sano, un laberinto de cortinajes que van formando incontables cubículos habitados por seres anónimos. Vas pasando entre ellos como quien atraviesa una nube gris, mientras tu camilla se dirige, veloz, sorteando enfermeras y todo tipo de obstáculos, hacia el rincón que te ha sido destinado. Allí al fondo, cuatro módulos y seis pasillos a la izquierda. Como quien se va adentrando en un hormiguero de seres maltrechos.

Me descargan de la camilla y paso a un camastro articulado. Una vez aparcado, comienzo poco a poco a tomar conciencia del universo donde acabo de aterrizar. Lo hago en base a lo que logro ver a través de los resquicios entre biombos de tela azul: enfrente, la figura de un anciano decrépito que no para de quejarse; al lado, separado por el fino cortinaje, un hombre cuyos ronquidos semejan lamentos. De alguna otra parte cercana, los gritos histéricos de una muchacha en pleno brote psicótico, que no para de insultar a todo el mundo que le rodea. En realidad, construyes tu cosmos inmediato por lo que oyes, más que por lo que ves.

Y al cabo de los minutos ―largos y tediosos― sobreviene un extraño silencio. Como si todo se confabulara para relajar el ambiente, antes de volver a la carga. Igualmente, el personal sanitario sigue incansablemente acometiendo los cuidados de la diversidad de enfermos o malheridos que habitan esta ciudadela en los bajos del hospital. Las enfermeras acuden a uno y a otro, sin alterarse, con paciencia, incluso con una sonrisa que son capaces de sacar al cansancio.

Va pasando el tiempo. No he vuelto a oír gritar a la muchacha, probablemente aliviada por los calmantes. El viejo de enfrente parece dormitar. Y mi vecino de al lado, no para de hablar por móvil con alguien que no contesta o no existe. Reclama y reclama respuesta durante muchos minutos, inútilmente. Más tarde descubriré que habla solo, que no tiene ni teléfono.

Ya es noche cerrada en Urgencias del hospital. Potentes lámparas iluminan todo. En la sala de aquella marea de cubículos no hay atisbo de luz natural. No hay ventanas, ni paredes. Se que es de noche por la hora que es. El espacio de estos hangares parece no acabarse nunca y, sin embargo, la sensación es claustrofóbica, de encierro. Un cubículo tras otro, cientos de cuerpos depositados y atendidos en su celdilla por un personal diligente y amable, pero escaso, desbordado a veces. Por fin ha llegado la doctora, sonriente y con buenas noticias. No parece nada grave lo mío, pero debo permanecer en observación unas horas más. Electrocardiograma, escáner, temperatura. Con la realización de cada una de estas pruebas médicas doy un paseo en camilla, o en silla de ruedas, que ameniza el tedio e ilustra el escenario en el que uno se encuentra. Luego, de vuelta al cubículo, de nuevo con los vecinos ya conocidos, aunque ni les hayas visto el rostro. El reducido puesto con un camastro de delgado colchón. ¿Cuánta gente habrá ocupado este mismo espacio?, ¿con qué suerte en cada caso?

Aquí permaneceré hasta bien entrada la noche. Sin ganas de leer o escuchar la radio. Deseoso de salir, o de lograr dormir un rato. Implorando porque cesen los ruidos tenebrosos que surgen por doquier. Con una bolsa de suero enganchada en el brazo izquierdo, la tercera que me pinchan. Menos mal que a las siete permiten las visitas, y ha venido mi esposa a hacerme compañía por un par de horas. Mi mujer del alma, acompañándome siempre. O siempre que se puede. Y trae providencialmente una bolsa de pertrechos que serán de utilidad (móvil, tableta, libro, etc.). Aunque en realidad uno no tienes ganas de nada, solo de descansar. De huir de este incómodo teatro surrealista plagado de locos que me rodean.

La “ciudad de los cubículos” va a ir ralentizando su frenesí, a medida que nos adentremos en la noche imaginaria. Incluso desciende la intensidad de la luz de las lámparas. Los dolientes parecen sufrir menos, porque decrece el ritmo de lamentos alrededor. Esto último es lo que más agradezco, porque en las primeras horas sentí que estaba rodeado por un coro de plañideras. De pobre gente que sufre, sobre todo la soledad. Es una sensación angustiosa. Un murmullo que hace también de cortina. Son los suspiros de los que andamos sigilosamente entre la vida y la muerte.

A las dos de la madrugada aparece la doctora: —todo bien— dice, siempre con una sonrisa. —puedes irte a casa o ya quedarte a dormir aquí, con lo tarde que es—. Pero no tengo que pensar mi respuesta: —Me voy a casa, junto a mi mujer, ¿dónde voy a estar mejor?