martes, 17 de mayo de 2011

Historia feliz

En la Vera

 

Estaba recién llegado de una de mis misiones africanas, muy cansado. Era mediodía cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir en pijama y encontré a un joven bien plantado, de unos veinte años, serio, pero de expresión agradable. Desde el umbral, tomando aire, dijo contundentemente:

Soy tu hijo. No quiero nada, solo conocerte.

Me heló la sangre por unos instantes, pero aquel semblante noble transmitía un sentimiento que no tardó en atemperar la sorpresa. Lo miré fijamente a los ojos, unos segundos que parecieron minutos.

Mi respuesta salió espontánea: —No sé si darte la mano o un abrazo—. Realmente no sabía qué decir.

Pasó a casa, se acomodó en el sofá. Lo advertía nervioso pero decidido. Traté de que se encontrara a gusto; su presencia allí resultaba agradable. Me vestí apresuradamente, y propuse salir a dar una vuelta. Hicimos un largo paseo que acabó en las terrazas del café Gijón, y en el que tratamos de ordenar las piezas de mi vida desordenada. Era una mañana soleada y las calles de Madrid resultaban inusualmente sosegadas.

Tenía que llegar el día. Lo tuve siempre en la cabeza. Recordé, hacía años, cuando su madre vino a contarme su embarazo. Yo era un adolescente, un pringao, y no fui capaz de reaccionar como se espera de un adulto hecho y derecho. Aquello era un error, no me entraba en la cabeza. Meses después, supe que ella se había casado con otro.

Entre aquellos primeros momentos y el encuentro de ahora, había pasado mucho tiempo. Había transcurrido toda una vida, que ahora se hacía presente con toda emoción y un torbellino de desasosiego. Pensé, durante no sé cuánto tiempo, que había dedicado mi trabajo a proteger niños hambrientos y, sin embargo, no había sido capaz de preocuparme por mi propio hijo. Me sentía confuso. Venían a mi mente, de golpe, las caras de tantos chavales africanos o americanos por los que había luchado tanto. Y aquí tenía uno más, por fortuna sano y regordete. Y además sonriente. Tuve la sensación de que todo se revolvía en mi cabeza, dichosa vida revuelta que había llevado…

Tomamos varias cervezas. No paramos de hablar, sobre todo él. Con entusiasmo. Descongelamos el ambiente y nos regalamos nuestro mejor desenfado, para celebrar aquel encuentro especial. Resolvimos perdonar errores del pasado, por graves que fueran, y darnos un fuerte abrazo. Desde ese momento mágico, fuimos dando luz a una amistad que ha acabado siendo profunda. Establecimos que aquél sería nuestro asunto personal, y no alteraríamos la normalidad de la familia en la que él vivía desde su llegada al mundo.

Había ganado algo más que un hijo o un gran amigo. Hoy en día, cada vez que nos juntamos a comer sushi, o viene a pasar unos días a mi guarida verata, siento una gran satisfacción. A menudo acude flanqueado por su entrañable tribu: una piña formada por su mujer y sus dos pequeños hijos, que parecen ser felices. ¡Mis nietos! Resultan un grupo muy tierno. Quienes lo conocen de cerca, aprecian gran simpatía por él: mi mujer, mis hermanos, algunos amigos de confianza. Aunque todos coinciden que me supera ampliamente en genio y gracia. Por fortuna, no ha heredado varios defectos míos, como el enfurruñamiento o la melancolía existencial. Él tiene los pies sobre la tierra, es un trabajador nato y está dotado de la virtud de la ternura.

He tenido especial empeño en dar testimonio de todo esto que cuento aquí, aunque para la mayoría de mi órbita no sea ninguna novedad. No me interesan ni los prejuicios ni los juicios morales. Las comprensiones o las incomprensiones que pudieran haberse ocasionado en mi entorno. La sangre siempre acaba reencontrándose.

Esta es una historia que me hace feliz. Es mi historia. Es nuestra historia. Así, entre relatos de conflictos y miserias humanas salpicando cada una de estas páginas, este es un capítulo en positivo. El más importante que he querido escribir, independientemente del lugar que ocupe en este blog.