viernes, 26 de septiembre de 2014

El chamán de la Mancha

Ciudad Real.

Uno hubiera esperado mayor exotismo en las formas, algo de colorido al menos, pero Héctor Coconá me abrió la puerta arropado en una simple blanca bata. De inmediato me ofreció asiento en la butaca principal de su consulta.

Es verdad que en mis correrías amazónicas, más de una vez tuve ocasión de acercarme a conocer chamanes que me enseñaran algo de los manejos curativos de la selva. Los había conocido en regiones remotas de Perú o Bolivia, más o menos acicalados con trajes y abalorios rituales. Los hubo ruidosos y bullangueros pero, en general, gente seria y aparentemente formal. Solo la curiosidad me movía en aquel entonces, sin ninguna necesidad curativa apremiante, por suerte. Pero años después ―ahora sí―, la enfermedad me empujaba a recorrer con ansiedad, todas y cada una de las pistas que llegaban a mis oídos sobre tratamientos diferentes y supuestamente eficaces si se los comparaba con los que ofrecía la medicina convencional. Por ello, en ese peregrinar sin fin, me encontraba ahora en este dispensario del piso cuarto de un moderno edificio de la periferia de Ciudad Real. Y ante mí, un personaje menudo, con acento ecuatoriano y profundos rasgos indígenas, pero completamente desprovisto de los atavíos que yo asociaba a mis experiencias chamánicas.

"Mejor así" ―pensé para mí, mientras intercambiábamos las primeras palabras. Eché un vistazo a los diversos diplomas enmarcados que ocupaban las paredes y me llamó la atención que, en su mayoría, no mencionaban nada relativo a especialidades tradicionales suramericanas sino que, en general, había referencias a la acupuntura y a otras disciplinas orientales. Precisamente en las antípodas planetarias de lo que yo había imaginado. Me fijé en uno de los títulos, que aludía a la especialización de Héctor en Moxibustion, tratamiento tradicional chino que emplea hojas desecadas y pulverizadas de la planta Artemisa vulgaris. Esta planta, conocida también como Crisantemo o hierba de San Juan, y que entre nosotros es tenida como maleza, se muele hasta convertirla en polvo y posteriormente se quema cerca de la piel.

Héctor me atendió con mucha amabilidad, pero no le hizo falta escuchar demasiado el relato de mi historia clínica. Desdeñó de un plumazo los informes médicos, las analíticas, los TACs, las resonancias, en fin… Me prestó atención los instantes justos que él considero necesarios para establecer sus conclusiones. En cuanto supo mi diagnóstico según aquellos informes que yo traía, no lo pensó dos veces:

―Yo en su lugar me iría a lo más profundo de las selvas del río Napo, en la región selvática del Ecuador, donde intentaría conectarle con los más sabios de aquella tierra mía, para que lo cuiden. —Lo dijo con rotundidad, dando al traste con toda su diplomatura oriental. No supo ofrecerme más detalles sobre cuánto tiempo y cómo se iba a desarrollar mi vida entre los indígenas de la Amazonía.

A continuación sacó del primer cajón de su escritorio una raíz del tamaño de un nabo mediano, algo más oscura y retorcida, que puso en el centro de la mesa como si fuera la mejor pieza de su tesoro.

Uncaria tomentosa, también conocida como “uña de gato”―, dijo con un brillo en los ojos. Pero aquella raíz no me pareció guardar relación alguna con el carpobrotus edulis, planta familiar de hojas carnosas y alargadas que cultivo en mi jardín. Y sin embargo, según explicó Héctor, la uncaria tomentosa crece exclusivamente en tierras vírgenes de la floresta peruana, cuyos habitantes la utilizan recurrentemente para remedios curativos.

―Solo conservo este bulbo, pero llévatelo. Todos los días te tomas un litro después de cocerla en agua durante 30 minutos.

 

Volví a casa con la extraña raíz envuelta en un periódico. Dado que el chamán manchego no arrancó en mí el propósito de irme a vivir a la jungla, al menos cocería en la olla la planta peruana para tratar de sacar unas primeras conclusiones. Lo haría inicialmente a modo experimental, para notar mis sensaciones y dejarme llevar por la intuición. Es lo que hacía cada vez que me encontraba en una tesitura similar, frente a tantos remedios botánicos que me sugerían de aquí y de allá cada semana. Tal y como solía hacer ante plantas milagrosas o con prácticas que se me antojaban a cada cual más brujeril.

Todas las semanas alguien me llamaba o me enviaba por teléfono o por youtube alguna vaga luz en la que guardar esperanza. Había que probar, había que arriesgar y echar mano de las sabidurías y también de las ocurrencias del ser humano, fueran del lejano Oriente, de la selva, incluso de la gruta de Lourdes, o de quién sabe qué devoto convento, da igual si católico o budista. Lo hacía porque notaba claramente los malos presagios en las consultas de los diversos hospitales de mi ciudad, a los que acudía con regularidad. Desde el primer momento, lo percibí en el tono de voz de los médicos, falsamente animosos. En las miradas compasivas de algunas enfermeras, o en los murmullos escudriñantes de los radiólogos, cada vez que me sometían a un nuevo escáner. Estaba sentenciado a muerte, sin fecha ni hora precisos, y ello justificaba recorrer todos los vericuetos que me ofrecieran. Al menos, un aliento de vida. Necesitaba un horizonte por el que buscar, sortear todos los obstáculos, y no derrumbarme.

Así que, aquella tarde, introduje el tubérculo en la olla y lo herví pacientemente durante media hora. Al cabo de ese tiempo, el agua bullía haciendo exudar por los poros de la planta unos hilillos grisáceos que fueron tiñéndolo todo. Más tarde, para cuando había enfriado aquel brebaje, su superficie era una mucosidad densa que se podía cortar con el filo de la cuchara, como si fuera el más repugnante de los flanes.