jueves, 12 de enero de 2017

El mesón de Chinchón

 Chinchón, Comunidad de Madrid


 

Voy a contar una historia de esas capaces de despertarnos de nuestros cotidianos letargos. Hete aquí que me dio por venir a Chinchón con mi señora, aprovechando esta vida de jubilado forzado que tengo impuesta. Sí, Chinchón, que uno ha dado la vuelta al mundo varias veces, pero a estas alturas valora tanto el redescubrimiento de los pueblecillos que le rodean por aquí, sin ir más lejos, como en su día el recorrer cientos de caminos y ríos para patear Machu Picchu, Chichén Itzá o los desiertos de Rajastán. Así que, pisando el empedrado de esa pintoresca plaza castellana, más hermosa con la luz tenue del invierno, me ha venido el recuerdo de golpe: ­— “Mesón del Virrey”… —. Y enseguida un nombre: ­— “José María Clemencio Vitoriano” —.

Chinchón sigue conservando esa plaza mayor que es, a su vez, coso taurino. Las balconadas de madera permiten fácilmente evocar las corridas goyescas de otros tiempos. Consuelo y yo nos hemos acomodado a tomar unas cervecitas en unas de las sillas de mimbre de la terraza de este mesón, justo en una esquina del ruedo. Y he empezado a relatarle un resumen de lo que fue, en realidad, una relación fugaz de amiguetes con el tal Clemencio. Es verdad que al personaje lo tenía ya muy difuso en mi cabeza, pero de repente he revivido con nitidez algunos trazos de cómo nos conocimos en la academia (las pocas veces que asistió a clase en todo el curso de COU), y de aquella generosa invitación que hizo a visitar su pueblo. Y junto a su recuerdo, inevitablemente emparejado, el de mi buen amigo Gustavo, a quién también conocí en aquella época. Acabamos formando piña con Clemencio, más en los bares de la calle, que en las aulas de la academia. De todo ello han pasado ya unos 40 años o así. Le conté a Consuelo, pues, que el personaje era un tipo grandote, de apariencia vital y algo tosco, pero con cierto atractivo en su sonrisa y —al menos con Gustavo y conmigo—, cordialmente hospitalario. Uno de aquellos raros chavales que, incluso desde jóvenes, llevan siempre un fajo de billetes en el bolsillo y manejan motazas de alta cilindrada. Me vino a la mente la comilona a la que nos convidó justamente este negocio, que entonces regentaba él por delegación de su padre.

El Mesón del Virrey se conserva exactamente igual que entonces, como si no hubieran transcurrido esos ocho lustros. Lóbrego pero acogedor, decorado con cuadros y objetos muy viejos, y decenas de fotos en blanco y negro, de toreros, actrices, y otros muchos ilustres visitantes que nadie conoce. Las mismas mesas con manteles de cuadros rojos y blancos, las vigas de madera, la chimenea en la esquina dando su buen calorcillo en esta gélida mañana de enero. Probablemente también la misma carta del menú, con sus manjares sencillos, sus sopas castellanas, sus carnazas y los mismos vinos recios. Me hizo gracia recordar que, durante aquella lejana visita nuestra, hojeando con hambre esa carta, Gustavo y yo coincidimos en el plato a elegir. El plato estrella, claro. Y el más caro: “chuletón Virrey” (48 euros, a día de hoy). Pero el bueno de José María, como empresario ante dos gorrones, se apresuró a aclarar que pidiéramos cualquier cosa, cabrones, menos, precisamente, el preciado chuletón. Y no le faltó generosidad realmente, porque nos invitó a cualquier otra cosa que pedimos, hasta saciarnos, con varios platos, su vino, sus cafés y seguramente que puros y licores hasta el cierre. Riquísimo todo, un verdadero agasajo. Y luego, para digerir la manduca, nos llevó a conocer su finca, que albergaba secretamente restos de algún asentamiento prehistórico. —Como digáis algo de esto, os corto los huevos—, nos dijo seriamente, a modo de bienvenida al yacimiento. Para terminar, dormimos en una gran casa vacía, en enormes camastros bajo siete mantas.

