viernes, 23 de septiembre de 2016

Desde el Himalaya

El verraco de José Felix nos manda esta foto desde la cima del IMJA TSE (6.189 m)

viernes, 16 de septiembre de 2016

La Medina de Tetuán

Por Consuelo López-Zuriaga. Publicado en el libro Magia Sanadora

El aroma a cúrcuma, comino y canela se mezclaba con ráfagas de olor a pescado podrido. Cuanto más avanzaban por las callejuelas de la medina, César y Laura se encontraban más perdidos. Hacía un calor sofocante y una intensa actividad se desplegaba por el laberinto de calles y pasadizos.  La  gente iba y venía. Los vendedores insistían incansablemente ofreciéndoles alfombras bereberes. Las mujeres, con chilabas de colores, se paraban a curiosear en los puestos de ropa y los viejos, sentados a la puerta de sus casas fumando kif, miraban impasibles a la pareja de turistas sudorosos y desorientados, que deambulaban en medio del bullicio. A lo lejos se oía el canto del muecín.
—Ves, si ya nos lo habían advertido en el riad, pero te has empeñado en que el GPS era infalible, y ahora mira, llevamos tres horas dando vueltas.
—No empecemos, Laura. Qué ya tengo bastante con salir de este maldito hormiguero.
—¡Mira, esa es la esquina del Café Palmera, vamos por ahí! Me suena que cruzamos esa plaza.
Ya en el riad, se ducharon y bajaron a cenar al patio rodeado de mirto y jazmines al que daba su habitación. El delicioso tayín de pollo con ciruelas, pasas y dátiles les devolvió el buen humor. Naima la encargada del establecimiento, se acercó amablemente a la mesa y en perfecto español les preguntó,
—¿Qué tal su visita a Tetuán?
—La verdad es que ha sido un desastre —contestó Laura sin pensárselo— buscábamos un sitio en la medina y nos hemos perdido durante horas. Estábamos desesperados.
—Cuánto lo siento ¿Qué buscaban? Igual puedo ayudarles…
—Buscamos este lugar —contestó César rápidamente, sacando un papel arrugado que desdobló sobre el mantel blanco.
Naima lo observó con curiosidad. Era una fotografía de un cuadro. Una acuarela de una calle de la medina de Tetuán en la que, sobre un cielo azul cobalto, se recortaban unas fachadas blancas con balcones de madera y puertas pintadas de verde.
—Lo pintó Mariano Bertuchi aquí, en Tetuán, en 1940 —dijo César.— Mi padre compró el cuadro en una subasta, en Granada, en los años sesenta y me lo regaló poco antes de morir. Siempre quiso conocer el lugar donde había sido pintado y donde mi abuelo estuvo destinado unos años.
            César omitió que en la parte inferior del cuadro, junto a la firma, había unas misteriosas palabras, escritas con trazo negro y letra pequeña, que siempre le habían intrigado: “En el amor y la muerte”, decía la críptica dedicatoria.
—Nos han comentado que la calle del cuadro está en el Meshná ¿Naima, tú conoces esa zona de la medina? —preguntó Laura.
—Es el barrio de los vendedores de pescado. Paso por allí todas las tardes cuando regreso a mi casa. Si quieren, pueden venir conmigo mañana y les ayudo a buscar la calle.
Cuando llegaron al Meshná, los vendedores estaban desmontando los puestos y recogiendo la mercancía. El suelo de piedra resbalaba y los regueros de agua negruzca arrastraban agallas ensangrentadas y trozos de cola de pez. Tras unos cuantos requiebros por callejuelas que apestaban a orín de gato, apareció ante sus ojos la ansiada escena del cuadro. César miró la calle blanca y sintió un golpe de tristeza. Recordó a su padre aquella tarde de otoño, cuando descolgó el cuadro y se lo entregó, haciéndole prometer que vendría a Tetuán.
—¡Vamos a hacernos una foto! —gritó Laura entusiasmada.
Mientras César fotografiaba detalles de los balcones, un mendigo se acercó a Laura. Se detuvo ante ella, la miró desde el fondo de la capucha de la chilaba y con una voz de otro mundo pronunció unas palabras en dariya.
—¡Vete de aquí, viejo loco! ¡Qué Alá te proteja! —le increpó Naima,
—¿Qué ha dicho? —preguntó aún asustada por el impacto de aquella voz.
—En el amor y en la muerte —respondió Naima confusa.
Al día siguiente, tomaron el vuelo desde Tánger. Cuando Laura llegó a Madrid y estuvo sola en el salón de su casa, frente al cuadro, miró fijamente la calle blanca y el cielo azul cobalto, y leyó en voz alta las palabras de aquella intrigante dedicatoria. Le pareció estar invocando al mendigo y, de nuevo, escuchó esa voz de otro mundo. En aquel instante, sintió la presencia del anciano de la medina, y supo que sus palabras venían de aquel verso olvidado: “El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos”.

Toubkal, cordillera del Atlas

El amigo Mabrouk nos manda esta entrañable fotografía desde la cima del Toubkal (4.167 m)