Así, como describo este paseo en globo, me siento yo. Sumido en una placentera quietud flotante, contemplando en la distancia, suspendido en el cielo y mecido muy suavemente por los vientos. Solo ese chorro virulento sobresalta de vez en cuando. Pero el resto del tiempo estoy en un estado de ingravidez, sin ningún control de ruta y, también, sin ningún deseo de volver a bajar al suelo de lo cotidiano. Vivir al pairo, penduleando en el aire, ¿por cuánto tiempo?, ¿para cuánto dará esa bombona de gas que me mantiene soñando en vuelo?
El tiempo transcurrió fugazmente sobrevolando la plana del Ampurdán. Allí abajo, diminuto, se veía Pals. Hacia el norte, Verges. Y a lo lejos, las Illes Medes. ¡Qué fantástica sensación! ¡Qué belleza contemplar estos paisajes serenos desde el aire!
Una vez abajo y ya sobre la corteza áspera del planeta, salí de un salto de la cesta de mimbre y todo lo que vi alrededor me pareció teñido de monotonía, tan distinto a cómo lo contemplaba hacia segundos desde allí arriba. Un descampado árido entre barbechos, un riachuelo sucio que fluía por allí, un pagés cabreado que apareció de la nada haciendo aspavientos.
Tardé en reaccionar. Pasó un largo rato en el que los tres operarios que nos esperaban estuvieron vaciando, doblando y recogiendo las grandes lonas del aerostático que pronto ya era una flácida vejiga aliviada. Y poco después, solo recuerdo que me llevaron a una tasca allí cercana, donde empezaron a poner sobre una mesa de madera toda una suerte de fuentes con butifarras picantes, longanizas, pilas de munyetas, tarros de alioli, huevos fritos desparramados sobre más munyetas relucientes… Y también vino. Primero fue un porrón de garnatxa empalagoso y del color del oro. Después, enseguida, un vino negro y recio que rascaba la garganta, y que a las once de la mañana, se te colaba por las venas hasta golpear el cerebro dulcificando el sobresalto del aterrizaje. A estas alturas todavía no se bien si me devolvió a la vida o la muerte, al infierno o al paraíso...