Hasta ahí más o menos los recuerdos. Qué bueno estar en Chinchón para rememorarlos con el protagonista y descubrir qué ha pasado por la vida de este personaje. De modo que no tardé en preguntarle a la camarera que salió a atendernos. ­—“¿Está José María Clemencio Vitoriano por aquí?”—. Me miró con extrañeza, estudiándome como tratando de adivinar si venía a cobrarle deudas o algo parecido. Pero no tardó en contestar secamente: ­—“No, él ya viene poco por aquí”—. A lo que intervine aclarando que habíamos sido compañeros de estudios, pero que de eso había pasado mucho tiempo y que, más que seguramente, él ni se acordaba de mí. Así que simplemente añadió, mientras se iba a por la cerveza y el vino que pedimos: ­—“este negocio llevaba tiempo cerrado y hace seis años me lo arrendó”.

 Minutos después, ya siendo hora de almuerzo, decidimos entrar en el mesón y rendirle honores al recuerdo de aquella primera visita. Es verdad que Consuelo me disuadió de pedir el pedazo de chuletón, no solo por su exagerado precio sino porque lo más probable, dedujo sabiamente, es que llevara siglos congelado en las cámaras, esperando algún incauto turista que nunca llega. No obstante, muy a gusto junto a la balconada que da a la plaza y cerca de una viva chimenea, dimos buena cuenta de sopa castellana, alcachofas de temporada y cordero. Todo muy rico. De modo que la misma camarera, tomando confianza, y aburrida ante la escasa clientela, fue desvelándonos el misterio entre plato y plato. Y cada vez que venía con alguna nueva comida, nos contaba una parte de la historia de Clemencio. Lo cierto es que la mujer, con el ir y venir de la cocina al salón, se fue soltando hasta ponerle un poco de enjundia al relato. Resulta que el fulano no era un tipo de su gusto. Nos lo pintó como vociferante y poco dado a las buenas maneras (“no como el bendito de su padre”). Que tuvo el negocio desatendido por años y años, y que le llovían las críticas. Y finalmente, para los postres, la camarera terminó de soltar la penosa realidad: que Clemencio, además de un hijoputa (sic), estaba muy mal de salud. Que sufría esclerosis múltiple y apenas podía moverse. Que cada día estaba peor. Nos aseguró que estaba arruinado, que había hundido el mesón y demás comercios familiares. Incluso una vez le había tocado la lotería y se había pulido los billetes en un santiamén. Estaba separado de su esposa y tenía un hijo “al menos que se sepa”. En definitiva, un desolador panorama de la suerte, de la mala suerte, vivida por nuestro lejano amiguete de la academia…

Inesperadamente, poco antes de terminar nuestro postre de leche frita (delicioso), y al pedir un café y unas copitas de anís, ella se quedó parada un momento, mirando fijamente a la plaza entre los visillos del ventanal. ­— “Justo por allí va” —, nos dijo de repente señalando un punto abajo, al otro extremo del ruedo. Entonces me levanté y guie la mirada hacia donde ella indicaba. Y desde la distancia pude ver a un hombre doblado, muy envejecido, que renqueaba a trompicones difícilmente apoyado en un bastón, como un córvido moribundo. Ni por un momento sentí impulso alguno de acercarme hasta él. Con solo verle se me pasaron las ganas. No quise ver de cerca los ojos del infortunio. Simplemente quise quedarme con mis desgracias para mí y las suyas para él. Y no sentí pena. Al contrario. ¿Quieren saber qué sensación recorrió mi mente con fuerza en ese preciso momento? Pues pensé en Gustavo, el único sano y venturoso que quedaba de los tres. Ni en Clemencio y su ruina, ni en Chinchón y su cordero. Palpé los latidos lentos de mi corazón y dejé que la sombra funesta del fulano pasara de largo. Pero lo que ocupó mi cabeza fue pensar en Gustavo, el tercero en discordia de los amiguetes allí reunidos tantos años atrás. Pensé en su suerte. Pensé en su inmensa fortuna, en el valor incalculable que significa tener una esperanza y un futuro. Me alegré de su destino. Sentí por momentos algo de la energía maravillosa de la vida que le queda por vivir.